REGRESO A ALCÀSSER
JONATHAN MARTÍNEZ
El 13 de noviembre
de 1992, tres chicas del municipio valenciano de Alcàsser desaparecieron cuando
se dirigían a la discoteca Coolor de Picassent. El 27 de enero de 1993, dos
meses y medio más tarde, dos apicultores hallaron los cuerpos enterrados en el
barranco de La Romana de la localidad de Tous. Las autopsias revelan que las
jóvenes fueron violadas, torturadas y asesinadas. Se llamaban Miriam García,
Desireé Hernández y Toñi Gómez. Miriam y Desirée tenían catorce años. Toñi
tenía quince. El suceso escandalizó a la opinión pública hace ahora veintiséis
años y el debate regresa en estos días debido a una miniserie documental
producida por Ramón Campos y dirigida por Elías León Siminiani para Netflix.
A lo largo de cinco
episodios, El caso Alcàsser nos conduce por un paisaje ruinoso de salas de
fiesta demolidas y carreteras que ya no existen. Desfila ante nuestros ojos
aquella España de los primeros noventa, el optimismo triunfal de Curro y de
Cobi, el gobierno ya decadente de González y Corcuera. Resuena el eco techno de
la ruta del bakalao y vemos un panorama de medias melenas, cazadoras vaqueras y
chándales de táctel. El pueblo de Alcàsser, con poco más de 7.000 habitantes,
iba a convertirse en la nueva capital de la crónica negra. La masacre de Puerto
Hurraco había encabezado el podio tan solo un par de años atrás.
Llama la atención
la inmensa cantidad de metraje disponible sobre los avatares de la
investigación. Las televisiones recogieron con todo lujo de detalles tanto la
noticia de la desaparición como las pesquisas hasta que por fin, en un clímax
de sordidez jamás conocido hasta entonces, el duelo de las familias terminó
convertido en espectáculo de masas. La serie de Netflix se detiene en la pugna
de audiencias y recuerda el protagonismo de dos programas. Por un lado, Paco
Lobatón lideraba en TVE el semanario Quién sabe dónde. Por otro lado, en plena
emergencia de las nuevas cadenas privadas, Nieves Herrero conducía De tú a tú
para Antena 3.
El tiempo, que es
un tribunal inflexible, ha terminado por crucificar a Nieves Herrero como
responsable de uno de los episodios más bochornosos de la historia de la
televisión. Todo el mundo recuerda aquella retransmisión en directo desde el
propio pueblo de Alcàsser. Las familias acababan de conocer que las niñas
estaban muertas. “Vamos a compartir ese dolor”, dice la presentadora mientras
las cámaras se adentran en la intimidad llorosa de los abrazos. Después llegó
el funeral televisado, la multitud cabizbaja y los tres ataúdes llevados en
volandas hacia el cementerio. Es difícil rememorar las escenas sin que nos
preguntemos cómo fuimos capaces de participar de aquel circo despiadado.
Nieves Herrero, ella
misma lo reconoce, actuó con una voracidad censurable. Pero no es menos cierto
que la vorágine engulló de una forma u otra a toda la prensa oficial de
aquellos tiempos. El propio portavoz de las familias y padre de Miriam,
Fernando García, asume que la única forma de involucrar a la sociedad en la
búsqueda de las niñas pasaba por alimentar el engranaje de los medios. Escucho
a distintos periodistas de la época y todos reconocen que el caso había
suscitado un interés insano y una competición encarnizada por arrancar una
primicia o desvelar alguna pista novedosa. La audiencia, en última instancia,
es una bestia hambrienta.
Puestos a
despellejar a Nieves Herrero, no está mal recordar en qué canal se emitía su
programa. Los autores del documental, que en cierto modo se ensañan con Tele 5,
ni siquiera mencionan a Antena 3 y es comprensible. Al fin y al cabo, Bambú
Producciones vende buena parte de su mercancía a Atresmedia. Ahí tenemos
Velvet, Gran Hotel, Fariña, 45 revoluciones o Lo que la verdad esconde: Caso
Asunta. Como estas páginas no las financia ningún magnate del oligopolio
televisivo, podemos permitirnos el lujo de señalar a los inversores de Antena 3
que hicieron caja con el dolor de las familias. Estaba Mario Conde. Estaba el
multimillonario thatcherista Rupert Murdoch. Estaba el emporio venezolano de
Gustavo Cisneros. Presidía el tinglado Antonio Asensio.
Una vez aparecen
los cuerpos, el festín mediático se desplaza hacia las teorías conspirativas.
La serie que dirige Elías León Siminiani se demora en los aspectos más dudosos
de la investigación y recupera la figura del criminólogo Juan Ignacio Blanco.
Fernando García ya había manifestado su descontento con el relato oficial y
Blanco llega para dar impulso a una investigación paralela. Noche tras noche,
ambos fueron desgranando los pormenores de sus indagaciones en el programa Esta
noche cruzamos el Mississippi de Pepe Navarro. La figura de Blanco no está
exenta de controversia y sus adversarios lo consideran un beneficiario más del
lucrativo negocio del dolor ajeno.
El guionista Álex
Mendíbil advierte sobre el sesgo que proyecta la serie en el tratamiento de los
testimonios. Así, las entrevistas con Blanco se presentan bajo luces duras y
claroscuros que nos invitan a pensar en la guarida secreta de un villano.
Fernando García, por su parte, aparece empequeñecido en un plano picado sobre
un fondo industrial de colchones. También Luis Frontela, el forense que puso en
duda la diligencia de las autopsias, interviene sobre un escenario caótico,
asimétrico, que nos sugiere inestabilidad y desconfianza. Al contrario, los
portavoces de la versión oficial se desenvuelven en entornos luminosos de
alcurnia y prestigio, investidos en todo caso de dignidad en la puesta en
escena.
Fernando García
siempre tuvo la convicción de que la investigación se había cerrado en falso.
Que Miguel Ricart, el único sospechoso encarcelado, no era más que el chivo
expiatorio de una trama más compleja en la que pudieron haber intervenido altas
personalidades. Uno de los giros de guión más desconcertantes tiene que ver con
la tercera declaración de Ricart. Sostiene su abogado que la autoinculpación de
su cliente ha sido arrancada mediante amenazas y bajo tortura. Dice que le han
obligado a firmar una confesión falsa y menciona la asfixia mediante bolsa de
plástico. Aquel viraje bien pudo ser una estrategia procesal, pero como
hipótesis no resultaba descabellada. En 1993, Amnistía Internacional recoge en
un informe numerosas denuncias de torturas y malos tratos en comisarías españolas.
Un estudio forense del Gobierno vasco ratifica 62 casos de tortura solo durante
ese año. A lo largo de 1993, mueren bajo custodia policial Gurutze Iantzi,
Xabier Kalparsoro y Juan Calvo.
Aunque la serie de
Netflix sugiera lo contrario, Ricart ha mantenido su inocencia desde entonces.
La periodista del diario Levante-EMV, Teresa Domínguez, deduce que Ricart
mostró arrepentimiento ante el fotógrafo Fernando Bustamante en una
conversación de la que no existe ningún registro. Sin embargo, las cámaras de Antena
3 que persiguieron a Ricart tras la excarcelación obtienen otras declaraciones
que el documental omite. “Mantengo lo que dije en su día. Que soy una puta
cabeza de turco. Primero tengo que demostrar que yo no fui. Los hijos de puta
que lo hicieron no tenían que salir de la cárcel en su puta vida. Lo que
hicieron con esas chicas no tiene perdón de Dios”.
Es verdad que los
cabos sueltos de la investigación han suministrado combustible para fantasías
desmesuradas y acusaciones sin fundamento. La dinámica insaciable de la
telebasura terminó instalando en el imaginario colectivo un cóctel de
prohombres depravados, rituales satánicos y películas snuff. La fuga del
principal sospechoso, Antonio Anglés, contribuyó a azuzar toda clase de
especulaciones. Por si fuera poco, el crimen de Alcàsser se entrecruza con la
leyenda negra del bar España, que nos persigue desde finales de los años
noventa. Según las denuncias de las familias afectadas, unos ochenta niños de
la residencia de Baix Maestrat de Vinaròs habrían sido torturados, violados y
registrados en vídeo en orgías comandadas por autoridades del País Valenciano.
La justicia ha desechado las acusaciones.
Pero si las teorías
de la conspiración pueden parecernos excesivas, no es menos cierto que el
relato oficial sobre el crimen de Alcàsser se muestra plagado de fisuras. Como
mínimo podemos asegurar que persiste un ancho margen de impunidad. Que uno de
los condenados permanece desde 1992 en busca y captura. Que la causa continúa
abierta en un juzgado de Alzira y que no hay forma de descartar la
participación de otras personas. Tal vez la condena contra Ricart sirvió para
tranquilizar conciencias y restaurar la fe en los cuerpos policiales y en la
judicatura. La realidad es que el caso Alcàsser representa el fracaso de las
instituciones así como la bancarrota moral del entramado mediático.
La serie de Netflix
concluye con un pegote postizo que encaja aquel triple crimen en la genealogía
del movimiento #MeToo. Dice Layla Martínez que no hay forma de salvar los
muebles cuando el documental prescinde hasta los últimos minutos de la mirada
de género. Hubiera sido enriquecedor, explica, hablar de Alcàsser como paradigma
de disciplinamiento para las mujeres. La España engorilada de la Expo, los
Juegos Olímpicos y el Quinto Centenario tenía un reverso oscuro de jóvenes
aleccionadas para el miedo. Lo cuenta Nerea Barjola en Microfísica sexista del
poder: el relato mediático sobre Alcàsser es una forma de violencia sexual
porque sirve para restringir la libertad de las mujeres mediante un pánico
inducido. En tiempos de transgresión feminista, la historia oficial emerge para
recordar a las adolescentes de los noventa que las calles no les pertenecen.
Al tiempo que
conocemos la condena contra los cinco violadores de San Fermín, la miniserie El
caso Alcàsser resucita viejos debates sobre la alianza entre la violencia
sexual y el periodismo necrófago. Las mismas cadenas de televisión que en los
años noventa convirtieron un pequeño pueblo valenciano en un plató, todavía hoy
engordan las audiencias con vísceras de otros crímenes. Dentro de algunos años,
alguien nos recordará la historia de Marta del Castillo. O la de Mari Luz Cortés.
O la de Laura Luelmo. Y la Nieves Herrero de otros tiempos será la Ana Rosa
Quintana de nuestros días. Y nos llevaremos las manos a la cabeza. Y nos
preguntaremos cómo pudimos permitirlo.
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