LA DOBLE INCOMPETENCIA DEL
TRIBUNAL SUPREMO
BARTOLOMÉ CLAVERO
Conforme al
Estatuto de Autonomía de Cataluña, en las causas contra autoridades catalanas
aforadas “es competente el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña”, salvo
para casos de “fuera del territorio de Cataluña”, en cuyo supuesto la
competencia recae “en la Sala de lo Penal de Tribunal Supremo” (arts. 57.2 y
70.2). No hay nada en la Constitución que permita otra cosa. Para personas no
aforadas, la competencia corresponde a las Audiencias Provinciales, la de
Barcelona en el caso. ¿Cómo entonces es que dicha Sala del Supremo se ha hecho
cargo del principal juicio sobre responsabilidades penales por el procés de
independencia de Cataluña? Muy sencillo. Porque el Tribunal Supremo así lo ha
decidido.
En conformidad con
el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que, como todo tratado
ratificado por España, forma parte del “ordenamiento interno” según la
Constitución (art. 96.1), “toda persona declarada culpable de un delito tendrá
derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean
sometidos a un tribunal superior, conforme a lo prescrito por la ley”,
tribunal, se entiende, del propio Estado (art. 14.5; concuerda el art. 2.1 del
Protocolo Séptimo al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos
Humanos y Libertades Fundamentales). El juicio por el Tribunal Supremo resulta
de única instancia interior. Todos y todas los convictos se encuentran sin
posibilidad de un recurso ordinario ante instancia estrictamente judicial. El
Tribunal Constitucional no lo es. ¿Cómo puede entonces haberse hecho el
Tribunal Supremo con esa competencia en primera y única instancia? Muy
sencillo. Porque así lo ha decidido el propio Tribunal Supremo.
Nada de esto por
supuesto se le escapa a tan alta instancia judicial. La sentencia, aparte de pretender
que las conductas sometidas a juicio se han cometido dentro y fuera de
Cataluña, argumenta que, precisamente por ser Tribunal Supremo, no hay otro
tribunal en España, inclusive expresamente el Superior de Cataluña, que pueda
cuestionar ni condicionar sus propias decisiones respecto a su propia
competencia. Respecto al problema de la “doble instancia” como derecho
fundamental en materia penal, lo que sustancialmente arguye es que queda
suplido por otra garantía que entiende superior, la de la propia calidad de la
justicia que imparte el propio tribunal, el Supremo y solo el Supremo por
supuesto. Alega cantidad de jurisprudencia propia para armarse de razón, pero
estamos en las mismas. Sus propias decisiones anteriores no pueden servir por
sí solas de refuerzo para la actual. Lo sabe y no deja de buscar otros
fundamentos.
El que ciertamente
le presta, por una parte, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y por otra, la
jurisprudencia constitucional, en todo lo cual insiste, tampoco debiera valer
frente al Estatuto de Autonomía de Cataluña o, en verdad, frente a la totalidad
del diseño constitucional del Estado de las Autonomías. He repetido
intencionadamente el adjetivo de posesión propio porque por ahí anda una clave.
Como si estuviéramos en el constitucionalismo del siglo XIX, el Tribunal
Supremo se entiende a sí mismo como el señor del derecho, como su copropietario
junto a las Cortes o incluso por encima de ellas. En aquellos tiempos creaba
doctrina legal, lo que no era exactamente doctrina conforme a ley, sino
doctrina con valor de ley. Por entonces era la última instancia jurisdiccional.
No lo es en el mismo grado hoy, pues existe la jurisdicción constitucional y
las jurisdicciones internacionales, pero actúa como si lo fuera. Bajo una
Constitución, la actual, que trajera otro diseño del derecho y de la justicia,
el Tribunal Supremo ha recuperado prácticamente, con ayuda ciertamente de
legislación orgánica y complicidad de la jurisprudencia constitucional, dicha
posición decimonónica de poder propio.
Esta sentencia es
la prueba definitiva si todavía hiciera falta. También lo es de que el Tribunal
Supremo no las tiene, a estas alturas, todas consigo. Trasluce una cierta
conciencia de que su propia posición ya no es tan cómoda o de que incluso
resulta insostenible. Diga lo que diga la misma Constitución, ya no es tan
supremo. Gracias a las alegaciones de las defensas, que así se preparan para
recurrir ulteriormente ante instancias supraestatales, la sentencia se ve
obligada a habérselas de continuo con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos e incluso con doctrinas de algún comité de tratados de
derechos humanos de Naciones Unidas. Es la primera vez en la historia que una
sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo se embriaga con derecho
internacional de derechos humanos, un derecho respecto al cual de lo que venía
dando muestras es de desprecio y de ignorancia. Y he aquí ahora una verdadera
borrachera. Se nota a lo largo de la sentencia tanto el ansia como la
improvisación.
La sentencia
procura curarse en salud. Intenta blindarse frente a la eventualidad de
recursos ante instancias supraestatales superponiendo y acoplando a sus
argumentos caseros respuestas a todas y cada una de las alegaciones de las
defensas que pudieran tener algún recorrido internacional. Superpone y acopla.
Siguiendo en esto sus posiciones anteriores de cuando despreciaba estas
alegaciones, trata a la jurisprudencia europea de derechos humanos y a algún
pronunciamiento de los comités de tratados de Naciones Unidas como si fuera un
material exterior al derecho español, como si no rigiera el citado artículo de
la Constitución que lo integra en el “ordenamiento interno”. Regir, rige la
jurisprudencia española, la propia presuntamente suprema y la constitucional.
El resto parece adjetivo, un adjetivo incómodo con el que ha de bregarse ahora.
Y la improvisación se nota. Con decir que el Convenio Europeo para la
Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales se cita por la
sentencia con diversos nombres y hasta con distintas fechas. A veces, con los
materiales internacionales la sentencia lo que hace es copiar y pegar, sin
intentar nunca integrar.
La calidad del
Tribunal Supremo como presunta instancia de garantía que se permite incluso
prescindir de otras que, como la doble instancia, debieran constituir, por
incorporación de ordenamiento supraestatal, derecho fundamental, brilla por su
ausencia. En realidad, dicha función de garantía por encima hasta de derechos
humanos el Tribunal Supremo se la arroga al efecto sin ninguna base
constitucional. También movido por alegaciones de las defensas, parte de la
sentencia se explaya con doctrinas constitucionales como si fuera un tribunal
constitucional. No quiere ser menos que el Tribunal Supremo de Canadá con su
famosa sentencia sobre Quebec. Sólo que en la española opera a fondo un
soberanismo de signo español sin correspondencia en la canadiense. Sí lo hay,
un fondo soberanista, en el secesionismo de Quebec, que se manifiesta
particularmente frente a los pueblos indígenas que preceden en el territorio al
colonialismo francés. Aunque por diversas razones, he aquí un punto en el que
concuerdo con la sentencia, el de la impertinencia de colacionar casos como el
de Quebec, o como los de Escocia, Montenegro y Kosovo, para el de Cataluña.
Pero no vamos aquí a meternos en otras historias.
Ante la sentencia,
el asunto que encuentro esencial, por primario, es el de la incompetencia del
Tribunal Supremo, pues esto solo ya la daña de raíz. Si la Comunidad Autónoma
de Cataluña necesitaba otra prueba de que su Estatuto de Autonomía está
quedando fuera de juego no sólo por la opción soberanista de una estrecha
mayoría del Parlament, sino también y con anterioridad, desde hace años, por la
deriva recentralizadora del legislativo, del ejecutivo y, sobre todo, del
judicial españoles, ahí la tiene, en la asunción de competencia para el
principal proceso sobre el procés por parte de un Tribunal Supremo
incompetente. Para quienes aún defendemos el constitucionalismo español teóricamente
en vigor, el de 1978, no el desnaturalizado actual, la sentencia de marras es
una pésima noticia ante todo por sí misma, porque exista, no sólo por su
contenido, que también. No niego que no se hayan cometido unos delitos que
merezcan enjuiciamiento. Lo que afirmo es que el juicio habido no aporta
solución alguna, ni siquiera judicial, y recrudece el problema de fondo.
Preocupan, deben
preocupar, ambas cosas, la sentencia y su contenido, porque la incompetencia
del Tribunal Supremo es doble, la procesal y la sustantiva, tan importante la
una como la otra. Se ha arrogado una competencia que, en el diseño
constitucional y estatutario de la autonomía catalana, no le corresponde. La ha
ejercido encima de forma incompetente en cuanto a la dirección del proceso y al
manejo del derecho. Hay un tufo incluso de mala fe. El mantenimiento de una
acusación de rebelión finalmente descartada le ha servido para aplicar medidas
desproporcionadas de privación de libertad a personas en condición todavía de
presunción de inocencia sentando un pésimo precedente. La condena final por
sedición la efectúa mediante una interpretación extensiva de este tipo penal
que pone en peligro el mero ejercicio del derecho de manifestación. Con esta
jurisprudencia no va a hacer falta en el futuro ley mordaza. Entiende de un
modo tan restrictivo la recusación de jueces respecto a sí mismos que abunda en
la degradación de las garantías procesales. La sentencia se jacta de que el
presidente del tribunal corrigió a un abogado de la defensa por referirse como
“ley de ritos” a una legislación que, como la procesal, es clave para la
garantía de derechos fundamentales. No nos dejemos engañar. Lo que quiso y
quiere es humillarlo.
La jactancia campea
por doquier en la sentencia. ¿Otra prueba? Se dirige a la fiscalía para que
considere la “persecución de un delito de falso testimonio”, el prestado por un
testigo de parte soberanista catalana. A quienes han seguido el juicio les
consta que estuvieron tanto más elusivos o nada colaboradores el anterior
presidente del Gobierno español, su vicepresidenta y su ministro del Interior.
El juicio se transmitió en streaming y está grabado para quienes quieran
comprobarlo. Impasible, la sentencia asegura que tales otros testimonios, los
de Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y Juan Ignacio Zoido fueron
impecables. Llega al extremo de una falsedad pura y dura, la de que Rajoy
habría aceptado en su deposición que el presidente del Gobierno vasco medió
entre el español y el catalán. A partir de la sentencia, la verdad judicial es
esa falsedad. Búsquese en youtube “Mariano Rajoy comparece en el juicio del
procés”. Lo que ahí se ve nunca ha ocurrido por decisión del Tribunal Supremo.
Tiene ese poder.
¿Dónde queda la
calidad de la propia justicia de la que igualmente se jacta el Tribunal Supremo
incluso a los efectos de pretender que con ella puede relajar garantías más
acreditadas y tangibles? Tengo una cartilla militar de tiempos franquistas que
de mí dice: “Valor, se le presume”. Lo propio parece pensar este Tribunal:
“Calidad, se me presume”. Los supremos presumen de sí mismos. Con esta
mentalidad preside más de lo que constitucionalmente debiera el sistema
judicial español. No está solo. Una tríada de tribunales, el Constitucional, el
Supremo y un tercero que ni siquiera tiene cabida en la Constitución, la
Audiencia Nacional, al tiempo que presumen ser el baluarte de defensa del
constitucionalismo español, vienen minándolo desde hace años.
Ahí, en este orden
de cosas de unos hechos consumados creando derecho contra Constitución se sitúa
a mi entender esta sentencia. Importa a las personas condenadas e importa a la
ciudadanía toda, a la catalana y a la española, doblemente a la primera. Los
ciegos voluntarios dicen que es una sentencia equilibrada; los fanático de un
signo, que es cruel y provocadora; los de otro, que es débil y entreguista.
Nadie de entre ellas y ellos mira la historia más larga de un
constitucionalismo en progresiva degradación por el empecinamiento cruzado de
dos soberanismos, el español y el catalán. Por medio, atrapados, nos
encontramos muchos y muchas, catalanes y otros españoles.
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Bartolomé Clavero
es jurista e historiador, especialista en historia del derecho. Es catedrático
de la Universidad de Sevilla
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