99 VARIACIONES EN TORNO A LA BARRA, DE LA
AUTORA VIRGINIA GONZÁLEZ
DORTA
POR JUAN YANES
21 de abril de 2022
¡Salud hermanos y hermanas! Levantemos nuestras copas en honor de Virginia, que se ha atrevido a escribir un libro que comienza 99 veces con la frase: “Se acerca a la barra”. Se acerca a la barra, una y otra vez, construyendo así la mayor anáfora de la historia de la literatura anafórica de Occidente. Con la venia de los Ejercicios de Estilo de Raymond Queneau (que sí), Queneau (qué sí). Bueno, sí, algo tiene que ver con los tan traídos y llevados Ejercicios de Estilo, cuando menos en el número 99. El que coincida el número total de relatos, 99, haría inmensamente feliz al matemático Queneau. Además, si supiera del amor de la autora por el geometrismo tanto en la literatura como en la fotografía, que es tanto como decir en la vida, se pondría mucho más contento. Precisamente el microrrelato 99, que cierra el libro, dice así:
Se acerca a la
barra, satisfecha del trabajo. Ha logrado escribir noventa y nueve variaciones
sin líquidos cerca, todo un éxito para lo adicta que es, ahora ya podrá brindar
por el gran Raymond Queneau y sus Ejercicios de Estilo.
¿99 barras
distintas o 99 veces la misma barra? 99 bares distintos, casi tantos como los
que había en La Laguna, ciudad bravía en los años 50, con más de cien bares y
una sola librería: Librería El Águila, en la calle Carrera. Después estaba la
Librería Guigú en San Agustin pero esa era más bien una papelería. Y, un poco
más arriba, en la esquina con Núñez de la Peña estaba Casa Morales que, aunque
no era una librería, alquilaban bicicletas y, sobre todo, colorines. ¿Y Santa
Cruz? ¿La Librería Católica junto al antiguo Bar La Peña? No creo que mereciera
nombre de librería y para de contar. Este es un país de mesones, bares,
baretos, guachinches, tascas, chiringuitos, chamizos, tugurios, ventuchos,
cantinas, cafés, cafetines, cafetuchos y bodegones. En cualquiera de ellos
podría haber organizado Malcolm Lowry su eterna orgía de mezcal ¿Qué es eso que
oigo por ahí a tanto moderno y a tanto socialdemócrata del “Sector de la
restauración”? ¿Qué es eso de pubs, cervecerías, clubs, restaurantes,
gastro-bares, pizzería, zumerías?
En este libro
nos enfrentamos a 99 barras que son una sola barra. Porque la barra de este
libro es una barra proteica, universal, versátil, iridiscente. Fíjense lo que
nos dice en el relato 22:
Se acerca a la
barra, luminosa como un mar a mediodía. Se reflejan en ella tantas copas y
envases, cristales y grifos plateados, que no sabe por dónde empezar. Lo más
oportuno será acomodarse lejos y disfrutar del paisaje, como un pintor antes de
comenzar el cuadro.
Sucesivamente
esta luminosidad de la barra se transforma en el transcurso del libro en algo
oscuro, sucio, astroso, de brillo dudoso. La barra, en lugar de casa de acogida
se vuelve un tugurio inhóspito o quizá vuelva a relucir, para caer nuevamente
en el más lamentable descuido y así va cambiando con la luz del día, con el
estado de ánimo de los protagonistas y los distintos puntos de observación que
refleja la mirada de nuestra autora. La primera de las narraciones es
premonitoria del estado de ánimo alucinatorio. En ella hay un triste
oficinista:
“Se acerca a la
barra y pide un vaso de sifón. Entre las burbujas, cree ver todo un mundo. En
una, un bosque; en otra, un barco velero; en la más grande, un pedazo del
Amazonas, y en aquella que acaba de brotar, un friso del altar de Pérgamo.
Detengámonos,
por un momento, en esa barra luminosa como un mar espejeante. Ese mar no puede
ser otro que el mar del Norte isleño, el mar del Pris, cercado, como el de su
vecino Fray Andrés de Abreu, por la jurisdicción del mar. Mar que ella tan bien
conoce y tanto ama. Así que ya no sabremos nunca si estamos dentro de un bar o
dentro de un mar.
Yo no sé cómo
hay gente que no le gustan los bares, debe ser por eso, de que hay gente “pa
to”. Pienso que lo normal no es que nos gusten, es que nos entusiasmen los
bares. Hay gente que no puede salir a la calle sin ir a un bar a tomarse una
caña, un café, un vino. Porque un bar es más que un bar, lo mismo que una barra
es más que una barra.
Después, a
medida que vamos avanzando en la lectura caen sobre nosotros como un auténtico
aluvión, los personajes. ¿De dónde vienen estas decenas de personajes? Vienen
de eso que llamamos “la vida cotidiana”, es decir “la vida” en la aparecen como
los verdaderos protagonistas, los personajes de las historias. Lo que Patricia
Nasello llama, en la introducción al libro, las distintas atmósferas de los que
uno es o puede llegar a ser o, por el contrario, no quisiera ser nunca. He aquí
una muestra del desfile de estos personajes.
* El que se
emborracha junto al gato que ronronea, para sentir algo vivo que no hable.
* El camarero
que sirve con dedicación absoluta a una hermosa clienta por si esta noche
tampoco se presenta su hombre.
* Al que se
empeñan en servirle alcohol y él solo quiere soda.
* El
desintoxicado que piensa todos los días en volver a ser alcohólico.
* La que su sino
es enamorarse de los colgados deseando salvarlos.
* El que se
arrepiente de ser abstemio y bebe de todo, hasta que los amigos lo encuentran y
brindan por su reincorporación.
* El que lleva todo el atuendo del Capital Silver, pero le falta la botella de ron.
También hay
situaciones no exentas de humor: Se acerca a la barra y ve a dos monjas. O la
del vaquero, el indio y el Sherif. Aquel otro que echaron del trabajo por
echarse un trago de Armagnac entre expediente y expediente. Y el que entra en
uno de esos cuchitriles de pueblo, con banderines deportivos, fotos antiguas
del lugar, recipientes añejos cubiertas de polvo, un baño sin cerradura ni
papel.
El de los bares
es un terreno abonado para la moralina, pero se ve que la autora es buena
lectora de Bukowsky y no cae, en ningún momento, en dar consejos de buena
conducta.
Hay alusiones a
cuadros famosos de la historia de la pintura: el bar de Hopper, el cuadro de
Edouard Manet del Folies-Bergère, la bebedora de absenta de Degas.
También podría
habernos deleitado con una báquica. ¡Únete a la fiesta! ¡Hoy se ha escapado
Baco del manicomio y anda suelto por ahí armando gresca! Lo que estas
alusiones, digamos cultas, ponen de manifiesto es, por un lado, que Virginia
sabe, y por otro, que sabe contenerse y no anda por ahí llamando a Baco. Porque
ella podría haber escrito más de la relación entre el alcohol y la literatura,
tan vinculadas, tan próximas.
Qué sé yo,
escribir por ejemplo algo sobre las furiosas y recurrentes crisis etílicas de
Edgar Allan Poe. O podría habernos restregado por las narices la caterva de
dipsómanos y dipsómanas empezando por Baudelaire, siguiendo por Ernest
Hemingway y Marguerite Duras y terminando por Dylan Thomas o Charles Bukowski.
Enumeración de la que no podría faltar Claudio Rodríguez, el insólito poeta
zamorano que escribió un libro inolvidable, El don de la ebriedad, que él
poseía en grado exquisito. Raymond Carver —otro ilustre bebedor empedernido—,
que a mí me produce una especial ternura (así como Hemingway no me produce
ninguna), sentía una auténtica pasión por don Antonio Machado y lo leía
constantemente, tenía una foto de él al lado de su cama y cuando en medio de la
noche se despertaba sobresaltado por alguna alucinación —padecía delirium
tremens—, decía: ‘No pasa nada, Machado está aquí’ y se agarraba al librito de
sus poesías completas como a una tabla de salvación.
Dylan Thomas es
un caso aparte y trágico. Murió en el Hospital Clínico de Nueva York a causa de
un shock etílico. Era un bebedor compulsivo. Llegaba a Estados Unidos y se
transformaba. El tranquilo poeta galés, devoto con su padre y su madre, y
cuidadoso y tierno con sus hijos, cambiaba por completo.
Igualmente,
podría habernos metido con calzador la ternura y la dureza de Days of Wine and
Roses de Blake Edwards. Habría encontrado el hermoso poema de Ernest Dowson,
que la protagonista recitaba premonitoriamente: “No son largos los días de vino
y rosas, de un nebuloso sueño surge nuestro sendero y se pierde en otro sueño”.
Las imágenes discurrían inexorables. No había mística alguna, solo la lenta
destrucción del alcohol. Habían elegido arruinar sus vidas como una forma
radical de entender el carpe diem.
Podría haber
recurrido a La leyenda del Santo bebedor de Joseph Roth. En él, el narrador
bebía más que el protagonista, pero menos que el autor, que bebía más que todos
los otros dos juntos. Si les parece, vamos a tomarnos una copita en honor del
gran escritor austriaco, antes de que llegue, no sea que nos vea brindando por
él, empiece a empinar el codo y termine con las existencias.
Virginia podría
habernos trasladado a La Lira, la cantina más antigua de San Luís de Potosí. Un
salón cuadrado de techo extremadamente alto. Justo, frente a la puerta, la
barra de madera y mármol blanco. Toda la pared cubierta de botellas en una
estantería que más parece un altar barroco, con sus santos de alcohol en la
peana que llega hasta el mismo techo. “Mira cómo ando mujer por tu querer,
borracho y apasionado nomás por tu amor. Y por quererte olvidar, ay, ay ay, me
tiro la borrachera y a la perdición”.
O acaso
contarnos, por enésima vez, la historia de Van Gogh y Gauguin que beben mucho
alcohol y discuten y siguen bebiendo y discutiendo cada vez con mayor
violencia. El 23 de diciembre de 1888, de noche, después de haberse bebido
todo, Van Gogh amenaza a su amigo con una navaja de afeitar. Gauguin, huye
confuso y Vincent se corta el lóbulo de su oreja derecha, y se lo manda a
Gauguin como signo de arrepentimiento.
O contarnos la
noche de la espicha de sidra en el teatrillo de la mina de la Camocha, donde
había un tipo con una curda monumental que decía invariablemente cada tres
minutos: "¡Viva Rusia!". Era un maldito dipsómano prosoviético de los
de antes, buenas gentes, y no la mierda que son hoy los rusos en general y los
americanos en particular.
Yo le habría
contado una historia que me contaba mi abuela: El tarambana de tu abuelo compro
el gramófono en 1915. ¿En 1915?, decía asombrado de que pudiera ser tan viejo,
y ella proseguía: Sí, en 1915 y gracias a los buenos oficios del dueño de un
establecimiento de absenta que se lucraba de la prohibición de “El Hada Verde”
en Francia y en la Confederación Helvética. Cuando decía lo de la Confederación
Helvética, entornaba lo ojos. Todos los borrachos del mundo, venían aquí y a la
Plaza de la Candelaria. Después, de madrugada tenían que retirarlos uno a uno
porque estaban en un estado lamentable… ¡panda de borrachines!
Pero no, la
autora ha preferido centrarse en personas normales y corrientes, todos sus
personajes a excepción de lo que hemos dicho, son personajes anónimos. Somos tú
y yo. Esta es Virginia, una “connoisseur” del alma de los bares, es decir del
alma del mundo que vive, sufre y goza. Pero esto solo es parte del universo
“virginiano”. Está la parte viajera obstinada de todos los caminos de la tierra
y está la parte también de amante de la naturaleza, incansable y diligente
caminante de veredas, trochas y barrancas. Ilustre rebuscadora de vestigios del
pasado próximo y remoto de nuestras islas. Y está también la Virginia solidaria
de todas las causas perdidas del mundo, como una criatura necesaria para que
todos sigamos viviendo, así se observa en un post de Facebook, mayo 2020:
“A cubierto, con
el sol detrás y el cielo sobre la roca. Así quiero estar, no pido más, un trozo
de vida después del desastre.
Un paréntesis de
aire y hierbas, con tizones que se esconden al rumor de mis pasos, aguilillas
en lo alto, alguna pardela rabiosa por andar en su territorio. Cardones aquí y
balos más allá. Florecidas ya gamonas y maravillas, andaré entre ellas mientras
a lo lejos el mar rutilante me espera, como una boca azul al final del
barranco.”
Se acordará
también de Benanceo, borracho ilustre de Santa Cruz, de aquel desaparecido
Santa Cruz con borrachos por la calle y que recitaba poemas de amor. Hacía
gestos con las manos y decía que cazaba "foscos". ¿Y cómo son los
"foscos", Benanceo? Nó sé, todavía no he cogido ninguno, respondía.
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