LOS FANÁTICOS DEL RETROCESO
Reflexiones previas a
la investidura
MANUEL
RIVAS
El coruñés Juan
Fernández Latorre en una caricatura de 1887
realizada por el
dibujante Ramón Cilla.
La Wikipedia, y hay que citar a los clásicos, cuenta esto sobre Juan Fernández Latorre: “En 1869 redactó una proclama, que le supuso ser condenado a muerte, pena que le fue conmutada por la de cadena perpetua. Huyó a Francia de donde regresó con ocasión de la amnistía de 1870”.
Cuando escribió aquel manifiesto revolucionario, Fernández Latorre era sargento de infantería en Madrid. Nacido en A Coruña, un vivero democrático, era desde joven un convencido republicano. Después de volver del exilio, y proclamada la Primera República española el 11 de febrero de 1873, fue elegido diputado. Pronto tendría que volver al exilio: un golpe de Estado militar acabó con aquella experiencia democrática que no llegó a durar un año. La embestida reaccionaria se nos presentaba, en la escuela franquista, como una simpática gesta equina: el capitán general Pavía entraba a caballo en el Congreso y ponía punto final de un relincho. En realidad, el caballo de Pavía no tuvo la culpa. Nunca entró en el Congreso.
En 1885 después de
su segundo exilio, y con otros coruñeses de espíritu republicano, Juan
Fernández Latorre pudo fundar La Voz de Galicia. Hoy en día es el principal
periódico gallego y el tercero en ventas y número de lectores en toda España,
por delante de cabeceras como Abc o La Vanguardia. Según el último Estudio
General de Medios, solo tienen más audiencia El País y El Mundo. Un hecho
excepcional, teniendo en cuenta la realidad demográfica.
¿Por qué me ha
venido a la cabeza, precisamente hoy, el recuerdo de Juan Fernández Latorre? Me
gustaba mucho escuchar la historia de este ilustre militar, periodista y
político coruñés, contada por el escritor Carlos Casares. En privado y en
público, Casares tenía ese don de escribir entre labios y las palabras acudían
alegremente a su boca. Hablase de las aventuras de su gato Samuel o del señor
Albor, renombrado proctólogo y presidente de la Xunta, inspeccionando un grano
muy fastidioso en el ojo del culo de un diputado, y en un despacho del
Parlamento. Otra aventura.
El caso es que
cuando hablaba Casares, fuese en una sobremesa o en una conferencia, siempre se
esperaba ese momento mágico de la chispa final, el triunfo del pueblo de la
risa. Y si no era en forma de carcajada, era con la realidad inteligente de la
sonrisa. El saber poner el ramo al final de un cuento o un sucedido.
Pero lo que hoy
recuerdo es un Casares serio. Al principio y al final. Contaba la vida de Juan
Fernández Latorre y parecía una parábola que atravesaba el tiempo. Quedaba en
el aire un polen de pensamiento crítico. Se sentía el viento en las ramas. Una
sacudida de las conciencias.
La secuencia era
esta. Un hombre de profesión militar, amante de la libertad, hace una proclama
subversiva que entra en conflicto con la ley establecida, con la palabra de orden.
No se impone con violencia, no causa terror. Él considera que cumple un deber
cívico, pero está rebelándose contra la jerarquía. Desafía la ley, desobedece
órdenes. Es condenado a muerte, pena que será conmutada por cadena perpetua. Y
consigue huir.
Casares no era muy
amigo de moralejas, así que el remate al relato era una pregunta. ¿Qué
beneficio, qué fruto, qué utilidad tendría que aquel condenado hubiese sido
ejecutado o que se cumpliese el castigo de permanecer en prisión de por vida?
Aquel hombre rebelde, cuando se estableció un régimen de libertad, pudo volver
a su país gracias a una amnistía y rehacer la vida con una vocación cívica y
una excitación creativa frente a la pulsión destructiva.
Sobre excitaciones
históricas, hay otra anécdota “pensativa” de la que gustaba Casares. Una que
contaba Josep Fontana. Un periodista preguntó a don Ramón Carande, maestro de
historiadores: “Don Ramón, resúmame usted la Historia de España en dos
palabras”. Y la respuesta del maestro, recordaba Fontana, no se hizo esperar:
“Demasiados retrocesos”.
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