LA CAJA DE BOMBONES DE
JONATHAN ALLEN
(A
PROPÓSITO DE LA NOVELA LOS QUE LEEN)
POR EMILIO GONZALEZ DENIZ
Pocas veces he
presentado una novela tan peculiar como Los que leen. No debiera sorprenderme,
porque acercarse a la obra de Jonathan Allen es como escoger en una caja de
bombones surtidos, nunca sabes qué sabor va a tocarte. Esto que digo podría
interpretarse como algo negativo, porque se supone que un autor alcanza su
estilo cuando su escritura es reconocible, pero esta idea suena muy recurrente
porque en realidad no significa algo concreto.
Pensamos que hay unas constantes que se repiten en ese escritor y que son las que determinan
su singularidad, pero a menudo se confunde esta afirmación con la idea de que
suele acercarse a los mismos temas, se mueve en los mismos ámbitos o se enreda
en las mismas obsesiones.
También se suele
llamar estilo a una manera especial y propia de escribir. Creo, sin embargo,
que nada de lo que he mencionado determina a un autor, y eso que llamamos
estilo es en realidad un concepto tan resbaladizo que resulta muy difícil de
concretar. ¿De qué le sirve a Kafka su manera especial de usar de la lengua
alemana cuando es traducido? El estilo, si es que existe como elemento
diferenciador, es precisamente algo indefinible que se produce cuando
percibimos el pálpito personal de quien escribe. Es la confluencia de la
escritura, quien escribe y quien lee en una especie de acto mágico. ¿Por qué
sentimos que un texto nos atrae porque lo aprehendemos como algo vivo y otro es
solo un conjunto de palabras sin alma, si ambos responden a las reglas y los
dos pretenden transmitir vida? Los superponemos y vemos que no existen formas
especiales del uso del lenguaje que los diferencien. La respuesta es tan
sencilla como inexplicable: uno es solo un ejercicio lingüístico, el otro es la
expresión de la autenticidad. No se trata de eso que llaman escribir bien; si
así fuera, los notarios y los registradores de la propiedad serían todos
excelsos escritores, por rigor, precisión, eficacia, exactitud y
escrupulosidad. El estilo vendría a ser la capacidad para transmitir, o si lo
prefieren, el don de crear pequeños mundos de un instante que, juntos, componen
un universo.
Este tal vez
demasiado largo preámbulo es necesario para explicar que Jonathan Allen está en
todo lo que escribe. Podríamos decir que nos muestra sin tardanza ese concepto
difuso, el estilo. Sus argumentos, sus escenarios, sus obsesiones y hasta su
manera de esconderse detrás de sus personajes nos llegan con sello de
denominación de origen, porque estamos ante un escritor consumado, que conoce
los entresijos de la escritura en varias lenguas (desconozco si también escribe
en otras lenguas distintas del español, aunque podría), y los ha aprendido con
años de academia e investigación, pero sobre todo de lectura. Con esas
herramientas podría ser un excelente profesor o crítico literario, que lo es,
pero la creación literaria requiere, además, ese don del que hablaba, que se
puede pulir, ensanchar, atemperar y engrandecer, pero que, como la voz del
barítono, se tiene o no se tiene. Es muy evidente que nuestro autor posee ese
don.
Decía al principio
que las narraciones de Jonathan son una caja de bombones. Sorprende porque se
acerca a asuntos diferentes cada vez, sin dejar de ser él mismo. Es curioso
que, al leer a un autor bilingüe nativo en español e inglés y adiestrado en la
lengua de Moliére, se perciba una estructura centroeuropea de pensamiento,
cuasi germánica podríamos decir. Es
evidente que en sus historias aparece el habla de Canarias, sus idiosincrasia y
los episodios pasados que han conformado lo que somos, y se vislumbran también
unas evanescentes cumbres borrascosas del romanticismo inglés, pero siempre se siente concernido por la
búsqueda de las raíces del dolor, la culpa y la redención, como si asistiera
asiduamente a las reuniones de sacristía de un templo luterano.
Al adentrarnos en
Los que leen, nos vemos rodeados de autores que, como profetas, adelantan los
hechos que han de suceder a los personajes. Ramón Gómez de la Serna, Balzac,
Bécquer, Tomás Morales, Cortázar, Lugones, Rubén Darío y los omnipresentes
Borges y Kafka cohabitan la novela, pero los percibimos como libros, no como
personas. Son las palabras que contienen sus profecías las que nos acompañan,
en una especie de asamblea que relata a Gustavo y a Sofía, los protagonistas,
su futuro y el pasado del que provienen. La ciudad de Las Palmas es en realidad
una mezcla de los libros de su biblioteca familiar y la de su vecino, mientras
que en su propia habitación familiar ha quitado todos los muebles para dar
espacio a los libros, que también sirven de esqueleto de la memoria de los
duros tiempos de la Guerra civil y las durísimas primeras décadas del
Nacionalcatolicismo en España.
Argentina, que es
otro de los escenarios de la novela, se representa por una librería en la que
puede sentarse en la misma silla en la que se sienta el mejor cliente de la
librería, Jorge Luis Borges, un explorador impenitente de espacios imaginarios
en el terrible mundo argentino de principios de los años sesenta, con el
autoritario gobierno de Frondizi como telón de fondo. Una selección de cuentos
de Kafka, El castillo y El proceso, del
mismo autor, son los enganches entre todas esas librerías, que no se privan de
libros tan curiosos como La sembradora de mal, del no menos curioso escritor
colombiano de hace un siglo, el colombiano afincado en Barcelona José María
Vargas Vila.
No es poco para una
novela que se fecha en Arucas. Sin destripar su función literaria y de apoyo
argumental, llamo la atención a futuros lectores sobre el papel de los espejos
en esta obra. Aparecen poco, pero siempre generan una nueva curva en la
historia, y conforman ese elemento fugaz pero determinante del romanticismo
inglés en una novela germánica que es a la vez absolutamente atlántica. Por eso
decía al principio que Los que leen es una de las novelas más peculiares que he
presentado.
Dije antes que el
protagonista de la novela era el joven Gustavo que tiene una historia de amor
muy complicada con una mujer, Sofía, no menos complicada, en el que las
circunstancias personales de ella y la distancia juegan un papel que tiñe de
melancolía y a veces de dolor una relación que es el eje de la novela. Y dije
mal, porque en realidad se trata de una novela coral en la que las voces son
las que salen de los libros, y es tan importante El aleph de Borges y la
angustia del kafkiano Joseph K. como el romance entre Gustavo y Sofía, una
relación que sirve también para trasladar la zozobra de las elecciones
difíciles, el desconsuelo de la distancia de los seres queridos y ese malestar
sin definición que acompaña a los migrantes.
Podría pensarse que
Los que leen es solamente un curioso ejercicio narrativo en el que el peso
descansa sobre las líneas literaria de dos gigantes como Kafka y Borges. Pero
es mucho más, se trata de una novela que escarba en sentimientos y sensaciones
tan comunes como únicas, pero que cada persona es diferente. Vivimos leyendo el
presente y encarando el futuro desde nuestra propia historia personal, y la especial
característica de este libro es que ese
pasado proviene de una biblioteca que tiene sus anaqueles en la memoria de
Gustavo, Sofía y también de otros personajes secundarios. Kafka y Borges
funcionan como recursos del pasado, y al mismo tiempo se erigen en lanzaderas
hacia un futuro que en condiciones normales sería incierto como corresponde al
propio concepto, pero que en este caso ya está trazado desde una oscura
habitación de la vieja Praga o desde la biblioteca heredada por Borges en el
barrio bonaerense de Palermo.
Enhorabuena a
Jonathan Allen, plácida lectura a quienes se acerquen a Los que leen y, vuelvo
a insistir, no pierdan de vista los espejos.
***
(Este texto fue
leído en la presentación de la novela que tuvo lugar el día 30 de octubre en la
Casa-Museo Pérez Galdós).
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