SEDICIÓN: ¿SE ESTABAN ALZANDO QUIENES PROTESTABAN SENTADOS?
JOAQUIM BOSCH - MAGISTRADO.
El Tribunal Supremo
ha condenado a algunos de los principales dirigentes independentistas a
elevadas penas de prisión. Habrá tiempo para analizar el alcance de los delitos
concurrentes según la sentencia, como la malversación o la desobediencia. Sin
embargo, una primera aproximación a la resolución nos permite abordar los
problemas jurídicos que presenta la condena por sedición, eje central de la
argumentación judicial. Por ello, intentaría aportar algunas reflexiones
estrictamente personales, sobre los riesgos para nuestro sistema de libertades
que puede generar la perspectiva de la sentencia. Las decisiones del Tribunal
Supremo deben respetarse y acatarse, pero ello resulta compatible con las
valoraciones jurídicas constructivas que se puedan aportar, con la finalidad de
contribuir a un debate que siempre es positivo para la sociedad.
De salida, resulta
relevante que nuestro alto tribunal haya descartado la comisión de un delito de
rebelión, con una argumentación que supone desautorizar la interpretación
jurídica sobre los mismos hechos que habían realizado la Fiscalía y el propio
magistrado instructor. La concurrencia de rebelión exigía en este caso un
alzamiento violento para declarar la independencia. Sin embargo, como ya
habíamos indicado bastantes juristas, la sentencia señala acertadamente que los
actos violentos que se llevaron a cabo fueron muy puntuales, sin funcionalidad
para imponer el propósito secesionista, y no estaban vinculados
estructuralmente a los propósitos de los acusados.
La falta de condena
por rebelión no implica en absoluto que los hechos sean constitutivos
necesariamente de sedición. Según el Código Penal, son reos de sedición quienes
"se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera
de las vías legales", la aplicación de las leyes o el cumplimiento de las
resoluciones administrativas o judiciales, entre otros supuestos. La proximidad
de esta conducta con otros delitos cercanos, como el atentado o los desórdenes
públicos (o incluso con infracciones de la Ley de Seguridad Ciudadana), debe
llevar a calificar como sedición solo conductas de especial gravedad y nunca a
través de interpretaciones extensivas. No olvidemos que la pena para los
promotores de la sedición oscila entre los 8 y los 15 años de prisión.
El delito de
sedición viene recogido desde antiguo en nuestras leyes. En el derecho medieval
de Las Partidas ya está incorporado con el concepto de "asonada", en
el sentido de algarada tumultuaria y violenta para conseguir un objetivo.
También lo vemos recogido en el derecho francés, alemán o inglés, en el sentido
de motín en el que se ejerce activamente la violencia, aunque la tendencia en
las últimas décadas en el ámbito europeo ha ido hacia su despenalización, para
sustituirlo por figuras penales de textura menos abierta.
Nuestra
jurisprudencia ha castigado históricamente la sedición solo en casos de uso de
la fuerza o de intimidación directa a través de actos de acometimiento, pero no
en supuestos de resistencia pasiva. Entre las últimas resoluciones, la
importante sentencia del Tribunal Supremo de 10 de octubre de 1980 valora las
posibilidades de concurrencia de sedición precisamente en un supuesto en el que
se anunciaba impedir por la fuerza el cumplimiento de una resolución judicial.
Y la sentencia de 5 de abril de 1983 considera concurrente el delito en un caso
de motín en una prisión, con gravísimos daños personales y materiales.
Por ello, la
doctrina ha considerado que solo concurre sedición si se usa la fuerza
(equiparable a la violencia) o actuaciones fuera de las vías legales que
comporten una abierta hostilidad (equiparable a la intimidación grave). Un
castigo de sedición para la protesta pacífica colisionaría con un derecho penal
de base constitucional y democrática, por lo que debe quedar reservado para los
supuestos previstos en el artículo 21-2 de la Constitución de peligro para
personas o bienes. Además, como advierte el magistrado Miguel Pasquau al analizar
los contornos de la sedición, no resultaría lógico que una conducta no violenta
pudiera estar castigada con pena muy superior a la de otros delitos cercanos
que requieren de violencia o intimidación. Por otro lado, resulta difícil
encajar conductas como una sentada colectiva en un alzamiento tumultuario que
implique algún grado de acometimiento.
La sentencia del
Tribunal Supremo indica de forma reiterada que las protestas del 20-S y del 1-O
fueron mayoritariamente pacíficas, pero impidieron el cumplimiento de
resoluciones judiciales, por lo que implicarían un delito de sedición. Sin
embargo, me parece discutible que pueda ser equiparable jurídicamente la
violencia activa a la resistencia pasiva. Los actos violentos o gravemente
intimidatorios perpetrados por una multitud cuentan con la potencialidad muy
probable de impedir una acción institucional concreta, pero la protesta
pacífica lleva más bien a la posibilidad de entorpecer. Y no es lo mismo. No
puede ser lo mismo desde la perspectiva penal. Resulta cierto que una gran
multitud pasiva puede llegar de facto a impedir una actuación institucional;
pero es igualmente cierto que una conducta no puede ser delictiva en función
del número de manifestantes cuando estos se encuentran ejerciendo un derecho fundamental.
Por tanto, el
límite de la barrera penal para la sedición habrá de situarse en la
concurrencia de violencia o intimidación en el alzamiento tumultario. Y el
propio Tribunal Supremo ha reconocido que los llamamientos de los acusados
fueron siempre a la protesta no violenta. También añade la sentencia que en
esos casos la resistencia pasiva era una forma de presión. Pero no podemos
ignorar que cualquier manifestación supone de forma inherente una presión
ciudadana, que resulta legítima en una sociedad democrática plural, siempre que
se haga sin violencia.
Por otro lado, la
resolución atribuye a los cargos públicos independentistas la autoría de la
sedición a través de un reguero de conductas vinculadas a la convocatoria del
referéndum y a sus llamamientos para ir a votar. Esa atribución de culpabilidad
también genera dudas jurídicas, porque celebrar referéndums ilegales es una
conducta que quedó despenalizada. Y animar a la ciudadanía a votar no puede
criminalizar a los convocantes por los delitos que después puedan ocurrir. Si
no es delictiva la celebración de un referéndum, menos aún lo será incitar a
participar en la consulta. Por ejemplo, quienes llamen a participar en una
manifestación pacífica no pueden ser responsables de los delitos que en ella
puedan producirse. No existe nexo de causalidad. Sin embargo, la sentencia
considera a diversos cargos públicos responsables de sedición, a pesar de que
admite que no participaron en actos de resistencia pasiva, ni tampoco incitaron
a realizar sentadas para dificultar la actuación de los agentes.
Me parece claro que
en el Procés se produjeron delitos. Los dirigentes independentistas afirmaron
que iban a optar por la unilateralidad y a desobedecer la Constitución y las
leyes españolas. La desobediencia y la malversación son conductas delictivas
que forman parte del camino erróneo emprendido. Resulta posible jurídicamente
una consulta pactada, aprobada por las instituciones del Estado, sin reformar
el texto constitucional, pero se apostó de forma equivocada por sendas ajenas
al Estado de Derecho. Todo ello no implica que la respuesta estatal deba
apoyarse en interpretaciones sobre la sedición que parecen extensivas y
desproporcionadas. Por ejemplo, el homicidio se castiga con pena de 10 a 15
años de prisión, por matar a otra persona, y a Oriol Junqueras se le ha
condenado a 13 años de cárcel.
Lo más peligroso de
la sentencia es su aplicación en el futuro y su impacto en las libertades. Con
la letra de la resolución se puede condenar a altísimas penas de prisión a
quienes protesten pacíficamente contra resoluciones que acuerden un desahucio,
el desalojo de una acampada como las del 15M o la dispersión de la resistencia
pasiva en una huelga de trabajadores. Será irrelevante que esas conductas
estáticas carezcan de violencia o intimidación. Este salto jurisprudencial se
enmarcaría en los recortes de derechos sufridos en los últimos años. Sin duda,
el Tribunal Europeo de Derechos Humanos habrá de valorar si resulta admisible
lo que parece una interpretación sensiblemente restrictiva de los derechos
fundamentales.
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