"CADA CUAL ARRASTRA SU SOMBRA" TREINTICINCO AÑOS
DESPUÉS
POR ISAAC DE VEGA
Ya se han cumplido más treinta y cinco
años de la primera aparición de este relato que ahora tenemos con nosotros, tan
fresco y fuerte, tan expresivo y de conformidad con esa realidad que nos
envuelve y que se mantiene con toda su fuerza a pesar de los años que pasan y
de los nuevos vientos que soplan.
El fundamental ambiente y espíritu ahí
continúa y su revelador, Víctor Ramírez, también se sostiene sobre los antiguos
eternos argumentos que caracterizan un pueblo.
Primer libro éste de
nuestro autor y, como ya dije en algunas ocasiones anteriores, tan perfecto,
tan equilibrado en la expresión y en el contenido que pareciera llevar consigo
la experiencia de años. Apareció en una editorial que mostraba en aquel
entonces un futuro prometedor, la aún recordada de Inventarios Provisionales,
llevada de la mano de nuestros jóvenes escritores de aquel tiempo y que, como
tantas cosas de por aquí, se esfumó desapareciendo comida por la trabazón de
ciertos acontecimientos indeseados, pero que fatalmente acaban por producirse.
En esta narración primera de Víctor
Ramírez ya quedará por siempre marcado el camino director, la guía que le ha de
conducir a través de toda su ya hoy numerosa obra: una compenetración profunda
con lo esencial que caracteriza al hombre canario, con sus formas de ser, sus
pensamientos y hasta los gestos de sus cuerpos, y, por encima de todo ello, un
gran amor a estas islas, que terca y continuamente han de resonar en sus
páginas a través de esos tantos años transcurridos.
y las cosas que son propias de ellas
por más que no todas sean flores para admirar.
Nos pone Víctor Ramírez,
en el comienzo de la historia, en una taberna de esas que hasta hace unos pocos
años eran abundantes y típicas de nuestros barrios, y hasta alguna se adentraba
ciudad adentro.
Una taberna con su mostrador cubierto
de chapa de metálico zinc que sustituyó con ventaja a los otros más antiguos de
madera que, con el tiempo, las suciedades, las bebidas y los fregados para
dejado en forma acabaría agrietándolo, llenándolo de esos irregulares surcos
que marcaban las partes más blandas y dejando en relieve las otras más teosas y
duras.
Dos hombres se encuentran
en esta noche ante esa barra y ante sus vasos. Un panel vertical parte al
mostrador en dos trozos, uno mayor para los clientes que compran sus azúcares,
o lentejas, o aceite, usados mayormente por mujeres y muchachos recaderos, y
otra parte más pequeña que funciona como taberna.
El tabique separador da
tranquilidad a las dos bandas, cada cual a sus asuntos, muy distintos, de
gentes que en esos momentos no desean tener relación unos con otros. Unos a sus
comestibles y habladurías, y los otros a sus bebidas y también sus secreteos en
baja voz o gritadas frases y exclamaciones. Y por encima, y sin respetar
separaciones, alguna mosca vuela en solitario, como perdida, como si estuviera
buscando alguna cosa.
Es la vieja taberna con sus ínfulas de
ser más importante que las otras que anteriormente hubo. En ella se invirtió,
aunque no tal vez mucho más que en las anteriores, ciertos dineros, que
obligatoriamente habrán de cobrarse con un pequeño, casi mísero, plus, sobre
cada vaso. Aunque no siempre es así.
Y yendo al asunto,
comienza el relato ya tarde a lo largo de la noche. Dos hombres se encontraron
por ahí fuera, anduvieron de un sitio para otro, amargados, inmersos en
sentimientos agrios. La amargura es casi una constante en las gentes que por
ahí transitamos a estas perdidas horas. Hay algo que retiene, que empuja hacia
el vaso, hacia esos recogidos mostradores que poseen una capacidad de asilo y
de oculto rincón confortador. Acaso esté disconforme el tabernero, es tarde,
esta gente son unos pelmas aborrachados y él tiene necesidad de irse a acostar.
Están ellos solos y ya deben de andar por la madrugada. Un tiempo negro por
fuera, silencioso, que ni sirve para que anden fantasmas sobre los desencajados
adoquines.
No se sabe si se entera de las
historias que interminables, y cortándose las frases, van echando fuera los
borrachos, como si al mismo tiempo expulsaran sus males, los aliviaran de esa
negra pesadez que los hace tan inaguantables. Es preciso confesar.
La vieja tradición del
hombre de pueblo, del varón cuidador de la honra de la casa. El cumplimiento de
las leyes de una ética que pocos años después quedará un tanto transformada.
Leyes que se meten en todo lo que signifique relación entre hombre y mujer y
que es necesario, si se es de buena ley, cumplir. ¿De dónde surgieron ellas,
cómo se mantuvieron durante siglos y, de repente casi, han dejado de tener
aquella tan estrecha validez? Esos íntimos pensamientos dominadores de la
mujer, centro del mundo, que a cambio de su reinado ha de cumplir con las
rígidas leyes que les han impuesto, o que, más seguramente, ella misma ha
tendido sobre sus hombros.
Esta relación que nos muestra el autor
entre sentimientos de hombre y los más ocultos de las mujeres se funda, acaso,
en aquello que ya él expresó en uno de sus libros, de que ellas simplemente se
dejan querer, y ellos son los que se enamoran. No obstante aparece en el
presente relato, alguna duda de su general cumplimiento.
Pero siempre las cosas
suceden así. Otro mérito que se encuentra entremezclado es la visión de un
paisaje, de unas formas que expresamente no se dicen pero que laten detrás de
las palabras que a otras cosas se refieren, porque tales expresiones no se
pueden corresponder con integridad sino con ese paisaje que dijimos que no se
describe.
El amor, la conducta, lo
que debe de ser en una sociedad que en algo se precie, aunque sea de barrio
periférico, con sus chabolas, con sus nuevas casas que van abriendo calles, que
hace que todos se fundan en la total ciudad, es el aire, el ambiente que
gobierna este relato, el primero de todos que, como dijimos, salió de la pluma,
o de la mente, de nuestro escritor, muestra de prosa y de literatura que queda
ahí para los que los quieran cordialmente admirar.
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