UNA BUENA BORRACHA
NOVELA BEBIBLE. FRAGMENTOS
ESCOGIDOS
NATALIA CARRERO
De un golpe ser
líquida, no poderse incorporar simétrica, por qué Mónica bebe tanto y por qué a
escondidas. Qué la formateó en alcohólica anónima en su juventud y algo más
moderada en su madurez con hijas, hijos, parejas, un trabajo de menos de media
jornada y, sobre todo, rencores. Son tantas las afrentas cotidianas que podría
destilar una novela que no sabe que ya está escribiendo en un local prestado de
Aluche.
Cada vez que estoy
a punto de enviar un mensaje me pregunto si está todo bien, cuánto he bebido,
si me encuentro en mi eje, convencida de lo que estoy vendiendo. No he dicho
bebiendo pero ya se me ha pasado por la cabeza otra vez. Reviso el correo
recién escrito a velocidad del sistema que nos contiene guste o no guste, doy
el visto bueno y que le llegue al remitente, a ver si compra.
Pero un segundo
después de que mis últimas técnicas de la vendedora poco desesperada se hayan
desvanecido de la pantalla, regresa la duda. Un miedo irracional, con
reminiscencias a los sustos que recibí de una vez y para siempre de pequeña, al
obligarme mis hermanos a visionar películas de terror recién dobladas en los
años ochenta, Viernes 13 y La naranja mecánica son las violencias que más me
dañaron, el pánico se apodera de mí por unos instantes hasta que logro imponer
un rechazo cartesiano. Claro que voy bien, proclama mi voz más autoritaria,
desplazando a la insegura, aunque en el fondo esta última sabe que no es del
todo cierto porque en esta vida no hay nada estable, y la nave va.
Vuelvo a revisar el
mensaje, ahora en la bandeja de envíos. Su factura impecable supone un alivio,
me balanceo de contenta por unos segundos, no demasiados pues aún me quedan
ventas por ultimar, muchas sugerencias por escribir con el cuidado debido para
que nada lleve a equívocos o malos entendidos. Estos vaivenes que no controlo,
fluctuaciones que entremezclan hasta puntos exasperantes, el adjetivo es de
Félix, mi primer ex-amor romántico, no me avergüenza decirlo, reconvertido en
amigo para siempre, estos mareos que me pasean con más pena que gloria entre
los ámbitos profesional y anímico de mis días de mujer precipitada aunque no
quiera hacia este siglo veintiuno donde ya nos encontramos de pleno, me agarran
con frecuencia. Me obligan a pasar el día oscilando de un extremo al otro, que
si lo hago todo perfecto o todo fatal, como si no pudiera realizar cualquier
tarea de otra forma que no fuera ni totalmente bien ni totalmente mal sino
sencillamente normal, un poco de cada categoría para descategorizar otro poco
proporcional, valga la nefasta explicación o argumentación, y hasta tres o
cuatro gotas de lluvia que cae o de suspiro que comienza si se desea, lo que
surja según el momento o las circunstancias. Estas últimas, ah, las
circunstancias, las mujeres y las circunstancias que las impulsaron a beber un
poco más de la cuenta, tendrían tanto que aportar.
Cómo alcanzar la
perfecta irregularidad de la normalidad, la aceptación de esto es lo que hay,
esto es lo que somos, que tanto deseo. Obligada a permanecer en la cuerda
demasiado floja, puede que debido al vicio de la bebida, lo reconozco, no
consigo disfrutar de algún tramo de sosiego de más de veinticuatro horas. Y
empiezo a resentirme. Me siento cansada y gastada.
Si quiero ingresos
mensuales debo responder por correo electrónico las quince o veinte peticiones
de compra que diariamente van llegando desde enero, desde que encontré, sin
airearlo demasiado por tratarse de mi primera incursión en el mundo de las
profesiones supuestamente libres, este filón laboral donde por fin encajaban mi
instinto para crear deseos de compra y mi necesidad de aportar dinero a la casa
de locos donde convivimos como podemos seis personas de hasta tres
generaciones. Cuento tres porque el otro día supe por Ana, la pequeña, que ella
no es milenial como Susana y Leo sino que pertenece a una generación distinta.
La suya es la generación T, no sé si de tecnológica o de táctil; puede que de
tecnocracia.
Haber pasado
demasiado tiempo en la parte de la sociedad que no produce dinero, en el piso
familiar sin hipoteca, y encima ser mujer, beber bastante, convertirme en madre
de hijos e hijas y en ex de algunos tipos por los que he llorado tanto como he
reído me ha convertido en una amargada para mí y una acomodada algo
insoportable para las personas de mi entorno. Por su parte, la clase
trabajadora de verdad, la que suda y no puede pensar ni un segundo en ese
lamento o desintoxicación corporal que le sale por los poros debido al esfuerzo
que este sistema de explotación desvergonzada infravalora; toda esa masa de
gente explotada, fragmentada e invisible que desde donde escribo, hoy
excepcionalmente en mi rincón, casi nadie suele tener en cuenta, acertaría al
considerarme otra rica que ahoga su ocio en alcohol, alguien no merecedora de
atención. Nada comparable podría yo alegar en esta indefensión moral en la que
me encuentro abocada desde tiempo inmemorial. Haber pasado demasiado tiempo en
la parte de la sociedad que no produce dinero, en el piso familiar sin
hipoteca, y encima ser mujer, beber bastante, haber tenido hijos e hijas,
además de algunos cambios de pareja un tanto tragicómicos, me ha convertido en
una amargada para mí y una acomodada para las personas de mi entorno. Por su
parte, la clase trabajadora de verdad, la que suda y no puede pensar ni en ese lamento
o desintoxicación corporal que sale por los poros debido al esfuerzo
infravalorado, acertaría al considerarme de un plumazo otra rica ociosa que
ahoga sus ridiculeces en alcohol, alguien no merecedora de atención. Nada
comparable podría yo alegar en mi indefensión; como si nunca hubiera criado,
cuidado y educado a menores dependientes, hijas e hijos salidos de mi cuerpo
por cesárea y del cuerpo de otras mujeres, por la ranura que fuera; como si
nunca hubiera cohabitado con hombres contemporáneos incapaces de ver el
cuchillo cuando lo tienen delante, en la encimera junto al trapo de cuadros;
como si nunca hubiera niquelado los baños, redondeado las compras, bordado la
resolución de conflictos entre hermanastras y hermanastros; organizado
cualquier acontecimiento destinado, en teoría, al bienestar.
Ah, y por qué no
escribo malestar. Eso, por qué no lo llamamos por el nombre que siempre tuvo,
desde tiempo inmemorial; estoy pensando en la invención del fuego a partir de
una chispa de luz y esperanza. Por qué no lo llamamos nosotras también, las
mujeres ociosas de la clase supuestamente acomodada, malestar, malestar, este
malestar.
El malestar de la
sociedad del bienestar.
Harta de ser
considerada una “que siempre ha vivido de sus parejas”, como oí ventilar a mi
tío Elio en la última comilona de Navidad donde me vieron el pelo, homosexual
que salió del armario a los cuarenta años siguiendo el dictado de los tiempos,
o mejor dicho sintiéndome ofendida hasta las cejas, y de paso reconozco que
también iba algo pasada de cervezas, tomé la abrupta decisión de anunciar en
los postres que inauguraría el año con un cambio de estatus, al menos, ante los
ojos del entorno socialateoinmovilista donde había tenido la fortuna de nacer,
educarme y deseducarme hasta convertirme en esta que ahora se recreaba con la
palabra pública que por fin se había atrevido a tomar. Quién me había visto y
quién me veía ahora, la introvertida metamorfoseada en reina de las palabras a
la hora de los postres. Y así fue como me lancé en la edad madura en brazos de
la anhelada vida laboral.
El tío Elio
callado, admirado y grabando las montañas de cacao en polvo del tiramisú con el
móvil, y yo anunciando que en el nuevo año, pues vida nueva y estatus de lujo.
Ya verían cuánto dinero ganaría y qué haría con él, aunque esto último aún no
lo había pensado. Nunca más ser tratada como una de las que no cuentan, una de
esas pijas y encima ociosa, lo peor de lo peor. Trabajaría, ganaría dinero, y
ya veríamos qué sería entonces de mí, cómo vería entonces la vida.
La idea de la
compra-venta a pequeña escala a la que me dedico con bastante éxito desde enero
procede de Lola, diseñadora de joyas con taller en un sótano rehabilitado del
barrio. Ella me dio el espaldarazo definitivo para erigirme en una mujer
emprendedora, como acababa de hacer su prima. Por esas fechas el Ayuntamiento
publicitaba facilidades para que las mujeres con hijos e hijas saliéramos
arregladas de casa rumbo a una oficina, taller, local o sótano rehabilitado
como el de Lola, inundado de madera sueca. No llegué a cumplimentar ningún
impreso pero con el tiempo, las centrifugaciones mentales y otras peripecias de
una mujer con tanta familia propia e impropia como la mía, más de una noche me
adormecí sopesando lo de la compra-venta a través de las plataformas que si
Lola dominaba yo también podría aprender a utilizar, y no sé por qué motivo el
tránsito para dejar de ser la que siempre está en casa a disposición del
personal más querido y odiado me fue resultando más sencilla de lo que había
considerado en un principio. ¿Llegaría yo también, como Lola y su prima,
empresarias emprendedoras, a la cifra mitificada de los ochocientos euros mes?
Con seiscientos llegué a proyectarme idiotamente feliz, como introducida en la
piel de otra vida desde luego que mucho mejor, pura belleza llena de sorpresas,
una nueva vida, nueva talla de cintura y nuevo talante, sin amarguras, con
alergia no al polen sino a todas las cocinas empezando por lavavajillas, dotada
de un apresto que ni el atuendo de corte más elegante de cualquier notable
empresaria, chin chin chin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario