sábado, 9 de septiembre de 2023

LA AMNISTÍA Y LA AMNESIA


LA AMNISTÍA Y LA AMNESIA

La amnistía, a diferencia del indulto, no es una competencia del poder ejecutivo, condicionada por los límites que impone en cada caso el poder judicial, sino que compete al poder legislativo: las Cortes Generales.

VICTORIA ROSELL AGUILAR

La amnistía es una cuestión compleja, pero no por ello debemos renunciar a debatir sobre ella como parecen pretender las derechas, tan partidarias de pasar página antes de leerla, sobre todo si no están en condiciones de dictarla. Esgrimen motivos pretendidamente jurídicos que les permitan sustituir el diálogo por argumentos de autoridad. Pero son motivos endebles, carentes del suficiente rigor y fundamento.

Resultaría paradójico, en una sociedad menos acostumbrada a su incoherencia, el rechazo público y apriorístico a cualquier ley de amnistía por parte de quienes encarnan la oposición a las leyes y políticas de memoria democrática y a la vez defienden la autoamnistía de la dictadura y sus graves crímenes contra la humanidad. La Ley de Amnistía de 1977 no se luchó y aprobó para impedir la investigación de los crímenes cometidos y la búsqueda de los restos de las personas represaliadas. Pero las derechas política y judicial hace tiempo que ganaron esa batalla, y la interpretación y aplicación de la amnistía amparó a quienes habían quebrantado violentamente el orden constitucional durante décadas. En este país siempre se exige paciencia, sacrificio y generosidad a los mismos: una generación de demócratas que se jugó la vida en las calles exigiendo amnistía y libertad, sin imaginar que se aprobaría para el dictador y sus torturadores, edificando una democracia sobre cimientos con demasiado barro de silencio y desmemoria.

 

La definición clásica de amnistía en los textos jurídicos utilizaba la palabra amnesia, con la que comparte procedencia griega: a (privación o negación) y mnésis (memoria). Se dice que es la amnesia o el olvido del delito, frente al indulto, que es el perdón. Pero la amnesia -la pérdida de memoria- no es voluntaria, consentida, negociada y pactada. Históricamente la amnistía – no la autoamnistía o el auto indulto que se impone desde una posición de poder- se justifica en pro de una reconciliación nacional que debe ser compatible con garantizar justicia en los casos de graves violaciones de derechos humanos, conforme a las normas de la justicia transicional. Es la diferencia esencial respecto de las antidemocráticas leyes de obediencia debida, punto final y otros eufemismos incapaces de neutralizar el hedor de la impunidad. Además un proceso de reconciliación no debe limitarse a la estrecha mirada de una perspectiva exclusivamente penal o punitiva sobre un conflicto social y político que se trata de superar, sino que debe ir acompañada de un diálogo entre instituciones y también con la sociedad civil para que, lejos de abonar la arbitrariedad, contribuya al fortalecimiento del Estado de Derecho.

 

Una ley de amnistía en su concepción actual tiene por objeto una pluralidad de delitos constituidos por actos cometidos con una finalidad que se considera política y no criminal, siempre limitados a un período de tiempo, y normalmente también con otros límites legales que afectan a los delitos conexos o relacionados, como excluir delitos de sangre y los que originan mayor repulsa en las sociedades civilizadas y los ordenamientos jurídicos, nacionales e internacionales. Y siempre afecta a una pluralidad de personas, que no ha de compartir organización, pero sí objetivos y estrategias comunes.

 

En estos días se alzan voces que pretenden negar esa posibilidad y defienden la inconstitucionalidad previa de cualquier ley de amnistía, independientemente del contenido que pueda albergar. Pero nuestra Constitución solo proclama al respecto, en el artículo 62.i, que corresponde al rey ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, y que no podrá autorizar indultos generales. Por lo tanto, los indultos han de ser siempre individuales, pero no se prohíbe la amnistía. Resulta obvio que la ausencia de prohibición expresa no bastaría para considerarla legítima si contradijera otros preceptos o principios esenciales de nuestro ordenamiento jurídico constitucional. Pero resulta insostenible que regular la amnistía, a priori, vulnere la Constitución.

 

Hay fundamentalmente dos sentencias conocidas del Tribunal Constitucional en materia de amnistía: la primera es la STC 147/1986, de 25 de noviembre, sobre la ley de 1984 que corrigió la de 1977 para añadir la imprescriptibilidad de la reclamación de derechos laborales de las personas represaliadas por el franquismo, cuyas demandas se habían visto frustradas ante las Magistraturas de Trabajo. En aquella sentencia el TC declaró la constitucionalidad de la ampliación de la Ley de Amnistía de 1977 que se llevó a cabo mediante otra ley en 1984, sin hallar óbice constitucional a su regulación. La segunda es la STC 73/2017 de 8 de junio de 2017 que declaró inconstitucional el Decreto-Ley por el que el gobierno de Rajoy aprobó la denominada “amnistía fiscal”. No es cierto que el TC sentenciara la inconstitucionalidad de la amnistía en general, sino de un Decreto Ley que “en lugar de servir a la lucha contra el fraude fiscal”, supuso “la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, artículo 31.1 de la CE”. Por tanto, la única amnistía inconstitucional fue la de Montoro. Pero no porque una ley no pueda regularla, como han sostenido algunos opinadores de brocha gorda; sino porque el contenido de esta norma (un Decreto-Ley) vulneraba un concreto precepto constitucional. Realmente aquella no fue técnicamente una ley de amnistía, como la aprobada en 1977 y modificada en 1984, que evidencia que hemos mantenido durante 45 años la plena constitucionalidad de la Ley de Amnistía. Es jurídicamente insostenible que se haya tornado en inconstitucional con el paso del tiempo.

 

En normas jerárquicamente inferiores, recordaba recientemente José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo, que la amnistía continúa regulada en nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, art. 666.4 a 679, como un artículo de previo pronunciamiento -que permite evitar la apertura del juicio- cuya concurrencia determina el archivo definitivo –sobreseimiento libre- por parte del Tribunal, equivalente a estos efectos a una sentencia absolutoria. Cabe subrayar que se trata de artículos que han sido reformados en 1995 y 2015, no es que se hayan mantenido ahí intactos y olvidados por el legislador desde 1882, pese a lo cual no han sido objeto de derogación tácita ni expresa, ni de tacha de inconstitucionalidad por parte del legislador que los reformó.

 

«Podría describirse gráficamente el indulto como institución vertical y la amnistía como horizontal para ilustrar que una ley de amnistía significa mucho más que el perdón, que al fin y al cabo es una medida de gracia que lleva intrínseca la asunción del poder discrecional de quien lo concede y de la ilicitud del acto cometido por quien obtiene el perdón.»

Una vez descartado el argumentario pretendidamente jurídico, considero preciso ahondar en una cuestión esencial para afrontar este debate ciudadano, y es comprender que quienes aseguran que en nuestro ordenamiento constitucional no cabe ninguna regulación de la amnistía, cualquiera que sea su contenido, tratan de imponernos una limitación extraordinaria del poder legislativo, de la capacidad del Congreso y el Senado para proponer, negociar y aprobar una ley, siguiendo las reglas constitucionales. Asumir esta interpretación y reducir el poder del Parlamento es restar poder a la ciudadanía, al pueblo soberano allí representado y del que emanan los poderes del Estado, de los cuales solo el primero de ellos - el legislativo- puede cambiar las normas, siempre con las debidas garantías formales y de contenido, que es el respeto a la Constitución, único límite al poder legislativo en nuestro Estado social y democrático de Derecho. Es una interpretación interesada de las reglas del juego que como consecuencia nos resta democracia, en tiempos de planteamientos de anti política que son profundamente reaccionarios, y que prefieren la respuesta penal, mediante la criminalización del oponente político, a la propuesta política y legislativa, aún a costa de la degradación de las instituciones constitucionales.

 

Frente a esta estrategia deconstituyente, considero que regular la amnistía no solo tiene cabida en la Constitución, sino que es profundamente democrático defender que las vías esenciales de solución al conflicto catalán, y cualquier otro de índole política, deben regresar a las manos del Poder Legislativo, y no del Poder Judicial, que es el que ostenta menor legitimidad democrática de origen. A estas alturas creo que la mayoría del país admite la evidencia de que la judicialización del conflicto catalán fue la constatación de un fracaso político, en el que asistimos a la cesión al poder judicial de la potestad de fijar las reglas del juego y sus límites. La política inoperante en la negociación y el pacto acude al argumento de autoridad judicial, en defecto de la propia “auctoritas” y de la calidad democrática de nuestro sistema, que sufre las consecuencias de la hipertrofia de la judicialización de la vida política, mientras además bloquea de manera interesada, escandalosa e inconstitucional al órgano de gobierno y teóricamente de control de ese poder judicial.

 

La amnistía que podemos aprobar no es amnesia, y tampoco es indulto. El indulto es una potestad del Poder Ejecutivo -antes una prerrogativa real- de perdonar, total o parcialmente, las consecuencias de un delito impuestas por el Poder Judicial. Se conmutan penas que son conformes a la ley, y así se reconoce, pero hay razones de justicia, equidad o utilidad pública que justifican el perdón, que no alcanza a borrar los demás efectos del delito, ni la condición de condenado, ni los antecedentes penales. El indulto no es una facultad tan extensa como algunos dan a entender, ni contraria al poder judicial o limitativa de sus potestades, ya que se regula en la ley, que es la que legitima la actuación del poder judicial, también obligado a cumplir el Derecho y sometido a su imperio, y no vulnera las funciones que le reserva exclusivamente la Constitución en su artículo 117: juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Pero además, el perdón requiere la opinión favorable del tribunal sentenciador, y en caso contrario, solo puede el Gobierno acordar la reducción de la condena, pero no el indulto total: la ley de 1870 que regula el indulto limita la potestad del Gobierno en caso de no contar con la voluntad del poder judicial.

 

La amnistía, a diferencia del indulto, no es una competencia del poder ejecutivo, condicionada por los límites que impone en cada caso el poder judicial, sino que compete al poder legislativo: las Cortes Generales. Y su efecto no se limita al perdón de las penas, en todo o en parte, sino que -pendiente su regulación y las opciones que decidan nuestros representantes políticos- tiene la virtualidad de borrar retroactivamente el delito cometido, y por ello es unas institución con más potencia y capacidad de reparación. Pero, por encima de las decisiones y modalidades que se plasmen en una ley, insisto en la defensa de su legitimidad democrática, que es la del poder legislativo: dependerá de que la mayoría que encarna la representación popular considere justificado y pacte, con el nivel de detalle que sea necesario, en una ley las condiciones y efectos de algo que se considera esencial en la vía de la solución negociada al conflicto catalán. No olvidemos que, previamente, se reformó la regulación de los delitos de sedición y malversación, que fue una corrección a futuro pero que debió haber producido los efectos retroactivos de la ley penal más favorable, en un caso de clara rebaja de las penas por haber variado la consideración del legislador acerca de la menor gravedad de esos delitos; pero no tuvo en los tribunales de justicia el efecto deseado.

 

Podría describirse gráficamente el indulto como institución vertical y la amnistía como horizontal para ilustrar que una ley de amnistía significa mucho más que el perdón, que al fin y al cabo es una medida de gracia que lleva intrínseca la asunción del poder discrecional de quien lo concede y de la ilicitud del acto cometido por quien obtiene el perdón. La amnistía, por el contrario, significa que el poder que representa la soberanía popular decide enmendar al legislador anterior y declarar formalmente que aquellos actos no es que merezcan ser perdonados ni una reducción graciosa de la pena, sino que no debieron considerarse delitos; por eso no borra solo la pena en todo o en parte, sino todos sus efectos, incluidos los antecedentes penales, a diferencia del indulto; y sobre esa decisión consentida y mutua será posible edificar el futuro sobre sólidos cimientos democráticos.

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