A VER QUIÉN ES MÁS GAY
ANÍBAL MALVAR
Nuestra derecha más
concupiscente anda estos días compitiendo a ver quién es más gay y más
lesbiana. El nacional-catolicismo de este país no deja de estupefaccionarme. La
cosa empezó con la filtración de un argumentario de Vox, por parte del
periodista Antonio Maestre, en el que los donpelayos equinos etiquetaban al
vicesecretario de Organización del PP, Javier Maroto, como “ejemplo de político
trepador sabedor de que esa condición homosexual es una ventaja de la que él se
beneficia”. También le afeaban el «utilizar el rol gay para exhibir una
pretendida modernidad, que en realidad es sumisión a los dogmas de la progresía
post 68”.
Maroto, por su
parte, presumía en La Sexta de que en las “Nuevas Generaciones del PP hay más
gays que en las asociaciones de la federación LGTB”, afirmación que provocó un seísmo de escala 69
con epicentro en el cementerio de la localidad coruñesa de Perbes, donde
descansaban en paz, después de décadas de no dejarnos descansar a nosotros, los
restos del ministro franquista, fundador del PP y eximio firmador de
caprichosas penas de muerte Manuel Fraga. Se dice que de la falla tectónica
producida en el túmulo del político gallego emergieron siete aguiluchos negros
que al poco ardieron en el aire, a causa de su empeño en entonar a coro el Cara
al sol demasiado cerca del astro rey.
Los equinicuestres
de Santiago Abascal añaden que Maroto es un pecaminoso “defensor de los dogmas
de la izquierda LGTBI”, lo que nos lleva a inferir que también existen dogmas
de la derecha LGTBI, que serán los que defiendan los voxiferantes. Es un
suponer.
Todo esto a mí me
está sumiendo en el enbrollo y la confusión, y eso que no soy homófobo porque
tengo un amigo gay y tal y cual. El caso es que no veo yo a Maroto como gran
defensor de la causa arcoíris. Y no lo digo por capricho o por joder, sino
recordando cómo su partido recurrió ante el Tribunal Constitucional la ley de
matrimonio homosexual de José Luis Rodríguez Zapatero sin que el zangolotino
Maroto, a la sazón teniente de alcalde por el PP en Vitoria, dijera esta pluma
es mía.
El caso es que yo
ya me estoy preparando para presenciar, en el proximo día del Orgullo, una
carrera de aurigas entre la carroza de Vox y la del PP, igualitas a las de Quo
Vadis pero con menos sudores testosterónicos, atropellando policías homófobos
por el Paseo de Recoletos adelante.
Otrosí, mi maldad
natural me obliga a imaginar lo mal que lo estarán pasando José María Aznar y
la misacantana Ana Botella tras enterarse de que las nuevas generaciones de su
PP son un desafuero de uranianos lorquianos y nínfulas sáficas de Serrano. Para
aliviar el sofoco, el doctor de FAES (un tal Pepe Mengele) les ha prescrito
vender un par de miles de pisos protegidos a fondos buitre. Ha sido mano de
santo, oyes.
En todo caso, que
nuestra rancia derecha carpetovetónica
vaya saliendo del armario es albricia digna de ser celebrada. Cualquier
día nos dan otra sorpresa y se vuelven honrados. Aunque quizá yo ya no esté
aquí para presenciarlo, a causa de la impresión.
Dejando al margen
estos asuntos de elevada alcurnia política e intelectual, pasemos a un tema más
frívolo. El Tribunal Supremo, ese órgano súper y ultra democrático, acaba de
reconocer a Francisco Franco como jefe del Estado español desde el 1 de octubre
de 1936. En ese argumento basa el alto tribunal su negativa a trasladar los
restos del dictador del Valle de los Caídos, humillando graciosamente al
gobierno democrático de Pedro Sánchez y al Gobierno legítimo y democrático de
la República en 1936. En este país, que tan bien ha superado el franquismo,
estas anécdotas ligeras nos hacen mucha gracia.
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