sábado, 19 de octubre de 2019

PILDAIN, EL OBISPO QUE NO RECIBIÓ A FRANCO


PILDAIN, EL OBISPO QUE NO 
RECIBIÓ A FRANCO
ANA SHARIFE
Las Palmas fue la única capital de provincia de toda España donde Franco no fue recibido por el obispo titular, ni hubo entrada bajo palio en el recinto catedralicio, ni ocupó sitial alguno en el altar mayor –privilegios que los Acuerdos concedían al Jefe del Estado–. Es más, durante la visita oficial que éste hizo a Las Palmas, el 26 de octubre de 1950, las puertas de la catedral permanecieron cerradas. Un hecho insólito en el historial del nuevo régimen que ocuparía titulares en toda la prensa internacional.
Durante los años de la guerra civil y hasta finales de la década de los cincuenta, prácticamente todos los obispos demostraron su fidelidad al régimen de Franco, salvo cuatro entre los que se encontraba Antonio Pildain y Zapiaín (Lezo 1890–Las Palmas de Gran Canaria 1973), titular de la diócesis de Canarias entre 1936 y 1966.


El obispo de Canarias, exdiputado por Guipúzcoa en el Parlamento de la República “denunció los enormes problemas que atravesaba el país: hambre, paro, pobreza, lujo desenfrenado de los nuevos ricos”, y “fustigó, con palabras inigualables, toda explotación del obrero y del necesitado”, escribe el sacerdote Agustín Chil Estévez en Pildain, un obispo para una época.

Distanciado del régimen franquista desde el inicio, el prelado contaba con detractores en las instituciones y en un amplio sector de la Diócesis cuyo “catolicismo fariseo” denunciaba, pero tenía de su lado el apoyo popular. Por su defensa del pobre y del obrero se le tildó de “obispo comunista”, pues “a menudo se le veía solo, ladera abajo, ladera arriba, visitar las chabolas de los más pobres”, subraya Chil Estévez en un libro publicado en 1987, cuya primera edición se agotó en una semana.

El compromiso de Pildain con las víctimas del franquismo fue firme. Logró indultos de condenas de muerte con sentencias de tribunales militares, consiguió sacar a encarcelados del penal Lazareto de Gando, donde se hacinaban casi 1.300 presos –algunos de tan sólo 14 años–,  la mayoría procedentes del campo de concentración de La Isleta.

Pronto, los reclusos le apodaron “el obispo de los presos”. El prelado los visitaba continuamente y, mientras estaban encarcelados, atendía económicamente a sus familias, a los enfermos, e impedía “el funcionamiento del tribunal de responsabilidades políticas”, pidiendo en el Sínodo del 47 que “ningún cura diocesano pasara información que pudiera conducir a las autoridades franquistas a llevar ante los tribunales a los presos”, apunta el teólogo aruquense.

En Gran Canaria, el régimen franquista se vio tan deslegitimado por Pildain que una noche llegó a detener y a liberar a 27 detenidos de Arucas que una camioneta conducida por fuerzas falangistas trasportaba para lanzarlos por la Sima de Jinámar, el lugar escogido por los afines a la sublevación militar para acabar sumaria y extrajudicialmente con sus vidas.

En 1959, el propio prelado solicitó de las más altas esferas de la nación el indulto para Juan García ‘El Corredera’, icono de libertad y resistencia en la isla. Incluso logró que el Papa Juan XXIII (protector de no pocos exiliados españoles) pidiese clemencia al dictador. Según cuenta Alfonso Calzada, abogado de El Corredera, Pildain le dijo la noche antes en su muerte, al despedirse en su celda: “No debes arrodillarte Juan, no eres culpable de nada”. Franco hizo caso omiso y el opositor al franquismo fue asesinado mediante el garrote vil, en la Prisión Provincial de Barranco Seco de Las Palmas. Entre aquellos muros murieron cientos de militantes antifranquistas, homosexuales, masones, profesores e intelectuales.

La trece-catorce al nacionalcatolicismo

Uno de los capítulos más interesantes de su ejercicio pontifical fue la trece-catorce que le hace al “nacionalcatolicismo” (término acuñado por el teólogo José González Ruiz, en Otra Iglesia para otra España, para denominar la alianza “entre la espada y la sacristía que gobernó España con mano de hierro”).

El 18 de septiembre de 1964, el Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII, un Papa que tenía prohibido pronunciar la palabra “cruzada” en su presencia, proclama la libertad religiosa y de conciencia como un derecho humano y exige de los gobiernos católicos que renuncien a sus privilegios.

Cuando la asamblea conciliar abordaba la intervención del Estado en el nombramiento de los obispos, un brillante discurso de Antonio Pildain ante el Papa solicita la supresión del derecho de presentación que tenía el jefe del Estado español sobre el nombramiento de los obispos, concedido tradicionalmente a las monarquías absolutas del Antiguo Régimen.

Con la dictadura franquista las negociaciones para la renovación de las relaciones Iglesia-Estado ya habían sido muy espinosas. La Santa Sede se mostró reticente por “el peso de sus anteriores Concordatos con Mussolini con los Pactos de Letrán y con Hitler con el Reichskonkordat”. De hecho, la firma del concordato definitivo se alcanzó en agosto de 1953, dos años después de su inicio. Si bien el Estado se comprometía a sufragar los gastos de las actividades de la Iglesia, a cambio Franco obtuvo la posibilidad de participar en el nombramiento de los obispos. Por su parte, la Iglesia recibía significativos privilegios legales, políticos, económicos, así como una exención fiscal para los bienes y actividades eclesiásticos, también la capacidad de censura.

En el Vaticano II Roma quiso revisar a toda costa dicho Concordato para quitarle al dictador sus privilegios en el nombramiento de obispos. El Papa quería un país de libertad y respeto a los derechos humanos para España, y en 1965, tras la clausura del Concilio, los obispos españoles pidieron por carta al régimen franquista que renunciase al derecho de presentación. En 1968 fue el propio Pablo VI quien pidió a Franco que renunciase.

Aquel fue un acontecimiento revolucionario que empujó a la mayoría de los obispos a alejarse de su hermanamiento con el único régimen fascista que había sobrevivido a la II Guerra Mundial, lo que contribuyó al fin del nacionalcatolicismo, es decir, la consideración de la Iglesia romana como “sociedad perfecta” y del catolicismo como “única religión del Estado”. Pablo VI clausuró el concilio con una máxima: “Ninguno es extraño, ninguno excluido y ninguno lejano

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