FELISA EN SU MUDANZA: LA
HISTORIA CONFIDENCIAL
HISTORIA CONFIDENCIAL
Mª BEATRIZ
HERNANDEZ PEREZ
FACULTAD
HUMANIDADES ULL
Como sabemos, muchos son los libros que nos descubren
dimensiones desconocidas mediante fulgurantes piruetas estilísticas; que nos
pueden elevar sobre páginas vertiginosas en las que parece un milagro que la
tinta aún quede prendida del papel. Hay otros, sin embargo, en los que el alma
en vilo se puede posar, libros-nido que son un lugar, una casa, nuestro mejor
hábito. Son estos libros de entendimiento; libros que tienen el perfume de lo
conocido.
Así es este Felisa en su
mudanza, la tercera novela de Candelaria Pérez Galván. Tras discurrir por
la experimentación formal y temática que supuso El cazador de la inocencia y por la sobriedad casi esencialista de Pájaros sin cielo, la autora muda ella
misma para darnos una obra que se deja acariciar. Cualquiera que lea Felisa en su mudanza podrá comprobar su
principal cualidad: es sólida, de base ancha, está bien pegada al suelo,
derrochando una amplitud por la que se nos invita a pasear una y otra vez.
Porque la obra habla de paseos y movimientos, de entradas y salidas constantes,
del tránsito y la ocupación de espacios propios y ajenos y de la traducción que
hemos de hacer de nosotras mismas en cada momento. Tanto es así que la mudanza
se acaba convirtiendo aquí no solo en una circunstancia, sino en un estadio
permanente en cuya perennidad se termina consintiendo y confiando.
La lectura va fermentado así poco a poco, plagada de momentos
distintos y deliciosos: efectivamente, la novela descansa sobre nada menos que
sesenta minúsculos capítulos que apuntalan el desarrollo temporal de la
historia, cada uno de ellos esencial para la comprensión de la pequeña
comunidad que se nos presenta. No hay un gran desarrollo temporal, pues la
historia se despliega a lo largo de unos cuantos meses. Sin embargo, en ella
cada detalle resulta decisivo, incluso aquellos momentos que intuimos, fugaces
y cazados al vuelo con un adjetivo o una interjección… Cada capítulo responde y
se engarza en la línea argumental principal, la de Felisa, una mujer que, al
quedarse viuda, decide seguir el consejo de su hermana y trasladarse del campo
a la ciudad –donde aquella la espera– junto a sus dos criaturas: Came, la
mayor, y Sito, el más chico. En este trasiego, la línea temporal básica no es
rígida, pues pronto empieza a hacerse a la curvatura de la esfera de un reloj,
acompasada por esos sesenta minutos o pequeños capítulos, al final de los
cuales se habrá efectuado la mudanza de estos personajes. No es el de Felisa el
cuento de una Cenicienta a la que las doce campanadas devuelven a una triste
realidad: al final de estos sesenta momentos, cuando en la esfera se leen las
en punto y se cierra la lectura, confirmamos que el viaje apenas ha empezado.
La cualidad cíclica de la obra proviene, por un lado, de esos
destellos poéticos que emite cada fragmento, al irse abriendo a otros
personajes supuestamente secundarios que iluminan el camino mayor de Felisa.
Por otro lado, también, de los ecos ancestrales que nos traen las voces de
Felisa y Encarnación. Las dos hermanas comparten una condición básica que
trasladan a su vez al resto de personajes, como vínculo social indispensable
con el que empezar a convivir. Como sabemos, la autora dedica este libro a las mujeres
migrantes: estas, al no hacer otra cosa que seguir el rastro de otras mujeres
antes, son la garantía de que se podrá superar cualquier contratiempo; en todos
los tiempos. Es este, por tanto, un libro esperanzado y esperanzador en el que
el ciclo al que asistimos es tan viejo como la propia hermandad por la que
nuestra autora se atreve a apostar.
Esta fraternidad se despliega, de manera coral, entre gente
corriente del campo y la ciudad, la que habita en los primeros barrios que se
construyen alrededor de una refinería, de un puerto o una empaquetadora. La
autora nos traslada, con Felisa, del entorno campesino de un caserío del Sur
(La Cumbrera) a la capital, esa Rada que se yergue como un fantasmagórico
monstruo que –en la imaginación de la niña que la ve abrir sus fauces desde la
parte trasera del camión en que hacen el traslado– está a punto de engullirlas.
Pero en el vientre de esta ballena viven otros inquilinos como Felisa; mujeres
en su mayoría, madres que intentan salir adelante con sus hijos, o jóvenes que
todavía se creen empezando a vivir, dispuestas a aprender; que trabajan tras la
barra de un bar o estudian en academias; jóvenes, en otras ocasiones, que
intentan escapar de la violencia familiar que también se ha trasladado a la
ciudad. Gente corriente cuyos nombres reconocemos, familiares, desgastados ya por
el uso de generaciones, y aún poderosos: Demetria, Indalecio, Mercedes,
Gregorio, Sinesio, Sandalio, Nerea, Servando, don Zoilo, Armenia, Lolito y
Ramiro, Reparo y Fefé, Celina, Onofre o Emelina.
La autora ha escogido este momento de fines de los cincuenta
para hacer un recorrido vital y personal por el movimiento de migración
interior que tuvo lugar en las islas y que ella misma experimentó. Bien sabemos
que la marca de la emigración está presente en la memoria de cualquier familia
canaria: no ya la de la marcha a Cuba, Venezuela o la Península, sino la
cicatriz menor, casi invisible, del paso del campo a la ciudad de miles de
familias humildes. En los álbumes fotográficos de cada una de ellas se constata
el paso casi inefable de lo rural a lo urbano. En esta novela se abre ese álbum
de fotos para adivinar la relación entre los retratados. Nuestra autora da vida
así a cada una de las fotografías que han quedado grabadas en el inconsciente
de estas generaciones a medida que se han ido mudando: la del momento mismo de
tener que dejar la casa en que una se ha criado, la de la reunión de las amigas
en el cuarto o el taller de costura, la del trasiego del bar en que se trabaja,
la de la presencia invisible y peligrosa del tráfico, la del paseo por el
parque, sucedáneo de lujo de los caminos que habría que andar en el campo de
jóvenes.
La propia voz narrativa participa del estilo con que se conducen
los personajes: es la de la confidencia menor que se hace casi de forma
inconsciente a las amigas; con ella se van zurciendo las vidas, muchas veces
rotas, de estos personajes, para mostrárnoslos nuevos, capaces de aguantar otra
ronda. Cada uno de estos retratos es de una intensidad poética que ya reconocemos
como sello maestro de la autora. Se percibe especialmente la voluntad de
simplicidad, la búsqueda de términos del habla popular, que se mezclan de forma
natural con algún discreto cultismo que da un aroma equilibrado a las
descripciones; así lo vemos, por ejemplo, cuando se nos presenta el barrio de
La Suerte:
“[…]
casitas terreras alineadas en calles estrechas y sin asfaltar que convergían
en eufemísticas
placitas terrosas plantadas de un solo laurel de Indias en
medio”;
O cuando se nos describe la decisión de Servando de no tener
contemplaciones con Encarnación:
Servando cortó el grifo, a su manera,
como él sabía; sin conversaciones, ni
reprensiones aderezadas de amenazas y
manos alzadas; solo con frases de su
puño y letra preciosista, transpiradas
de tinta biliosa.
La autora capta en dos pinceladas y con las palabras justas
aquellos dolores que quedan anclados en cada uno de los personajes, y que los
definen, como ocurre con la breve referencia a la madre de Gregorio:
Su madre, sin embargo, que lo había estado animando a que se fuera
desde que
cumplió la edad, para alejarlo de un
padre que, incluso de viejo, seguía
doblegándolo entre sus dedos enconados
como a una pieza de cestería aborrecida,
creía que este hijo único no se había
marchado para no dejarla sola con aquel
hombre que a ella, también, hasta hacía
poco, la había doblegado a golpes cortos
de vara mimbrera y de cachetadas con el
revés de la mano.
Otros personajes aparecen más mimados, y se les da rienda
suelta, ya que van a ser el foco sensible desde el que se proyecte alguna de
las historias. Es ese el caso de la niña, a la que se presenta en el campo
desde el principio, una vez muerto el padre, como un ser voluntarioso.
Came cruzó el patio despacio y con
desgana; pero en cuanto salió al camino,
aceleró el paso. A aquellas horas, el
aire frío del monte cercano le agujeteó la
cara, y ella lo buscó con las aletas de
la nariz bien abiertas, para que se le metiera
hasta el fondo y le calmara aquel pesar
que sentía cada día al separarse de su
madre, sobre todo, desde que él no
estaba. El sol andaba a unos cuantos palmos del
horizonte; y la niña, como hacía cada
mañana de cielo despejado, se puso la mano
de visera para contemplarlo y asegurarse
de su esplendor.
Esta voz narrativa tampoco duda en cambiar desde la perspectiva
de la niña a la de la propia Felisa, Fefé o Servando; es una voz que sabe
también ceder ante la elocuencia gráfica de los diálogos que rematan muchas de
las escenas, como vemos en esta en que Felisa y Encarnación por fin pueden
quedarse un rato solas tras la mudanza, y empiezan a recordar su juventud:
Como si con las manos de costureras
expertas retiraran cuidadosamente un tupido
velo pespunteado sobre sus corazones
extrañados por la distancia y el tiempo, la
conversación entre Encarnación y Felisa
se fue llenado de risas, respingos,
palmadas y otros gestos de reconocimiento
gestual… ¿Y tú te acuerdas, Felisa,
cuando sacábamos las sillas y nos
comíamos la tortilla sentadas en el patio, que
nos daba el sol en todo el jocico como
si fuéramos dos extranjeras? ¡Mira que
éramos bobas!
La autora se deleita en echar a rodar este crisol generacional,
dando la vuelta al rumbo de la historia, anunciando las promesas que aún en
esas décadas están por llegar. Se mueve con holgura y elegancia entre las
escenas costumbristas y el realismo más oscuro, tratando con inconmensurable
generosidad y belleza a sus personajes: como Gregorio que trenza cestos, como
Felisa que cose, como Encarnación que teje su tela de amores entre los puntos
más distantes del tiempo y el espacio, esta es una historia tejida, escrita
para abrigarnos.
Mª
Beatriz Hernández Pérez
Facultad
Humanidades ULL
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