A LOS PERROS
Javier Milei junto a los
funcionarios de su Gabinete — Oficina del Presidente de la República Argentina
La Argentina de esta era de crueldad está aprisionada en su pulsión de muerte
Cuando la muerte se convierte en una visita inesperada el alma de los
perros la presiente: dejan de comer y caminar, ya no beben agua y como los
gatos se recuestan en el rincón más alejado y fresco de la casa bajo el resguardo
de la sombra. Simplemente se quedan quietos con los ojos perdidos hasta que el
corazón frena su trabajo de persistir. La fugacidad del tiempo encierra la
mortaja de ese último aliento, que con suerte lleva una mirada hacia la luz a
través de una ventana.
La Argentina de esta era de crueldad está aprisionada en su pulsión de muerte. Mueren jubilados, pensionados con haberes inferiores a la canasta básica de alimentos, mueren periodistas consagrados por la fama y cierta riqueza a base de claudicaciones morales y de las otras, mueren heroicas Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, los padres y las madres de lo que quedamos anhelando el destino. También enferman aquellos escritores tan lúcidos. Pierden la memoria que se desvanece como arena en sus dedos.
Pareciera que los animales sienten los finales de otra forma. Jota Vení fue
un gato amado que murió un 17 de octubre. Tenía la virtud de alertar cuestiones
de la naturaleza del mundo, sin poder advertir la suya.
Cerca de aquí hay un parque junto a un trazado de vías lleno de césped
verde y árboles jóvenes puestos a manera de diseño como la ropa de gimnasia de
las parejas rusas que salen a correr. Los perros y perras son llevados sueltos
y en correas. Algunos usan bozal otros no. De esos grandes, medianos, pequeños,
todas las razas del planeta circulan ladrando por acá.
El olor a mierda de los tachos de basura interviene el sonido ambiente de
un cantante callejero que interpreta canciones de Coldplay y Radiohead con
éxito oscilante. Quizá sea un sendero del muchachito con guitarra y micrófono
para esquivar la locura circundante. Quién lo sabe.
El gitano José Joaquín Saavedra tramó algo semejante desde que emigró de
Portugal a los 14 años para cantar en el casco histórico de Cáceres. Los
turistas le dan monedas y algún que otro euro mientras otros recuerdan su
áspera voz, acompañando el precioso baile de una señora de cabello blanco
al ritmo de la estrofa: “Dame de beber de tu agua viva, dame de comer de tu
casa que es divina”.
Una tarde con el sol yéndose a lo lejos me topé con el pibe cantante
mascullando frases para él. Pensé que estaba ensayando una canción pero
no. Su rezo personal era parte de una manía traumática luego de pasar la gorra
de los pesos devaluados en el pequeño anfiteatro que lo rodea en estos días que
se desvanecen.
Entre el público una joven se llevaba las manos a sus mejillas, envolviendo
en los brazos sus pensamientos, y las parejas seguían andando en zapatillas y
ropas con colores impuestos por el mismo articulador uniforme de la moda.
Una curiosa devoción por los cuerpos “perfectos”, musculosos y siempre
delgados, busca superar la fugacidad. Entre esa masa de gente corriendo a
ninguna parte se destaca un sesentón que deja los pulmones en su obsesión de
quedarse a trotar.
A la izquierda del parque yacen estacionados vagones oxidados que alguna
vez anduvieron recorriendo el país llenos de pasajeros. El esqueleto de un
viejo camión de 1930 está a metros del alambrado de un sembradío de plantas
autóctonas.
Imagino que los arqueólogos del futuro no verán este escenario moderno de
igual forma que a las civilizaciones peruanas que poblaron la Cordillera de Los
Andes unos cuantos miles de años antes de Cristo.
No será así.
Los inmortales
El escritor Jorge Baron Biza (1942/2001) publicó en vida “El desierto y su
semilla”. Una novela extraordinaria que intenta extirpar de raíz el Mal que le
impregnó su propio padre, Raúl Baron Biza (1899/1964), quien se mató de un
balazo en la sien luego de rociar con ácido la cara de su esposa, Rosa Clotilde
Sabattini, madre de Jorge en un trámite de divorcio.
Aquel dramático suceso convirtió a toda una familia en un colectivo
suicida. Al balazo de Baron Biza (Padre) le siguieron el suicidio de Clotilde
—arrojándose al vacío desde el mismo piso donde la atacó criminalmente su ex
esposo— en octubre de 1978. Diez años más tarde, en 1988, su hija menor,
María Cristina Baron Biza dejó de existir con una sobredosis de psicofármacos.
Jorge se hartó cuando derramó la crisis de financiera e institucional del
2001. Alcohólico, cultor de la anti-violencia, traductor, corrector de pruebas,
redactor de medios de gráficos, y escritor fantasma, el hombre selló el mandato
familiar con un final de imitación de su madre desde un ventanal al vacío.
Sin embargo, su obra —notas periodísticas, críticas de arte, y el libro
mencionado— refleja una aguda mirada sobre la condición humana.
Para Jorge Baron Biza la anhelada sanación del rostro quemado de su madre
significaba su propia salvación. Las descripciones detalladas de los colores y
la textura de aquella piel materna en descomposición son en verdad el estropajo
de su alma, que después de escribir quedó vacía.
Un imposible freudiano. Allí donde no existió la cura sí anidó no poco amor
y el lenguaje descriptivo del silencio con sus fantasmas.
El sádico y pornógrafo, Raúl Baron Biza fue contemporáneo de grandes
escritores rioplatenses: Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Juan José de Soiza
Reilly y Juan Carlos Onetti, entre otros. Podría decirse con precisión
probablemente errónea, que de Soiza Reilly fue el antecesor de Arlt y de
Rodolfo Walsh. Su palabra describió a principios del siglo XX los márgenes y
sus marginados, locos, criminales, putas, proxenetas, jugadoras cocainómanas de
la clase alta porteña, y no pocos señoritos adictos a los vicios de la morfina.
Así como se adelantó a Arlt también fue anterior a Truman Capote partiendo
desde una corresponsalía como cronista internacional en la I Guerra Mundial. De
Soiza Reilly conoció la bohemia de París antes que Carlos Gardel y era bien
conocido del poeta Evaristo Carriego, cuando el barrio porteño de Palermo
todavía era un caserío de la inmundicia en las afueras del centro.
Su novela “La Ciudad de los Locos” (1914) anuda las aventuras demenciales
de la secta de Tartarín
Moreira en una Buenos Aires inmersa en la decadencia entre el champagne y
la grapa.
La “Locópolis” propuesta por de Soiza Reilly declamaba desde un centro
hospitalario para la enfermos psiquiátricos de principios de siglo XX, encierra
no pocos paradigmas con la actualidad e influyó notablemente en “Los 7 Locos y
Los Lanzallamas”, que Arlt publicó entre 1929 y 1932.
El personaje arltliano de “El Astrólogo” quería colocar una silla eléctrica
en cada esquina de Buenos Aires para matar a sus adversarios políticos. Moreira
abrazaba el plan de un territorio autónomo donde “los locos” gobernaran a base
de pura anarquía.
El que se sentía “Presidente”, pues podría serlo y el millonario que
gustaba de limpiar las calles con esmero de barrendero, era libre de ejercer su
vocación. La Asamblea de los locos funcionaba a la perfección. El padre
adoptivo del personaje Tartarín —inspirado en las obras del francés Alphonse
Daudet (1840/1897)— había sido el jefe médico de la clínica psiquiátrica
hasta enloquecer por “un experimento” con un fluido dentro del cerebro de su
vástago de crianza.
Tal es así que la madre de Tartarín visita a ambos hombres en el hospicio
donde el mayor ladra enjaulado como un perro, muerde y contagia la rabia hasta
la muerte, y el menor planifica una Revolución Social desde la locura.
Unos años después el uruguayo Juan Carlos Onetti migró a Buenos Aires y
creó su personaje llamado Larsen. ¿Cuál era el mayor deseo de Larsen? La
creación del “prostíbulo perfecto”. Una saga de personajes armados con
revólveres y facones en los arrabales de la nada donde tiempo antes estuvieron
los cronistas Soiza Reilly, Arlt, Nicolás Olivari, y los hermanos poetas Raúl y
Enrique González Tuñón.
En una de sus pocas entrevistas concedidas desde la cama en España, Onetti
reveló que trabajó de vendedor de entradas para partidos de fútbol de Primera
División y que jamás logró comprender por qué esa muchedumbre de hombres solos
no se fugaba de allí para tomar un plato de sopa caliente en los inviernos o
mejor ganar el tiempo con algún amor en la ciudad que su imaginación literaria
llamó “Santa María”.
Su ciudad ideal llevaría el nombre de una santa —una mujer—, a quien nunca
logró seducir, y menos salvar como aquella ilusión enterrada de Baron Biza
(Hijo) hacia su madre Clotilde. Ella fue una notable dirigente de la Unión
Cívica Radical (UCR) y sufrió la persecución durante el primer Peronismo
después de 1946. Madre e hijo estuvieron presos y después se exiliaron en
Uruguay. Su rostro fue ultrajado por la ira de su esposo Raúl Baron Biza en
1964. El cuerpo de su enemiga política, Eva Perón fue enterrada por sus
enemigos con nombre falso en Milán —ciudad donde Clotilde y su hijo Jorge
vivieron dos años para tratar los colgajos de su rostro destruido por el veneno
del desamor—: por lo que ambas mujeres fueron contemporáneas y padecieron las
cimientes del odio en carne propia.
Criminales contra el
talento
Honorio Pueyrredón (1876/1945) fue un destacado dirigente radical que
estuvo preso luego del golpe de estado de 1930 al mando de José Félix Uriburu.
Fue con sus huesos al Penal de Ushuaia en la provincia más austral del mundo en
Tierra del Fuego.
Se trata de un familiar dilecto de la ministra de Seguridad de la Nación,
Patricia Bullrich Luro Pueyrredón, que al cierre de esta crónica estará pasando
el Fin de Año y el comienzo de 2025 en Disney con sus nietos. “Ahorraron todo
un año y se los prometí”, justificó.
Milei
eligió una fotografía específica para despedir el año con una motosierra
en el centro y los rostros sonrientes de los miembros de su Gobierno
El vocero presidencial Manuel Adorni que gana unos 6 millones de pesos al
mes —mucho más que un centenar de pensiones mínimas— eligió Miami en
verano. Los hermanos Javier Gerardo y Karina Milei optaron por vacacionar en
Estados Unidos. Federico Sturzenegger estará en Dubai.
Su jefe Milei eligió una fotografía específica para despedir el año
con una motosierra en el centro y los rostros sonrientes de los miembros de su
Gobierno.
En las guerras entre unitarios y federales durante el siglo XIX era muy
común que entre los enemigos acérrimos llevaran a la práctica el degüello y
hasta la antropofagia. Algunos caciques pampas y ranqueles arrancaban el
corazón a los militares criollos que habían masacrado a sus familias.
En la invasión del Imperio del Brasil al puerto de Carmen de Patagones en
1827 el jefe de la expedición que había sido uno de los invasores ingleses de
1806 en Buenos Aires fue muerto de un tiro en la garganta que le atravesó el
cráneo. Mientras agonizaba en los pantanos le arrancaron el dedo con un anillo
de oro que defendió en vano a los mordiscones hasta morir sin cabeza.
Igual suerte tuvo el Coronel Federico Rauch en manos del jefe ranquel
Nicasio Maciel, que frenó el avance de su caballo boleándolo al trote y
lo degolló en el Combate de las Vizcacheras (actual General Belgrano en la
Provincia de Buenos Aires) en 1829. La osamenta de Rauch nunca fue encontrada.
Manuel Dorrego que
fuera gobernador de Buenos Aires murió fusilado por Juan Galo de Lavalle en
1827.
Lavalle murió de un
balazo que atravesó la cerradura de una casa en Jujuy en 1841. Sus restos
fueron llevados a Potosí. Ahora están en el Cementerio de la Recoleta con un
monumento imponente.
En cambio, la tumba
de Dorrego es tan sencilla y despojada que tambalea abandonada a metros de la
entrada.
La geografía del odio
penetra el paso del tiempo. Incluso puede ser filial. En España de 1933, Aurora
Rodríguez Carballeira asesinó a su propia hija de cuatro balazos, tres en la
cabeza. Hablaba de una supuesta “conspiración contra su escultura de carne”.
Así llamaba a su hija Hildegart Rodríguez Carballeira, una mujer prodigio que a
los 18 años había escrito 16 libros y más de 150 artículos en periódicos
masivos. Feminista, socialista y luego republicana federalista, Hildegart se
animó a contrariar en nombre de la libertad a su progenitora. Y al igual que
con el esqueleto de Rauch, lo propio sucedió con Aurora. Fue condenada a 26
años de prisión y estuvo internada en un hospital psiquiátrico. Murió de cáncer
en 1955. Sus restos fueron arrojados a una fosa común.
Uno de los primeros
testigos del ascenso intelectual de la niña prodigio Hildegart Rodríguez
Carballeira —llamada la Virgen Roja— fue el periodista y escritor Eduardo
de Guzmán, prohibido durante el franquismo. Recién en 1972 pudo ponerle
palabras a la historia de sangre de Aurora contra la vida de su hija Hildegart.
Todo derivó en una primera película que dirigió Fernando Fernán Gómez.
Guzmán era
esencialmente un periodista como Juan José de Soiza Reilly, olvidado por el
canon de la Academia.
“Se me acabó el
cuarto de hora” solía despedirse de Soiza Reilly hacia el fin de sus programas
radiales que dirigió durante 40 años.
Antes de morir en
marzo de 1959 ya había dejado de escribir. Hacía notas para sus guiones de
radio y se despedía exclamando: “Arriba los corazones”.
La música que escuché
mientras escribía:
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