DONDE SE QUEMAN LIBROS…
LAURA
TERCIADO
Mientras unos
queman, otros hacen lo mismo a golpe de prohibición. Ocurre en Estados Unidos,
ocurre también en Europa
… se acabarán quemando también a las personas”. Así reza la frase de Heinrich Heine que, aparte de en ‘Almansor’, también está escrita en una placa en el suelo que puede encontrarse en la Bebelplatz de Berlín. Esto no es casual, ni mucho menos. El triste motivo por el que pueden leerse allí estas palabras es porque este lugar que fue escenario de la quema de miles de libros censurados por los nazis la noche del 10 de mayo de 1933.
Heine escribió esas
palabras muchos años antes de esa trágica noche en la que cientos de personas
miraban arder las páginas de los escritos que consideraban “subversivos”
(decadentes morales, bolcheviques, de espíritu anti-alemán) con el brazo
derecho en alto. Apilaron libros escritos por autores judíos, comunistas y
sobre cualquier tema que promoviese valores democráticos y liberales. Esto
ocurrió apenas tres meses más tarde de que Adolf Hitler ascendiera al poder y
no fue un hecho aislado: esa misma noche fueron quemados otros tantos miles de
ejemplares en las plazas de las universidades.
Esas hogueras
fueron encendidas por las ligas estudiantiles con el consentimiento (y
participación) del cuerpo docente. Esta atrocidad, este ataque directo a la
libertad de expresión y al pensamiento crítico, detrás de la cual estaba
Goebbels, significó también algo muy simbólico: los nazis iban a conquistar la
hegemonía cultural y nadie parecía poner oposición alguna a que las llamas se
extendieran por toda Europa.
Poco puede parecer
que tenga que ver esto con la aberrante escena que corrió como la pólvora hace
varios días en redes sociales, la de William Eigel y Nick Schroer (ambos
senadores republicanos) quemando libros pertenecientes a la supuesta “agenda
liberal woke”… con lanzallamas.
Los lanzallamas
actúan de la misma manera, aunque más inmediata, pero el resultado es el mismo.
Y nos recuerda, igualmente, la fragilidad de la libertad intelectual y la
necesidad de protegerla.
Esta nueva quema de
libros está ahora protagonizada por aquellos que se autodenominan “defensores
de la democracia” y “protectores” de la vida. Y que, lejos de sentir vergüenza,
se reafirman en lo acontecido. De hecho, podemos ver en el perfil de X del
propio Eigel cómo ironiza con las llamas que prendió y afirma “no me retracto
de nada, no me disculpo por nada y lucharé para proteger a los niños en todo
momento”.
La quema de libros
es, igualmente, censura. La quema de libros es un acto de violencia contra el
conocimiento, la opinión y el debate constructivo. La quema de libros es un
atentado contra el diálogo, el fuego es juez y verdugo, y el silencio que
impone es preludio siempre de algo peor. No se debe permitir que haya voces
imperantes y voces disidentes, no se puede imponer la ignorancia.
Mientras unos
queman, otros hacen lo mismo a golpe de prohibición. Ocurre en Estados Unidos,
ocurre también en Europa. Libros que se prohíben en centros educativos, páginas
que se censuran en las estanterías de las librerías, películas que se recortan,
obras de teatro que salen de la programación.
Es lo mismo, aunque
el fuego sea más evidente. Los lanzallamas actúan de la misma manera, aunque
más inmediata, pero el resultado es el mismo. Y nos recuerda, igualmente, la
fragilidad de la libertad intelectual y la necesidad de protegerla. Porque
detrás de las voces “disidentes”, hay personas. Y donde se queman libros… se
acabarán quemando también a esas personas.
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