SOBRE
EL PODER (UN POCO)
JUAN CLAUDIO ACINAS
No es casual que Hobbes recurriera a un monstruo mítico para
justificar la existencia de ese artificio de mando y control que es el Estado: un
aparato o conjunto de aparatos que nace del egoísmo y del miedo entre los
individuos y se mantiene por el monopolio (¿legítimo?) de la violencia dispersa
para asegurar la convivencia común.
De hecho, en el grabado que ilustra la portada de Leviathan, lo primero que sorprende es la enorme figura antropomorfa
de ese monstruo que sobresale entre el paisaje gris de un poblado vacío de
personas. Éstas se hallan incrustadas, subsumidas, absorbidas en el cuerpo
gigantesco del monstruo que enarbola en cada mano el báculo del poder eclesiástico
y la espada del poder civil. Pero lo más curioso es que esa representación
fantasmagórica del Estado, del Estado
caníbal (Sternberger) que engulle a sus súbditos y se alimenta de ellos, con
su instinto carnívoro (Bakunin), no es
muy distinta cuando tal machina
machinarum funciona a partir del fluido vital que emana desde el abajo de las papeletas electorales al arriba de los gobiernos “representativos”
que se pavonean de respetar la voluntad popular, a la que vampirizan, deforman
y construyen a su antojo (desde la actividad de los spin doctors al mercadeo en torno a puestos y poltronas, pasando
por las fake news en el ámbito masivo
de la posverdad).
Y es que el poder político es poder. ¿Vale? Una energía nada aséptica,
de alta deseabilidad y susceptible de pérdida más o menos gradual, esto es, sujeta
a la implacable ley de la entropía (que se aprecia en la lenta fatiga de todas
las cosas). De modo que, para contrarrestarla, es preciso disponer cada vez de más poder para conservar el poder (algo
así como lo que la Reina Roja le dijo a Alicia: “Aquí hace falta correr todo
cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio”). Lo que, como para tal fin
los medios no importan, nos permite corroborar aquel axioma de Lord Acton: “el
poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. De ahí
que, en tiempos más recientes, se haya insistido (sin apenas resultado) en que
el objetivo no debe ser tanto conquistar el poder, como contenerlo y
controlarlo, frenarlo y encarrilarlo en contra de su propio impulso, que no es
otro que afectar directa o indirectamente a los demás (a quienes dice “servir”)
en cualquier sentido que, sea como sea, favorezca siempre los intereses de
quien lo ejerce.
Todo ello sabiendo que aún existe una incógnita por resolver: ¿tal energía
de gran magnetismo atrae a gente vil y sin escrúpulos o vuelve sin escrúpulos a
gente que al principio los tenían y que ha de envilecerse para seguir en lo
suyo (cautiva del anillo que luce, supongo que diría Tolkien)?
En cambio, algo sobre lo que parece que hay más indicios y menos dudas
es lo que apunta la ocurrente descripción que Proudhon presentó con cierto
detalle: “Ser gobernado significa ser vigilado, inspeccionado, espiado,
dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado,
fiscalizado, sopesado, evaluado, censurado, mandado por seres que carecen de
títulos, capacidad o virtud para ello. Ser gobernado significa verse anotado,
registrado, empadronado, arancelado, sellado, timbrado, medido, cotizado,
patentado, licenciado, autorizado, apostillado, amonestado, prohibido,
reformado, reñido, enmendado, al realizar cada operación, cada transacción, cada
movimiento. Significa verse gravado con impuestos, inspeccionado, saqueado,
explotado, monopolizado, atracado, exprimido, estafado, robado, en nombre y so
pretexto de la autoridad pública y del interés general. Y luego, a la menor
resistencia, a la primera queja, ser castigado, multado, insultado, vejado,
intimidado, maltratado, golpeado, desarmado, acogotado, encarcelado, fusilado,
ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado,
y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado y deshonrado. Eso es el
gobierno, esa es su justicia, esa es su moral”.
Es evidente que semejante panorama, propio de mediados del siglo XIX, ha
de ser revisado y actualizado en la nueva era de las tecnologías digitales de
la información y el conocimiento, donde la gente se siente tan libre en
conexión que suministra voluntariamente cada dato de su comportamiento diario.
Ya no hay que vigilar la vida de los otros. Ellos mismos la cuentan o la
muestran con miles de selfies, en su
búsqueda obsesiva de un like. Lo
privado ha devenido extimidad
(intimidad expuesta) y hay gente que se ofende si sospecha que nada más que una
sola empresa (con sus algoritmos y toda la pesca) se fija en ella, la atiende y
pronostica sus gustos. ¿Por qué no se interesan por mí? Una situación que nos
lleva a modificar ligeramente la conocida definición que Weber ofreció del
poder, entendido en estos momentos como la altísima probabilidad de imponer la
propia voluntad, dentro de una relación social, con la segura colaboración
(consciente o inconsciente) de quienes tendrían que haber sido menos dóciles u
opuesto un mínimo de resistencia a semejante voluntad e influencia.
¿Qué
barrio queremos?
Así están las cosas… Y, sí, por supuesto, hay excepciones...
¿Cercanas? Pues, por un lado, la entropía parece haberse olvidado de Coalición
Canaria (quizá sea inmune), con su continuismo sin apenas desgaste desde los
tiempos de ATI y UCD, ños, échale lustros, ¡décadas!… Por otro, pero en una
dirección muy diferente, en LPGC está en marcha un proceso pionero de
participación ciudadana en la idea de gobernar con las personas antes que para
las personas… Bueno, es el primer paso de un largo y tortuoso camino que,
mirando lejos, avanza hacia un punto donde el gobierno de todas y todos
terminará por ser el gobierno de nadie y, por tanto, sin razón de existir… ¡Uff!
No sólo debemos cruzar los dedos. Hay que tener buena suerte y también mucha fe,
de la que mueve montañas.
Juan Claudio Acinas
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