¿QUÉ ES LA SEDICIÓN?
ENRIC UCELAY-DA CAL
El proceso al
procés, tras sus prolegómenos en 2017-2018, se realizó en la Sala Segunda de lo
Penal del Tribunal Supremo y fue televisado entre febrero y junio del presente
año. Como pudieron confirmar los espectadores, la causa se fundamentó en un
concepto base: la “sedición”. Resulta un fundamento frágil, por la ambigüedad
propia de la idea, una indeterminación que en nada facilita la precisión
terminológica que requiere la tradición del derecho romano, en el cual los
hechos dilucidados se ajustan a la abstracción que dicta la ley.
“Sedición” tiene
una fuerte presencia en el derecho anglosajón, siempre con intención represiva,
desde mediados del siglo XVII, y con énfasis en la etapa de nerviosismo frente
a la propagación de la revolución francesa. Son leyes explícitas, desde el
Sedition Act inglés de 1661, hasta el Seditious Meeting Act de 1795 en Gran
Bretaña y los Alien and Sedition Acts de 1798 en Estados Unidos. El derecho
español es menos concreto, y el tema forma parte del articulado del código
penal. Si miramos en los diccionarios, pongamos por caso el Diccionario de la
Lengua Española de la Real Academia, hay dos planteamientos que coinciden, sin
ser lo mismo: instigar de modo directo un tumulto, una algarada callejera con
implicación subversiva, o, de modo más difuso, agitar –de viva voz o por
escrito– para que tengan lugar tales incidentes.
Ahora bien, la
implicación revoltosa de una asonada lleva muy pronto de la insubordinación a
la sublevación, o sea, a la rebelión abierta. Así, como se puede ver, se pasa
de la acción más o menos irregular en la calle a la revuelta insurreccional,
junto con el llamamiento a tal salto. La idea dual de “sedición” se revela,
pues, como una aceleración en la lucha callejera, un incremento de la
manifestación de protesta al motín, incluso por presión a las fuerzas del
orden, un avance hacia la abierta rebelión, junto con las palabras que pueden
llevar del reproche público en la calle al desorden y hasta más allá.
HASTA LA
TRANSICIÓN, TEMAS ‘SEDICIOSOS’ SE DIRIMIERON EN TRIBUNALES MILITARES, QUE, CON
FRECUENCIA, DADA LA SUSPENSIÓN DE GARANTÍAS CONSTITUCIONALES, FUERON REDUCIDOS
A MEROS CONSEJOS DE GUERRA
Así, por un lado,
“sedición” roza la revolución e incluso la alta traición (no tanto en la
tradición española, donde este crimen implica ponerse al servicio de un enemigo
nacional). Por el otro, cuestiona la validez de la libertad de opinión en unas
determinadas circunstancias: en su formulación más clásica, ¿es lícito lanzar
un grito que provoca una estampida?
Dicho de otro modo,
“sedición” puede entenderse como una responsabilidad cívica grave –que se
acerca al crimen político más serio– o se puede reducir a una propaganda
incendiaria, una exaltación verbal que sin embargo no va más allá de la
demagogia o la verborrea. Si repasamos el debate político acerca del procés
catalán durante los últimos meses, constatamos que los posicionamientos son en
efecto estos: o se juzga una rebelión en toda la regla, o los hechos se reducen
a una enunciación teatral libre de sentimientos ideológicos que pueden
disgustar a según quien, sin por ello pasar los límites de lo que tolera la
libertad de expresión.
Vista en clave
histórica, resulta familiar la alternativa entre sedición como revolución
realizada en la vía o desde las instituciones, o como mero bullicio, agitación
ideológica y ruido publicístico, sin mayor daño o maldad.
Ahora bien, la
costumbre hispánica es guerracivilista, a veces con voz queda y relativa
tranquilidad y otras a grito limpio y abiertas ganas de machacar a los
contrincantes. En cuanto se agudiza la tensión social, política o religiosa, se
rechaza con vehemencia la equidistancia y se afirma lo que se elogia como
“compromiso”, el valor supremo de la adhesión inquebrantable. A partir de tal
devoción –actitud común a derechas e izquierdas– el criterio es dura lex, sed
lex, aplicado al contrario. Dada que la tendencia hispana es –aceptemos el
tópico– apasionada e impulsiva, ha predominado, al menos hasta “el cambio” de
1976-1978, la resolución de contradicciones importantes por medios alternativos
a la judicatura, en concreto mediante las fuerzas armadas. El hecho es que no
hay un hábito colectivo español de “lealtad sistémica”, tan sólo la pausa que
precede el jaleo (y, según cómo, después el tiroteo). Peor aún, el conjunto de
“Las Españas” ha estado tradicionalmente compuesto de gentes con la lengua
larga para despreciar la honra ajena y la piel muy fina ante afrentas al honor
propio. Hoy en día, igual que en tiempos ya pasados cuando cundía la hidalguía,
abundan los pleitos respecto a la fama, la dignidad y el pundonor.
El liberalismo
naciente de la primera mitad del siglo XIX entendió “la nación” como un todo
homogéneo, excepción hecha de “los facciosos”, la “facción” opuesta a la
natural unidad colectiva. Su enemigo primordial se autodefinió como resistencia
“legitimista” por su amor al trono y al altar. Estos “legitimistas”
consideraron a sus rivales como oponentes a la verdad tradicional y, por tanto,
extranjeros malignos: en euskera, los “guiristinos” (o “cristinos”, seguidores
de María Cristina, la reina gobernadora, y su hija “La niña bonita”, Isabel II)
se convirtieron en “guiris”, ralea de forasteros a los que se debía matar. Más
que enjuiciar al contrario, el propósito era llevar a cabo una limpieza
considerada necesaria. Así, se puede entender mejor el combate que ha sido la
historia contemporánea española como una pugna de élites entre abogados y
militares, entre togados y fajados, entre los partidarios del verbo escrito y
los defensores de la acción contundente, entre los inclinados a los límites de
forma y los incondicionales de las soluciones drásticas.
HOY EN DÍA, IGUAL
QUE EN TIEMPOS YA PASADOS CUANDO CUNDÍA LA HIDALGUÍA, ABUNDAN LOS PLEITOS
RESPECTO A LA FAMA, LA DIGNIDAD Y EL PUNDONOR
La “sedición”
escrita o dibujada –insultos a la corona, a las fuerzas armadas o a los
símbolos de España– fue traspasada a la justicia militar en 1906, tras el
llamado “incidente de Cu-Cut!”, en el cual oficiales de la guarnición de
Barcelona asaltaron las oficinas de la prensa regionalista a raíz de una
campaña agresiva contra el Ejército. Ante la presión de los uniformados, el
gobierno liberal cedió. A partir de entonces y hasta la Transición de
1977-1978, temas “sediciosos” –reales o imaginados– se dirimieron en tribunales
militares, que, con frecuencia, dada la suspensión de garantías
constitucionales, fueron reducidos a meros consejos de guerra. Con esta lógica,
la revolución callejera de Barcelona del verano de 1909 (Semana Trágica, según
los clericales) acabó con el proceso a su supuesto inspirador, el republicano
y/o libertario Francisco Ferrer y Guardia. A la vista del desastre en la
capital catalana y otros núcleos urbanos, la distinción entre las formas de “sedición”
se borró y Ferrer fue condenado en juicio castrense y fusilado, pedagogo mártir
para los unos y terrorista antirreligioso para los otros. Quedó el recuerdo.
La flamante Segunda
República inmediatamente inició trámites en las Cortes contra el monarca
destituido (condenado por alta traición en rebeldía), así como medidas
judiciales contra los protagonistas del régimen dictatorial de los años veinte
y de quien dirigió la transición de 1930-1931 (el caso contra el general Dámaso
Berenguer fue sobreseído en febrero de 1934). Los insurrectos del “Glorioso
Alzamiento Nacional” de julio de 1936 ejecutaron a las izquierdas bajo la
acusación irónica de “rebelión armada” antepuesta a fecha de octubre de 1934,
cuando se habían sublevado la Generalitat catalana junto con los socialistas en
Madrid y Andalucía, con graves consecuencias en Asturias. En la etapa más
revolucionaria de 1936-1937, en el bando republicano, las izquierdas fusilaron,
frecuentemente con menos atención al papeleo legal, a quienes juzgaban rebeldes
o “facciosos”. El debate sobre quién mató más y peor sigue bien vivo.
Lo que marca la
característica original del procés es la insistencia en los medios pacíficos
por parte digamos rebelde, al ser ésta la reiterada justificación defensiva de
los independentistas, y, por parte estatal, el recurso a los cuerpos policiales
y a los tribunales. Hasta 2017, este tipo de problema se había contestado
siempre por el Ejército, si no daba abasto la Guardia Civil, como gendarmería
militarizada. Se debe señalar que la existencia de un sistema paralelo de
justicia marcial fue suprimida por la constitución republicana, que lo supeditó
en 1931 al Tribunal Supremo (como Sala Sexta), paso que fue anulado en la zona
nacional y consagrado por el franquismo, hasta que, en 1987, el organismo
jurídico-militar se reintegró (ahora como Sala Quinta) en el ámbito del
Supremo. Asimismo, el franquismo sostuvo una secuencia de instancias judiciales
excepcionales para temas de violencia política: el Tribunal Especial para la Represión
de la Masonería y el Comunismo (creado en 1940 y abolido en 1964), sucedido por
el Tribunal de Orden Público (establecido en 1963 y suprimido en 1977), que dió
paso de modo inmediato a la Audiencia Nacional, todavía activa.
Para concluir, la
preocupación hispánica por dar forma legalista a las contradicciones de su
compleja sociedad, dentro de la variedad de “Las Españas”, nunca ha producido
satisfacción compartida, ni un sistema político sólido, satisfactorio para los
bandos en lid. Por lo tanto, las sentencias son inevitablemente para unos un
abuso y para otros una indulgencia.
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Enric Ucelay-Da Cal
es catedrático emérito de Historia Contemporánea, Universitat Pompeu Fabra.
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