EL SEÑOR DE LAS MOSCAS
GABRIELA WIENER
Escritora, poeta y periodista
Imagen aérea del pesquero 'Adriana' tomada
por Frontex el pasado 13 de junio en zona SAR griega. Foto: FRONTEX
El verano me pilló matando moscas. Irrumpieron un día desde el aire. Ellas y sus vástagos, como en cientos de vuelos clandestinos. Un día había tantas en mi casa que me hice adicta a su exterminio, es decir no solo quería matarlas, quería acabar con ellas. Qué extraña sensación la de convertirme en el ángel exterminador, en un nazi de las moscas.
Al principio solo pretendía espantarlas
colgando de lo alto bolsas de plástico transparente llenas de agua. Se supone
que el prisma colorido del reflejo de la luz en el agua lograría espantarlas o
quizá su propio horrible reflejo, pero estas moscas nunca cayeron en la trampa
de Narciso. Quizá había algo de David en ellas y de Goliat en mí. Me flipaba
que tantas consiguieran librarse de mi golpe siendo tan insignificantes. Se
sabe que deben su habilidad para escapar a un sofisticado sistema de defensa
que los hace anticiparse a los movimientos de su atacante y responder con
movimientos de unos 200 milisegundos. Demasiados siglos siendo las nadies te da
algún talento.
Empecé a matarlas porque me fastidiaban,
dándome pequeños toques como si yo fuera un trozo más de fruta que morder,
metiéndose en mi cocina, en mi salón, en mis habitaciones, en mi cama, en mi
vida, oliendo todo, saboreando todo. ¿Es eso lo que hacen cuando se detienen?
¿O es que en realidad están pensando? ¿Ven diez películas simultáneas de
nuestra vida con sus ojos compuestos? ¿Se frotan las manos porque planean algo
que no sabemos? ¿Se ríen aunque estén muy serias?
Creo que las segrego, las mato por
incomprensión. Porque no entiendo lo que quieren. Los mosquitos quieren mi
sangre. ¿Qué quieren las moscas? Así que la falta absoluta de sentido de sus
vuelos y posados me empujó al crimen más impune, desde la superioridad de mi
raza, mi inteligencia y mi tamaño. El suelo se llenó de mosquitas muertas, la
alfombra de mi ego humano. Una mañana una mosca me despertó posándose en mi
nariz y quise saber escribir tan bien como Clarice Lispector, al menos para
vengarme. Poco después de ver los primeros cadáveres de mosca caer al suelo,
flotar en el agua, empecé a sentir algo que pasó del alivio a la satisfacción y
luego al placer. Pude meterme por fin en la cabeza de un nazi. Fue mucho mejor
que ver una peli true crime en Netflix.
Colgué unas cuantas cintas pegajosas en
la frontera que separa mi vida de la suya y vertí cristales de veneno en
pequeños platos tentadores. Me hice con un matamoscas sencillo en una mano y un
flux flux lleno de agua con algo de detergente en la otra. Había descubierto
que pulverizando a la mosca estática o voladora conseguía mojar sus alas y
debilitarla física y psicológicamente. Después de rociarlas estaban listas para
la muerte. Un sencillo tiro de gracia, zapatazo o libro. Como una lancha a la
deriva en el mar.
Fui mezclando distintas formas de
violencia, de vallas a concertinas, de naufragios a muros, que unidas
conseguían el objetivo, tenerlas acorraladas. Leí que lo que quieren las moscas
es sentir nuestro calor, les atrae nuestra temperatura corporal porque ellas
son bichos de sangre fría. Les llama nuestro privilegio, ese es el verdadero
efecto llamada. Aman oler nuestra mierda. Aman nuestro calor y darse baños de
sol. Qué raras son.
La cuestión de la cinta adhesiva
atrapamoscas fue un descubrimiento que me produjo una emoción más grande que la
del sastrecillo valiente. Por ir gritando que había matado siete moscas, el
mundo empezó a pensar que había matado siete gigantes. Sin duda el de este
cordón sanitario lleno de melosería es el método más vulgar y a la vez más
cruel. Su eficacia está probada pues en unas horas la cinta puede ennegrecerse
totalmente por haber atrapado hasta un centenar de moscas. Empecé a encontrar
musical el murmullo de su desconcierto, o debería decir de su agonía, una vez
que sus patas, sus alas o cualquier otra parte de su cuerpo quedaba adherida al
celo, ahí las veía morir sin que se me moviera un pelo. Me acostumbré como a
las fotos de migrantes muertos en los diarios. No mueren enseguida. No quiero
saber cuánto tardan en morir pero no mueren enseguida. Ni siquiera se cogen de
las manos aunque estén todas juntas mirando fijamente su final. Hasta que el
ruido de la vida deja de escucharse.
Pero qué placentero fue liberar
territorios, quitarles derechos. Hasta que ni una mosca estuvo ahí para
robarnos nuestra comida, nuestros trabajos, nuestras mujeres. Las moscas y yo
fuimos este verano dos universos incapaces de comunicarse entre sí. Y aún
cuando les haya dado muerte, seguirán viniendo a nuestras costas en busca de
una vida mejor y nosotros, seres humanos mosqueados, seguiremos pretendiendo
controlarlas en nuestro odio y desprecio, sintiéndonos mucho mejores que ellas.
¿Qué se creen? ¿Que tienen derecho a vacaciones, a la lujuria, a la vida? Ni
una mosca se va a burlar de mí. Yo soy Europa y tú, extranjero, eres solo una
mosca en mi plato.
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