sábado, 26 de octubre de 2019

FELISA EN SU MUDANZA: LA HISTORIA CONFIDENCIAL

                                                         
FELISA EN SU MUDANZA: LA 
HISTORIA CONFIDENCIAL
 Mª BEATRIZ HERNANDEZ PEREZ
FACULTAD HUMANIDADES ULL                   
Como sabemos, muchos son los libros que nos descubren dimensiones desconocidas mediante fulgurantes piruetas estilísticas; que nos pueden elevar sobre páginas vertiginosas en las que parece un milagro que la tinta aún quede prendida del papel. Hay otros, sin embargo, en los que el alma en vilo se puede posar, libros-nido que son un lugar, una casa, nuestro mejor hábito. Son estos libros de entendimiento; libros que tienen el perfume de lo conocido.
Así es este Felisa en su mudanza, la tercera novela de Candelaria Pérez Galván. Tras discurrir por la experimentación formal y temática que supuso El cazador de la inocencia y por la sobriedad casi esencialista de Pájaros sin cielo, la autora muda ella misma para darnos una obra que se deja acariciar. Cualquiera que lea Felisa en su mudanza podrá comprobar su principal cualidad: es sólida, de base ancha, está bien pegada al suelo, derrochando una amplitud por la que se nos invita a pasear una y otra vez. Porque la obra habla de paseos y movimientos, de entradas y salidas constantes, del tránsito y la ocupación de espacios propios y ajenos y de la traducción que hemos de hacer de nosotras mismas en cada momento. Tanto es así que la mudanza se acaba convirtiendo aquí no solo en una circunstancia, sino en un estadio permanente en cuya perennidad se termina consintiendo y confiando.

La lectura va fermentado así poco a poco, plagada de momentos distintos y deliciosos: efectivamente, la novela descansa sobre nada menos que sesenta minúsculos capítulos que apuntalan el desarrollo temporal de la historia, cada uno de ellos esencial para la comprensión de la pequeña comunidad que se nos presenta. No hay un gran desarrollo temporal, pues la historia se despliega a lo largo de unos cuantos meses. Sin embargo, en ella cada detalle resulta decisivo, incluso aquellos momentos que intuimos, fugaces y cazados al vuelo con un adjetivo o una interjección… Cada capítulo responde y se engarza en la línea argumental principal, la de Felisa, una mujer que, al quedarse viuda, decide seguir el consejo de su hermana y trasladarse del campo a la ciudad –donde aquella la espera– junto a sus dos criaturas: Came, la mayor, y Sito, el más chico. En este trasiego, la línea temporal básica no es rígida, pues pronto empieza a hacerse a la curvatura de la esfera de un reloj, acompasada por esos sesenta minutos o pequeños capítulos, al final de los cuales se habrá efectuado la mudanza de estos personajes. No es el de Felisa el cuento de una Cenicienta a la que las doce campanadas devuelven a una triste realidad: al final de estos sesenta momentos, cuando en la esfera se leen las en punto y se cierra la lectura, confirmamos que el viaje apenas ha empezado.

La cualidad cíclica de la obra proviene, por un lado, de esos destellos poéticos que emite cada fragmento, al irse abriendo a otros personajes supuestamente secundarios que iluminan el camino mayor de Felisa. Por otro lado, también, de los ecos ancestrales que nos traen las voces de Felisa y Encarnación. Las dos hermanas comparten una condición básica que trasladan a su vez al resto de personajes, como vínculo social indispensable con el que empezar a convivir. Como sabemos, la autora dedica este libro a las mujeres migrantes: estas, al no hacer otra cosa que seguir el rastro de otras mujeres antes, son la garantía de que se podrá superar cualquier contratiempo; en todos los tiempos. Es este, por tanto, un libro esperanzado y esperanzador en el que el ciclo al que asistimos es tan viejo como la propia hermandad por la que nuestra autora se atreve a apostar.


Esta fraternidad se despliega, de manera coral, entre gente corriente del campo y la ciudad, la que habita en los primeros barrios que se construyen alrededor de una refinería, de un puerto o una empaquetadora. La autora nos traslada, con Felisa, del entorno campesino de un caserío del Sur (La Cumbrera) a la capital, esa Rada que se yergue como un fantasmagórico monstruo que –en la imaginación de la niña que la ve abrir sus fauces desde la parte trasera del camión en que hacen el traslado– está a punto de engullirlas. Pero en el vientre de esta ballena viven otros inquilinos como Felisa; mujeres en su mayoría, madres que intentan salir adelante con sus hijos, o jóvenes que todavía se creen empezando a vivir, dispuestas a aprender; que trabajan tras la barra de un bar o estudian en academias; jóvenes, en otras ocasiones, que intentan escapar de la violencia familiar que también se ha trasladado a la ciudad. Gente corriente cuyos nombres reconocemos, familiares, desgastados ya por el uso de generaciones, y aún poderosos: Demetria, Indalecio, Mercedes, Gregorio, Sinesio, Sandalio, Nerea, Servando, don Zoilo, Armenia, Lolito y Ramiro, Reparo y Fefé, Celina, Onofre o Emelina.

La autora ha escogido este momento de fines de los cincuenta para hacer un recorrido vital y personal por el movimiento de migración interior que tuvo lugar en las islas y que ella misma experimentó. Bien sabemos que la marca de la emigración está presente en la memoria de cualquier familia canaria: no ya la de la marcha a Cuba, Venezuela o la Península, sino la cicatriz menor, casi invisible, del paso del campo a la ciudad de miles de familias humildes. En los álbumes fotográficos de cada una de ellas se constata el paso casi inefable de lo rural a lo urbano. En esta novela se abre ese álbum de fotos para adivinar la relación entre los retratados. Nuestra autora da vida así a cada una de las fotografías que han quedado grabadas en el inconsciente de estas generaciones a medida que se han ido mudando: la del momento mismo de tener que dejar la casa en que una se ha criado, la de la reunión de las amigas en el cuarto o el taller de costura, la del trasiego del bar en que se trabaja, la de la presencia invisible y peligrosa del tráfico, la del paseo por el parque, sucedáneo de lujo de los caminos que habría que andar en el campo de jóvenes.

La propia voz narrativa participa del estilo con que se conducen los personajes: es la de la confidencia menor que se hace casi de forma inconsciente a las amigas; con ella se van zurciendo las vidas, muchas veces rotas, de estos personajes, para mostrárnoslos nuevos, capaces de aguantar otra ronda. Cada uno de estos retratos es de una intensidad poética que ya reconocemos como sello maestro de la autora. Se percibe especialmente la voluntad de simplicidad, la búsqueda de términos del habla popular, que se mezclan de forma natural con algún discreto cultismo que da un aroma equilibrado a las descripciones; así lo vemos, por ejemplo, cuando se nos presenta el barrio de La Suerte:

           “[…] casitas terreras alineadas en calles estrechas y sin asfaltar que convergían
           en eufemísticas placitas terrosas plantadas de un solo laurel de Indias en
           medio”;

O cuando se nos describe la decisión de Servando de no tener contemplaciones con Encarnación:

          Servando cortó el grifo, a su manera, como él sabía; sin conversaciones, ni
          reprensiones aderezadas de amenazas y manos alzadas; solo con frases de su
         puño y letra preciosista, transpiradas de tinta biliosa.

La autora capta en dos pinceladas y con las palabras justas aquellos dolores que quedan anclados en cada uno de los personajes, y que los definen, como ocurre con la breve referencia a la madre de Gregorio:
        
       Su madre, sin embargo,  que lo había estado animando a que se fuera desde que
      cumplió la edad, para alejarlo de un padre que, incluso de viejo, seguía
      doblegándolo entre sus dedos enconados como a una pieza de cestería aborrecida,
      creía que este hijo único no se había marchado para no dejarla sola con aquel
      hombre que a ella, también, hasta hacía poco, la había doblegado a golpes cortos
      de vara mimbrera y de cachetadas con el revés de la mano.

Otros personajes aparecen más mimados, y se les da rienda suelta, ya que van a ser el foco sensible desde el que se proyecte alguna de las historias. Es ese el caso de la niña, a la que se presenta en el campo desde el principio, una vez muerto el padre, como un ser voluntarioso.

       Came cruzó el patio despacio y con desgana; pero en cuanto salió al camino,
       aceleró el paso. A aquellas horas, el aire frío del monte cercano le agujeteó la
      cara, y ella lo buscó con las aletas de la nariz bien abiertas, para que se le metiera
      hasta el fondo y le calmara aquel pesar que sentía cada día al separarse de su
      madre, sobre todo, desde que él no estaba. El sol andaba a unos cuantos palmos del
      horizonte; y la niña, como hacía cada mañana de cielo despejado, se puso la mano
     de visera para contemplarlo y asegurarse de su esplendor.

Esta voz narrativa tampoco duda en cambiar desde la perspectiva de la niña a la de la propia Felisa, Fefé o Servando; es una voz que sabe también ceder ante la elocuencia gráfica de los diálogos que rematan muchas de las escenas, como vemos en esta en que Felisa y Encarnación por fin pueden quedarse un rato solas tras la mudanza, y empiezan a recordar su juventud:

        Como si con las manos de costureras expertas retiraran cuidadosamente un tupido
        velo pespunteado sobre sus corazones extrañados por la distancia y el tiempo, la
        conversación entre Encarnación y Felisa se fue llenado de risas, respingos,
        palmadas y otros gestos de reconocimiento gestual… ¿Y tú te acuerdas, Felisa,
       cuando sacábamos las sillas y nos comíamos la tortilla sentadas en el patio, que
       nos daba el sol en todo el jocico como si fuéramos dos extranjeras? ¡Mira que
       éramos bobas!

La autora se deleita en echar a rodar este crisol generacional, dando la vuelta al rumbo de la historia, anunciando las promesas que aún en esas décadas están por llegar. Se mueve con holgura y elegancia entre las escenas costumbristas y el realismo más oscuro, tratando con inconmensurable generosidad y belleza a sus personajes: como Gregorio que trenza cestos, como Felisa que cose, como Encarnación que teje su tela de amores entre los puntos más distantes del tiempo y el espacio, esta es una historia tejida, escrita para abrigarnos.

                                                                                            Mª Beatriz Hernández Pérez
                                                                                                               Facultad Humanidades ULL




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