lunes, 7 de octubre de 2019

UNA BUENA BORRACHA


UNA BUENA BORRACHA
NOVELA BEBIBLE. FRAGMENTOS ESCOGIDOS
NATALIA CARRERO
De un golpe ser líquida, no poderse incorporar simétrica, por qué Mónica bebe tanto y por qué a escondidas. Qué la formateó en alcohólica anónima en su juventud y algo más moderada en su madurez con hijas, hijos, parejas, un trabajo de menos de media jornada y, sobre todo, rencores. Son tantas las afrentas cotidianas que podría destilar una novela que no sabe que ya está escribiendo en un local prestado de Aluche.

Cada vez que estoy a punto de enviar un mensaje me pregunto si está todo bien, cuánto he bebido, si me encuentro en mi eje, convencida de lo que estoy vendiendo. No he dicho bebiendo pero ya se me ha pasado por la cabeza otra vez. Reviso el correo recién escrito a velocidad del sistema que nos contiene guste o no guste, doy el visto bueno y que le llegue al remitente, a ver si compra.


Pero un segundo después de que mis últimas técnicas de la vendedora poco desesperada se hayan desvanecido de la pantalla, regresa la duda. Un miedo irracional, con reminiscencias a los sustos que recibí de una vez y para siempre de pequeña, al obligarme mis hermanos a visionar películas de terror recién dobladas en los años ochenta, Viernes 13 y La naranja mecánica son las violencias que más me dañaron, el pánico se apodera de mí por unos instantes hasta que logro imponer un rechazo cartesiano. Claro que voy bien, proclama mi voz más autoritaria, desplazando a la insegura, aunque en el fondo esta última sabe que no es del todo cierto porque en esta vida no hay nada estable, y la nave va.

Vuelvo a revisar el mensaje, ahora en la bandeja de envíos. Su factura impecable supone un alivio, me balanceo de contenta por unos segundos, no demasiados pues aún me quedan ventas por ultimar, muchas sugerencias por escribir con el cuidado debido para que nada lleve a equívocos o malos entendidos. Estos vaivenes que no controlo, fluctuaciones que entremezclan hasta puntos exasperantes, el adjetivo es de Félix, mi primer ex-amor romántico, no me avergüenza decirlo, reconvertido en amigo para siempre, estos mareos que me pasean con más pena que gloria entre los ámbitos profesional y anímico de mis días de mujer precipitada aunque no quiera hacia este siglo veintiuno donde ya nos encontramos de pleno, me agarran con frecuencia. Me obligan a pasar el día oscilando de un extremo al otro, que si lo hago todo perfecto o todo fatal, como si no pudiera realizar cualquier tarea de otra forma que no fuera ni totalmente bien ni totalmente mal sino sencillamente normal, un poco de cada categoría para descategorizar otro poco proporcional, valga la nefasta explicación o argumentación, y hasta tres o cuatro gotas de lluvia que cae o de suspiro que comienza si se desea, lo que surja según el momento o las circunstancias. Estas últimas, ah, las circunstancias, las mujeres y las circunstancias que las impulsaron a beber un poco más de la cuenta, tendrían tanto que aportar.


Cómo alcanzar la perfecta irregularidad de la normalidad, la aceptación de esto es lo que hay, esto es lo que somos, que tanto deseo. Obligada a permanecer en la cuerda demasiado floja, puede que debido al vicio de la bebida, lo reconozco, no consigo disfrutar de algún tramo de sosiego de más de veinticuatro horas. Y empiezo a resentirme. Me siento cansada y gastada.

Si quiero ingresos mensuales debo responder por correo electrónico las quince o veinte peticiones de compra que diariamente van llegando desde enero, desde que encontré, sin airearlo demasiado por tratarse de mi primera incursión en el mundo de las profesiones supuestamente libres, este filón laboral donde por fin encajaban mi instinto para crear deseos de compra y mi necesidad de aportar dinero a la casa de locos donde convivimos como podemos seis personas de hasta tres generaciones. Cuento tres porque el otro día supe por Ana, la pequeña, que ella no es milenial como Susana y Leo sino que pertenece a una generación distinta. La suya es la generación T, no sé si de tecnológica o de táctil; puede que de tecnocracia.

Haber pasado demasiado tiempo en la parte de la sociedad que no produce dinero, en el piso familiar sin hipoteca, y encima ser mujer, beber bastante, convertirme en madre de hijos e hijas y en ex de algunos tipos por los que he llorado tanto como he reído me ha convertido en una amargada para mí y una acomodada algo insoportable para las personas de mi entorno. Por su parte, la clase trabajadora de verdad, la que suda y no puede pensar ni un segundo en ese lamento o desintoxicación corporal que le sale por los poros debido al esfuerzo que este sistema de explotación desvergonzada infravalora; toda esa masa de gente explotada, fragmentada e invisible que desde donde escribo, hoy excepcionalmente en mi rincón, casi nadie suele tener en cuenta, acertaría al considerarme otra rica que ahoga su ocio en alcohol, alguien no merecedora de atención. Nada comparable podría yo alegar en esta indefensión moral en la que me encuentro abocada desde tiempo inmemorial. Haber pasado demasiado tiempo en la parte de la sociedad que no produce dinero, en el piso familiar sin hipoteca, y encima ser mujer, beber bastante, haber tenido hijos e hijas, además de algunos cambios de pareja un tanto tragicómicos, me ha convertido en una amargada para mí y una acomodada para las personas de mi entorno. Por su parte, la clase trabajadora de verdad, la que suda y no puede pensar ni en ese lamento o desintoxicación corporal que sale por los poros debido al esfuerzo infravalorado, acertaría al considerarme de un plumazo otra rica ociosa que ahoga sus ridiculeces en alcohol, alguien no merecedora de atención. Nada comparable podría yo alegar en mi indefensión; como si nunca hubiera criado, cuidado y educado a menores dependientes, hijas e hijos salidos de mi cuerpo por cesárea y del cuerpo de otras mujeres, por la ranura que fuera; como si nunca hubiera cohabitado con hombres contemporáneos incapaces de ver el cuchillo cuando lo tienen delante, en la encimera junto al trapo de cuadros; como si nunca hubiera niquelado los baños, redondeado las compras, bordado la resolución de conflictos entre hermanastras y hermanastros; organizado cualquier acontecimiento destinado, en teoría, al bienestar.

Ah, y por qué no escribo malestar. Eso, por qué no lo llamamos por el nombre que siempre tuvo, desde tiempo inmemorial; estoy pensando en la invención del fuego a partir de una chispa de luz y esperanza. Por qué no lo llamamos nosotras también, las mujeres ociosas de la clase supuestamente acomodada, malestar, malestar, este malestar.

El malestar de la sociedad del bienestar.

Harta de ser considerada una “que siempre ha vivido de sus parejas”, como oí ventilar a mi tío Elio en la última comilona de Navidad donde me vieron el pelo, homosexual que salió del armario a los cuarenta años siguiendo el dictado de los tiempos, o mejor dicho sintiéndome ofendida hasta las cejas, y de paso reconozco que también iba algo pasada de cervezas, tomé la abrupta decisión de anunciar en los postres que inauguraría el año con un cambio de estatus, al menos, ante los ojos del entorno socialateoinmovilista donde había tenido la fortuna de nacer, educarme y deseducarme hasta convertirme en esta que ahora se recreaba con la palabra pública que por fin se había atrevido a tomar. Quién me había visto y quién me veía ahora, la introvertida metamorfoseada en reina de las palabras a la hora de los postres. Y así fue como me lancé en la edad madura en brazos de la anhelada vida laboral.

El tío Elio callado, admirado y grabando las montañas de cacao en polvo del tiramisú con el móvil, y yo anunciando que en el nuevo año, pues vida nueva y estatus de lujo. Ya verían cuánto dinero ganaría y qué haría con él, aunque esto último aún no lo había pensado. Nunca más ser tratada como una de las que no cuentan, una de esas pijas y encima ociosa, lo peor de lo peor. Trabajaría, ganaría dinero, y ya veríamos qué sería entonces de mí, cómo vería entonces la vida.

La idea de la compra-venta a pequeña escala a la que me dedico con bastante éxito desde enero procede de Lola, diseñadora de joyas con taller en un sótano rehabilitado del barrio. Ella me dio el espaldarazo definitivo para erigirme en una mujer emprendedora, como acababa de hacer su prima. Por esas fechas el Ayuntamiento publicitaba facilidades para que las mujeres con hijos e hijas saliéramos arregladas de casa rumbo a una oficina, taller, local o sótano rehabilitado como el de Lola, inundado de madera sueca. No llegué a cumplimentar ningún impreso pero con el tiempo, las centrifugaciones mentales y otras peripecias de una mujer con tanta familia propia e impropia como la mía, más de una noche me adormecí sopesando lo de la compra-venta a través de las plataformas que si Lola dominaba yo también podría aprender a utilizar, y no sé por qué motivo el tránsito para dejar de ser la que siempre está en casa a disposición del personal más querido y odiado me fue resultando más sencilla de lo que había considerado en un principio. ¿Llegaría yo también, como Lola y su prima, empresarias emprendedoras, a la cifra mitificada de los ochocientos euros mes? Con seiscientos llegué a proyectarme idiotamente feliz, como introducida en la piel de otra vida desde luego que mucho mejor, pura belleza llena de sorpresas, una nueva vida, nueva talla de cintura y nuevo talante, sin amarguras, con alergia no al polen sino a todas las cocinas empezando por lavavajillas, dotada de un apresto que ni el atuendo de corte más elegante de cualquier notable empresaria, chin chin chin.

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