LA AMNISTÍA Y LA AMNESIA
La amnistía, a
diferencia del indulto, no es una competencia del poder ejecutivo, condicionada
por los límites que impone en cada caso el poder judicial, sino que compete al
poder legislativo: las Cortes Generales.
VICTORIA
ROSELL AGUILAR
La amnistía es una cuestión compleja, pero no por ello debemos renunciar a debatir sobre ella como parecen pretender las derechas, tan partidarias de pasar página antes de leerla, sobre todo si no están en condiciones de dictarla. Esgrimen motivos pretendidamente jurídicos que les permitan sustituir el diálogo por argumentos de autoridad. Pero son motivos endebles, carentes del suficiente rigor y fundamento.
Resultaría paradójico, en una sociedad menos acostumbrada a su incoherencia, el rechazo público y apriorístico a cualquier ley de amnistía por parte de quienes encarnan la oposición a las leyes y políticas de memoria democrática y a la vez defienden la autoamnistía de la dictadura y sus graves crímenes contra la humanidad. La Ley de Amnistía de 1977 no se luchó y aprobó para impedir la investigación de los crímenes cometidos y la búsqueda de los restos de las personas represaliadas. Pero las derechas política y judicial hace tiempo que ganaron esa batalla, y la interpretación y aplicación de la amnistía amparó a quienes habían quebrantado violentamente el orden constitucional durante décadas. En este país siempre se exige paciencia, sacrificio y generosidad a los mismos: una generación de demócratas que se jugó la vida en las calles exigiendo amnistía y libertad, sin imaginar que se aprobaría para el dictador y sus torturadores, edificando una democracia sobre cimientos con demasiado barro de silencio y desmemoria.
La definición
clásica de amnistía en los textos jurídicos utilizaba la palabra amnesia, con
la que comparte procedencia griega: a (privación o negación) y mnésis
(memoria). Se dice que es la amnesia o el olvido del delito, frente al indulto,
que es el perdón. Pero la amnesia -la pérdida de memoria- no es voluntaria,
consentida, negociada y pactada. Históricamente la amnistía – no la
autoamnistía o el auto indulto que se impone desde una posición de poder- se
justifica en pro de una reconciliación nacional que debe ser compatible con
garantizar justicia en los casos de graves violaciones de derechos humanos,
conforme a las normas de la justicia transicional. Es la diferencia esencial
respecto de las antidemocráticas leyes de obediencia debida, punto final y
otros eufemismos incapaces de neutralizar el hedor de la impunidad. Además un
proceso de reconciliación no debe limitarse a la estrecha mirada de una
perspectiva exclusivamente penal o punitiva sobre un conflicto social y
político que se trata de superar, sino que debe ir acompañada de un diálogo
entre instituciones y también con la sociedad civil para que, lejos de abonar
la arbitrariedad, contribuya al fortalecimiento del Estado de Derecho.
Una ley de amnistía
en su concepción actual tiene por objeto una pluralidad de delitos constituidos
por actos cometidos con una finalidad que se considera política y no criminal,
siempre limitados a un período de tiempo, y normalmente también con otros
límites legales que afectan a los delitos conexos o relacionados, como excluir
delitos de sangre y los que originan mayor repulsa en las sociedades
civilizadas y los ordenamientos jurídicos, nacionales e internacionales. Y
siempre afecta a una pluralidad de personas, que no ha de compartir
organización, pero sí objetivos y estrategias comunes.
En estos días se
alzan voces que pretenden negar esa posibilidad y defienden la
inconstitucionalidad previa de cualquier ley de amnistía, independientemente
del contenido que pueda albergar. Pero nuestra Constitución solo proclama al
respecto, en el artículo 62.i, que corresponde al rey ejercer el derecho de
gracia con arreglo a la ley, y que no podrá autorizar indultos generales. Por
lo tanto, los indultos han de ser siempre individuales, pero no se prohíbe la
amnistía. Resulta obvio que la ausencia de prohibición expresa no bastaría para
considerarla legítima si contradijera otros preceptos o principios esenciales
de nuestro ordenamiento jurídico constitucional. Pero resulta insostenible que
regular la amnistía, a priori, vulnere la Constitución.
Hay
fundamentalmente dos sentencias conocidas del Tribunal Constitucional en
materia de amnistía: la primera es la STC 147/1986, de 25 de noviembre, sobre
la ley de 1984 que corrigió la de 1977 para añadir la imprescriptibilidad de la
reclamación de derechos laborales de las personas represaliadas por el franquismo,
cuyas demandas se habían visto frustradas ante las Magistraturas de Trabajo. En
aquella sentencia el TC declaró la constitucionalidad de la ampliación de la
Ley de Amnistía de 1977 que se llevó a cabo mediante otra ley en 1984, sin
hallar óbice constitucional a su regulación. La segunda es la STC 73/2017 de 8
de junio de 2017 que declaró inconstitucional el Decreto-Ley por el que el
gobierno de Rajoy aprobó la denominada “amnistía fiscal”. No es cierto que el
TC sentenciara la inconstitucionalidad de la amnistía en general, sino de un
Decreto Ley que “en lugar de servir a la lucha contra el fraude fiscal”, supuso
“la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de
todos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, artículo 31.1 de
la CE”. Por tanto, la única amnistía inconstitucional fue la de Montoro. Pero
no porque una ley no pueda regularla, como han sostenido algunos opinadores de
brocha gorda; sino porque el contenido de esta norma (un Decreto-Ley) vulneraba
un concreto precepto constitucional. Realmente aquella no fue técnicamente una
ley de amnistía, como la aprobada en 1977 y modificada en 1984, que evidencia
que hemos mantenido durante 45 años la plena constitucionalidad de la Ley de
Amnistía. Es jurídicamente insostenible que se haya tornado en inconstitucional
con el paso del tiempo.
En normas
jerárquicamente inferiores, recordaba recientemente José Antonio Martín Pallín,
magistrado emérito del Tribunal Supremo, que la amnistía continúa regulada en
nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, art. 666.4 a 679, como un artículo de
previo pronunciamiento -que permite evitar la apertura del juicio- cuya
concurrencia determina el archivo definitivo –sobreseimiento libre- por parte
del Tribunal, equivalente a estos efectos a una sentencia absolutoria. Cabe
subrayar que se trata de artículos que han sido reformados en 1995 y 2015, no
es que se hayan mantenido ahí intactos y olvidados por el legislador desde
1882, pese a lo cual no han sido objeto de derogación tácita ni expresa, ni de
tacha de inconstitucionalidad por parte del legislador que los reformó.
«Podría describirse
gráficamente el indulto como institución vertical y la amnistía como horizontal
para ilustrar que una ley de amnistía significa mucho más que el perdón, que al
fin y al cabo es una medida de gracia que lleva intrínseca la asunción del
poder discrecional de quien lo concede y de la ilicitud del acto cometido por
quien obtiene el perdón.»
Una vez descartado
el argumentario pretendidamente jurídico, considero preciso ahondar en una
cuestión esencial para afrontar este debate ciudadano, y es comprender que
quienes aseguran que en nuestro ordenamiento constitucional no cabe ninguna
regulación de la amnistía, cualquiera que sea su contenido, tratan de
imponernos una limitación extraordinaria del poder legislativo, de la capacidad
del Congreso y el Senado para proponer, negociar y aprobar una ley, siguiendo
las reglas constitucionales. Asumir esta interpretación y reducir el poder del
Parlamento es restar poder a la ciudadanía, al pueblo soberano allí
representado y del que emanan los poderes del Estado, de los cuales solo el
primero de ellos - el legislativo- puede cambiar las normas, siempre con las
debidas garantías formales y de contenido, que es el respeto a la Constitución,
único límite al poder legislativo en nuestro Estado social y democrático de
Derecho. Es una interpretación interesada de las reglas del juego que como
consecuencia nos resta democracia, en tiempos de planteamientos de anti
política que son profundamente reaccionarios, y que prefieren la respuesta
penal, mediante la criminalización del oponente político, a la propuesta
política y legislativa, aún a costa de la degradación de las instituciones
constitucionales.
Frente a esta
estrategia deconstituyente, considero que regular la amnistía no solo tiene
cabida en la Constitución, sino que es profundamente democrático defender que
las vías esenciales de solución al conflicto catalán, y cualquier otro de
índole política, deben regresar a las manos del Poder Legislativo, y no del
Poder Judicial, que es el que ostenta menor legitimidad democrática de origen.
A estas alturas creo que la mayoría del país admite la evidencia de que la
judicialización del conflicto catalán fue la constatación de un fracaso político,
en el que asistimos a la cesión al poder judicial de la potestad de fijar las
reglas del juego y sus límites. La política inoperante en la negociación y el
pacto acude al argumento de autoridad judicial, en defecto de la propia
“auctoritas” y de la calidad democrática de nuestro sistema, que sufre las
consecuencias de la hipertrofia de la judicialización de la vida política,
mientras además bloquea de manera interesada, escandalosa e inconstitucional al
órgano de gobierno y teóricamente de control de ese poder judicial.
La amnistía que
podemos aprobar no es amnesia, y tampoco es indulto. El indulto es una potestad
del Poder Ejecutivo -antes una prerrogativa real- de perdonar, total o
parcialmente, las consecuencias de un delito impuestas por el Poder Judicial.
Se conmutan penas que son conformes a la ley, y así se reconoce, pero hay
razones de justicia, equidad o utilidad pública que justifican el perdón, que
no alcanza a borrar los demás efectos del delito, ni la condición de condenado,
ni los antecedentes penales. El indulto no es una facultad tan extensa como
algunos dan a entender, ni contraria al poder judicial o limitativa de sus
potestades, ya que se regula en la ley, que es la que legitima la actuación del
poder judicial, también obligado a cumplir el Derecho y sometido a su imperio,
y no vulnera las funciones que le reserva exclusivamente la Constitución en su
artículo 117: juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Pero además, el perdón
requiere la opinión favorable del tribunal sentenciador, y en caso contrario,
solo puede el Gobierno acordar la reducción de la condena, pero no el indulto
total: la ley de 1870 que regula el indulto limita la potestad del Gobierno en
caso de no contar con la voluntad del poder judicial.
La amnistía, a
diferencia del indulto, no es una competencia del poder ejecutivo, condicionada
por los límites que impone en cada caso el poder judicial, sino que compete al
poder legislativo: las Cortes Generales. Y su efecto no se limita al perdón de
las penas, en todo o en parte, sino que -pendiente su regulación y las opciones
que decidan nuestros representantes políticos- tiene la virtualidad de borrar
retroactivamente el delito cometido, y por ello es unas institución con más
potencia y capacidad de reparación. Pero, por encima de las decisiones y
modalidades que se plasmen en una ley, insisto en la defensa de su legitimidad
democrática, que es la del poder legislativo: dependerá de que la mayoría que
encarna la representación popular considere justificado y pacte, con el nivel
de detalle que sea necesario, en una ley las condiciones y efectos de algo que
se considera esencial en la vía de la solución negociada al conflicto catalán.
No olvidemos que, previamente, se reformó la regulación de los delitos de
sedición y malversación, que fue una corrección a futuro pero que debió haber
producido los efectos retroactivos de la ley penal más favorable, en un caso de
clara rebaja de las penas por haber variado la consideración del legislador
acerca de la menor gravedad de esos delitos; pero no tuvo en los tribunales de
justicia el efecto deseado.
Podría describirse
gráficamente el indulto como institución vertical y la amnistía como horizontal
para ilustrar que una ley de amnistía significa mucho más que el perdón, que al
fin y al cabo es una medida de gracia que lleva intrínseca la asunción del
poder discrecional de quien lo concede y de la ilicitud del acto cometido por
quien obtiene el perdón. La amnistía, por el contrario, significa que el poder
que representa la soberanía popular decide enmendar al legislador anterior y
declarar formalmente que aquellos actos no es que merezcan ser perdonados ni
una reducción graciosa de la pena, sino que no debieron considerarse delitos;
por eso no borra solo la pena en todo o en parte, sino todos sus efectos,
incluidos los antecedentes penales, a diferencia del indulto; y sobre esa
decisión consentida y mutua será posible edificar el futuro sobre sólidos
cimientos democráticos.
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