PILDAIN, EL OBISPO QUE NO
RECIBIÓ A FRANCO
ANA SHARIFE
Las Palmas fue la
única capital de provincia de toda España donde Franco no fue recibido por el
obispo titular, ni hubo entrada bajo palio en el recinto catedralicio, ni ocupó
sitial alguno en el altar mayor –privilegios que los Acuerdos concedían al Jefe
del Estado–. Es más, durante la visita oficial que éste hizo a Las Palmas, el
26 de octubre de 1950, las puertas de la catedral permanecieron cerradas. Un
hecho insólito en el historial del nuevo régimen que ocuparía titulares en toda
la prensa internacional.
Durante los años de
la guerra civil y hasta finales de la década de los cincuenta, prácticamente
todos los obispos demostraron su fidelidad al régimen de Franco, salvo cuatro
entre los que se encontraba Antonio Pildain y Zapiaín (Lezo 1890–Las Palmas de
Gran Canaria 1973), titular de la diócesis de Canarias entre 1936 y 1966.
El obispo de
Canarias, exdiputado por Guipúzcoa en el Parlamento de la República “denunció
los enormes problemas que atravesaba el país: hambre, paro, pobreza, lujo
desenfrenado de los nuevos ricos”, y “fustigó, con palabras inigualables, toda
explotación del obrero y del necesitado”, escribe el sacerdote Agustín Chil
Estévez en Pildain, un obispo para una época.
Distanciado del
régimen franquista desde el inicio, el prelado contaba con detractores en las
instituciones y en un amplio sector de la Diócesis cuyo “catolicismo fariseo”
denunciaba, pero tenía de su lado el apoyo popular. Por su defensa del pobre y
del obrero se le tildó de “obispo comunista”, pues “a menudo se le veía solo,
ladera abajo, ladera arriba, visitar las chabolas de los más pobres”, subraya
Chil Estévez en un libro publicado en 1987, cuya primera edición se agotó en
una semana.
El compromiso de
Pildain con las víctimas del franquismo fue firme. Logró indultos de condenas
de muerte con sentencias de tribunales militares, consiguió sacar a
encarcelados del penal Lazareto de Gando, donde se hacinaban casi 1.300 presos
–algunos de tan sólo 14 años–, la mayoría
procedentes del campo de concentración de La Isleta.
Pronto, los
reclusos le apodaron “el obispo de los presos”. El prelado los visitaba
continuamente y, mientras estaban encarcelados, atendía económicamente a sus
familias, a los enfermos, e impedía “el funcionamiento del tribunal de
responsabilidades políticas”, pidiendo en el Sínodo del 47 que “ningún cura
diocesano pasara información que pudiera conducir a las autoridades franquistas
a llevar ante los tribunales a los presos”, apunta el teólogo aruquense.
En Gran Canaria, el
régimen franquista se vio tan deslegitimado por Pildain que una noche llegó a
detener y a liberar a 27 detenidos de Arucas que una camioneta conducida por
fuerzas falangistas trasportaba para lanzarlos por la Sima de Jinámar, el lugar
escogido por los afines a la sublevación militar para acabar sumaria y
extrajudicialmente con sus vidas.
En 1959, el propio
prelado solicitó de las más altas esferas de la nación el indulto para Juan
García ‘El Corredera’, icono de libertad y resistencia en la isla. Incluso
logró que el Papa Juan XXIII (protector de no pocos exiliados españoles)
pidiese clemencia al dictador. Según cuenta Alfonso Calzada, abogado de El
Corredera, Pildain le dijo la noche antes en su muerte, al despedirse en su celda:
“No debes arrodillarte Juan, no eres culpable de nada”. Franco hizo caso omiso
y el opositor al franquismo fue asesinado mediante el garrote vil, en la
Prisión Provincial de Barranco Seco de Las Palmas. Entre aquellos muros
murieron cientos de militantes antifranquistas, homosexuales, masones,
profesores e intelectuales.
La trece-catorce al
nacionalcatolicismo
Uno de los
capítulos más interesantes de su ejercicio pontifical fue la trece-catorce que
le hace al “nacionalcatolicismo” (término acuñado por el teólogo José González
Ruiz, en Otra Iglesia para otra España, para denominar la alianza “entre la
espada y la sacristía que gobernó España con mano de hierro”).
El 18 de septiembre
de 1964, el Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII, un Papa que tenía
prohibido pronunciar la palabra “cruzada” en su presencia, proclama la libertad
religiosa y de conciencia como un derecho humano y exige de los gobiernos
católicos que renuncien a sus privilegios.
Cuando la asamblea
conciliar abordaba la intervención del Estado en el nombramiento de los
obispos, un brillante discurso de Antonio Pildain ante el Papa solicita la
supresión del derecho de presentación que tenía el jefe del Estado español
sobre el nombramiento de los obispos, concedido tradicionalmente a las
monarquías absolutas del Antiguo Régimen.
Con la dictadura
franquista las negociaciones para la renovación de las relaciones
Iglesia-Estado ya habían sido muy espinosas. La Santa Sede se mostró reticente
por “el peso de sus anteriores Concordatos con Mussolini con los Pactos de
Letrán y con Hitler con el Reichskonkordat”. De hecho, la firma del concordato
definitivo se alcanzó en agosto de 1953, dos años después de su inicio. Si bien
el Estado se comprometía a sufragar los gastos de las actividades de la
Iglesia, a cambio Franco obtuvo la posibilidad de participar en el nombramiento
de los obispos. Por su parte, la Iglesia recibía significativos privilegios
legales, políticos, económicos, así como una exención fiscal para los bienes y
actividades eclesiásticos, también la capacidad de censura.
En el Vaticano II
Roma quiso revisar a toda costa dicho Concordato para quitarle al dictador sus
privilegios en el nombramiento de obispos. El Papa quería un país de libertad y
respeto a los derechos humanos para España, y en 1965, tras la clausura del
Concilio, los obispos españoles pidieron por carta al régimen franquista que
renunciase al derecho de presentación. En 1968 fue el propio Pablo VI quien
pidió a Franco que renunciase.
Aquel fue un
acontecimiento revolucionario que empujó a la mayoría de los obispos a alejarse
de su hermanamiento con el único régimen fascista que había sobrevivido a la II
Guerra Mundial, lo que contribuyó al fin del nacionalcatolicismo, es decir, la
consideración de la Iglesia romana como “sociedad perfecta” y del catolicismo
como “única religión del Estado”. Pablo VI clausuró el concilio con una máxima:
“Ninguno es extraño, ninguno excluido y ninguno lejano
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