LA AUTORIDAD Y LA VERGÜENZA
GONZALO
TORNÉ
1. La literatura está repleta de caídas de grandes hombres, varones cuya voluntad parecía capaz de imponerse a cualquier impedimento y que unas horas después quedan postrados en la vergüenza.
Edipo quiso averiguar demasiado sobre sí mismo y acabó arrancándose los ojos. Saúl pretendía administrar su clemencia contra los designios de Dios y en pocos años se pudrieron su casa y su descendencia. Los Enriques y Ricardos de Shakespeare caen una y otra vez en la trituradora insaciable de la política… La lista puede ser tan extensa como queramos. También conocemos la historia de caballeros destrozados en el remolino de la pasión, como Tristán, o de mafiosos atrapados como ratoncitos por un descuido en la declaración de la renta.
Algo vincula todas
estas caídas: al poderoso le empuja siempre un tribunal superior cuya autoridad
ha desatendido: el Destino, Dios, la pesadilla sin rostro de la Historia,
pasiones irracionales o el Ministerio de Hacienda. Quizás por eso nos sorprende
tanto cuando un poderoso, en la ficción o en el telediario, cae empujado por la
influencia de personas a las que por su género, raza o clase social se había
acostumbrado a ver como débiles e indefensas, dependientes.
Son historias que
desconciertan por desarrollarse a contrapelo de la costumbre, pero cuya novedad
es relativa, pues escritores como Philip Roth o J.M. Coetzee empezaron a
explorarlas hace más de dos décadas. Propongo comparar dos novelas de estos dos
autores publicadas casi al mismo tiempo; me refiero, por supuesto, a La mancha
humana, de Philip Roth (1998), y a Desgracia (2000), de J.M. Coetzee.
2. La mancha humana
cuenta la caída de Coleman Silk, profesor de griego y latín (un representante
de la autoridad universitaria) que pierde su puesto y el reconocimiento de sus
vecinos en la pequeña comunidad donde vive por preguntar si dos alumnos que no
acuden a clase se han desvanecido como un “humo negro”. Los alumnos resultan
ser negros y Silk se enfrenta a una acusación de racismo.
Nos sorprende
cuando un poderoso cae empujado por la influencia de personas a las que por su
género, raza o clase social se había acostumbrado a ver como débiles
Pero las cosas son
un poco más complicadas: lo que de verdad conduce a la expulsión de Silk de la
universidad no es tanto el comentario como la negativa a disculparse. Silk
esgrime buenos motivos (citaba a Homero, desconocía el color de piel de sus
alumnos, no hay nada intrínsecamente racista en señalar que la noche o la
gasolina son negras) para oponerse a la demanda de unos estudiantes que no
reconocen la autoridad de sus argumentos. Silk está convencido de que son los
alumnos y el pequeño avispero de colegas resentidos e intrigantes que deciden
seguir adelante con el expediente los que deben sentir vergüenza, y no él.
El viejo profesor
encara el enfrentamiento como el paladín de una cultura capaz de manejar la
ironía frente a la dictadura de la literalidad y de los miembros de una “raza”
que parecen exigir la reparación continua de ofensas que no han sufrido en sus
carnes. Está convencido de que la razón (como el prestigio y la autoridad)
están de su lado, pero calcula mal sus fuerzas (o las de sus oponentes) y
termina expulsado, marginado y viendo cómo la tensión soportada conduce a su
esposa a la muerte. Silk cae y se hunde en el desastre vital por no querer
disculparse de unas palabras que los débiles (alumnos y negros) han
tergiversado.
Pero Roth no sería
Roth sin un poco de imaginación lúbrica: lo que termina conduciendo a Silk a la
marginación, el aislamiento, el conflicto continuo y la muerte no es el
desprecio de la “raza” sino la relación con una mujer divorciada y cuarenta
años más joven que él, con la que supera el breve duelo con una esposa con la
que el sexo había terminado disuelto en la rutina y en una diluida impotencia.
El triángulo entre el casi octogenario Silk, la treintañera Faunia y el milagro
químico de la Viagra le permite a Roth escribir páginas muy inspiradas sobre
las fuerzas renovadoras de la pasión y también encarar el auténtico objetivo de
sus iras: la oleada de “puritanismo, mojigatería y gazmoñería” que según él
inundó Estados Unidos, sus redacciones y sus universidades, reanimando la
afición más arraigada del país: juzgar la vida privada de sus figuras públicas
hasta someterlas.
La parte más
visible de la pirámide de acusaciones de Roth es el intento de incapacitar al
presidente Clinton por haber negado las relaciones sexuales que mantenía con
Monica Lewinsky, becaria no remunerada de la Casa Blanca, en el Despacho Oval.
Roth considera algo secundario, por no decir intrascendente, el desequilibrio
de poder y las posibles coacciones (¿qué relación no está plagada de sutiles y
cambiantes relaciones de poder?) con las que un presidente de Estados Unidos
puede someter la voluntad de una trabajadora no remunerada. Todos estos matices
y reservas quedan aplastados al galope por las herraduras de una defensa de la
libertad personal en la esfera privada: nadie tiene derecho a juzgar lo que
deciden hacer dos personas adultas dentro de la legalidad.
Silk y Faunia no
pueden disfrutar libremente de su amor por los recelos de sus familiares
(contagiados de puritanismo) y los anónimos que recibe Silk, en los que se le
acusa de “estar explotando a una mujer joven y analfabeta”. Aunque la pareja
encuentra la muerte a manos del exmarido, un desquiciado veterano de guerra que
ya maltrataba a Faunia cuando estaban casados, Roth señala con mucho cuidado
que la feliz pareja se enfrentaba a una presión insoportable a causa de los
anónimos empapados de mojigatería y gazmoñería. Silk no tarda en descubrir que
son obra de una colega de la universidad, corroída por un feminismo tan
resentido como frustrante.
La cascada de
acusaciones de Roth a la “oleada de puritanismo” dispara en muchas direcciones:
la perspectiva feminista, la teoría crítica francesa (la profesora responsable
de los ánimos se llama Delphine Roux), el resentimiento racial… Si nos atenemos
a la injusta y ridícula acusación que sufre Silk, parece que no queda otra que
darle la razón a Roth en que es prioritario, para evitar la degradación de la
esfera pública, defendernos de la oleada de “puritanismo, mojigatería y
gazmoñería” que pretende someter y coartar la libertad privada. ¿Cómo no vamos
a reconocer que la caída de Silk es injusta, fruto de un ánimo inquisitorial
despreciable? Pero enseguida asoma un pensamiento de contrapeso: ¿no se lo está
poniendo Roth demasiado fácil? ¿No nos está obligando a juzgar una serie de
movimientos sociales muy amplios y complejos (el feminismo, el orgullo de
clase, la defensa de las minorías negras) desde un caso tendencioso casi hasta
el delirio?
Roth es un mago del
realismo, capaz de imprimir emoción a las relaciones sexuales de un adolescente
con una calabaza o a la transformación de un adulto en una teta. La tela de
arrastre de su prosa extrae párrafos y párrafos húmedos y palpitantes de vida.
Su combinación de observaciones, pensamiento y análisis social componen una
aleación prodigiosa. Pero no debemos olvidar que Silk y sus circunstancias son
fruto de sus decisiones. Es Roth quien decide que los alumnos sean unos vagos
que no van a clase, que Delphine se mueva por un resentimiento sin posibilidad
de redención y que nadie con dos dedos de frente pueda tomar la expresión de
Silk por una frase racista. Y por supuesto que es Roth quien nos oculta que
Silk es un negro haciéndose pasar por judío (con el propósito de desactivar la
acusación de racismo), y quien sugiere el vínculo entre el acoso de Delphine
Roux y la violencia homicida de un veterano desquiciado por la guerra. Así que,
de acuerdo, Silk es la víctima de un delirio, pero también la constatación de
que esta vez Roth ha omitido la norma sagrada del novelista: suministrarle al
adversario las mejores frases. Roth y solo Roth es responsable de que La mancha
humana aborde los problemas que plantea desde la vertiente más simple,
acumulando argumentos elaborados para darse la razón.
Aunque quiero a
Roth más que a mis tíos, la novela es tan tendenciosa que cualquiera (aunque no
disponga de los resortes diabólicos de la imaginación de Roth) podría sugerir
una acusación con más interés literario. Los alumnos podrían haber ido a clase,
Silk podría ser un judío consumido por el orgullo de clase, lo de “humo negro”
podría sustituirse por palabras más cáusticas, Delphine podría ser algo más que
una estúpida resentida… por ejemplo: una amiga de Faunia preocupada por que se
embarque en una relación con un profesor caído en desgracia, sin recursos para
impedir que la coaccione o le arrebate años de vida. Algo de esto podría
incluirse en la situación de partida si Roth no estuviese cegado por el placer
de pulverizar en su mortero cómico a la “ola de puritanismo”, que si
incorporase alguno de estos matices ya no nos parecería tan “mojigata y
gazmoña”.
O por decirlo de
otra manera: si aceptamos que en ocasiones se dan coacciones y abusos leves (en
el sentido de que no son delictivos) que el responsable se niega a reparar o
disculpar amparándose en su autoridad, ¿a qué clase de novela y de problemas
literarios (mucho más complejos y ambiguos que los propuestos por La mancha
humana) nos enfrentaríamos?
3. La caída de
David Lurie, otro profesor universitario, también está atravesada por la raza y
el sexo, pero la secuencia sigue un orden inverso al de La mancha humana. Lurie
cae en desgracia por el sexo, y a la raza se le reserva la aplicación del
castigo.
El poderoso puede
decidir cuánto ve de la víctima, mientras que la víctima recibe al mismo tiempo
la agresión y la vergüenza de no poder revolverse ni escapar
Coetzee arranca así
el libro: “Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a
su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo”. Pero el “problema
del sexo” tiene sus cabos sueltos y a las pocas páginas, Lurie afronta la
acusación de acosar a una estudiante con la que ha mantenido relaciones
sexuales. Al no tratarse de un caso “grave”, el tribunal universitario apenas
le pide al profesor un arrepentimiento formal para que su autoridad quede
restituida, pero Lurie se opone.
El pasaje admite
que lo leamos como una defensa valiente y decidida (incluso emotiva) del
derecho a no dar explicaciones sobre la vida privada frente a la oleada de
puritanismo, mojigatería y gazmoñería. Y algo hay de eso, en la medida que
Lurie entiende que su relación con Melanie fue consentida. Y aunque se insinúa
que la estudiante solo consideró que se acostaba con su profesor bajo coacción
al entrar en contacto con la moral que predomina en el ambiente, Coetzee se
cuida mucho de ridiculizar (por la vía de Lurie o de la propia narración) a
Melanie y tampoco de sumergirla en una reacción que participe en el resentimiento
y la histeria. Aunque quizás Coetzee trace de manera premeditada a una Melanie
incolora para que el lector se concentre en la justificación (hasta cierto
punto formidable) con la que Lurie se considera eximido de ofrecer a la chica
cualquier otra disculpa: “Ya no fui el mismo de siempre. Dejé de ser un
divorciado de cincuenta y dos años de edad y sin nada que hacer en la vida. Me
convertí en un sirviente de Eros”.
Lurie se adscribe
así a un argumento casi consuetudinario: la moral distinta que rige el momento
de la pasión del progreso corriente del tiempo. Si la coaccionó, si se
aprovechó de su autoridad fue en un estado de conciencia alterado, arrebatado
por la pasión irracional de la que nadie es por completo responsable. Lurie no
violó ni forzó físicamente a la estudiante (aunque reconoce que ella “no se
entregó”, que reaccionó con cierta apatía), con su alusión a Eros se acoge a la
tradición (sostenida por el sentido común) que tiende a disculpar el “desliz”
del varón como algo que va con su naturaleza (un rito de paso en la juventud o
una recaída en la madurez), y que no sería justo juzgar con excesiva dureza.
Lurie no está dispuesto a deponer su autoridad, aunque sea de manera
transitoria y formal, por un encuentro sexual que quizás fuese satisfactorio
pero que ha dejado un poso irrelevante.
Pero en la
perseverancia de Lurie se aprecia una ceguera: la incapacidad de imaginar (ni
siquiera de considerar) la vergüenza o la pena o la incomodidad que pudo sentir
Melanie al verse coaccionada por su autoridad. ¿Encontró Melanie excitante o
atractiva la situación, aunque luego la reprochase? Lurie no se da espacio ni
para elaborar esta línea de defensa. No contempla las reacciones emocionales de
su amante ni considera las consecuencias de la seducción.
Este amplio
territorio entre lo legislado y la intimidad es el de las relaciones personales
sancionadas por la costumbre y la moral
También intuimos
que Lurie mira con cierto grado de ceguera a Soraya, la prostituta con la que
“ha solucionado los problemas del sexo” y a la que, por un descuido retórico
(muy deliberado por parte de Coetzee), sabemos que es honey-brown, una mujer no
solo apetitosa como la miel, sino también mulata. Donde Laurie ve una
transacción entre dos adultos (“I like sex, you like money”, por decirlo a la
manera de Auden), el lector algo sensibilizado o precavido puede intuir la
doble presión que la pobreza y la raza imprimen sobre una mujer que ni siquiera
puede acogerse a las leyes universitarias que amparan a Melanie.
Sea como sea, hasta
este momento Desgracia admite ser leída como la resistencia de Lurie (un
representante, como Silk, de la vieja autoridad espiritual) ante la oleada de
“puritanismo, mojigatería y gazmoñería” contra la ya que nos ha prevenido Roth.
Y ante el desastroso resultado laboral (expulsado de la universidad y
suspendido de sueldo) que le supone a Lurie su reticencia a expresar una
disculpa aunque sea fingida, parece que nos encontremos ante el estudio de uno
de esos personajes empecinados al estilo de Melville. Lecturas insuficientes
para encuadrar y contener la violencia
que está a punto de desencadenarse.
Lurie se traslada a
una zona rural para ver a su hija, Lucy. Una chica lesbiana que está al cuidado
de una pequeña granja, rodeada de animales. La casa es asaltada, Lucy sufre una
violación múltiple, a Lurie le queman la cabeza y los animales son
descuartizados. Los asaltantes son familiares de Petrus, un cacique negro,
vecino de Lucy, con el que se cruza casi a diario.
En un texto muy
inteligente, Félix de Azúa ha tratado de explicar Desgracia en las coordenadas
propias de la tragedia griega. Lurie comete una falta menor pero imperdonable
que desencadena un castigo tan justo como desproporcionado. Pero al envolverla
en este marco de prestigio, la novela queda atrapada en una moral mecánica de
error-castigo, la lectura gana en elegancia pero desactiva todo lo que tiene de
perturbador la disgrace de Lurie.
Porque en estas
novelas no operan fuerzas ciegas (¿cuáles serían una vez desactivados los
dioses y el Destino como instancias morales?) desencadenadas por un error
indeliberado. Lo que el tramo del allanamiento, violación y posterior sumisión
de Lucy expone (con la violencia psicológica con la que veríamos despellejar un
cuerpo vivo) es el proceso por el que un Lurie ciego ante la vergüenza y la
coacción que han podido padecer Soraya y Melanie se ve obligado a reconocer
cómo fuerzas parecidas, actuando en una intensidad muy superior, se
desencadenan sobre su hija.
El aprendizaje de
la debilidad y la vergüenza no se detiene hasta que Lucy se inclina ante sus
violadores y opresores, porque se reconoce tan débil que solo puede sobrevivir
aceptando su autoridad. Lucy, que se ha quedado embarazada, no solo decide
tener el hijo, sino que también accede a casarse con uno de sus violadores:
consumiendo despacio en su interior la vergüenza, acostumbrándose a ella como
al latido de su corazón.
Pero la fuerza que
arranca a Lurie de su sueño de autoridad no proviene de una instancia ciega, ni
del mecanismo vengativo de las Erinias, llegados a este punto, qué más
quisiéramos. Los responsables son los hijos de las víctimas del apartheid,
pertenecen a la politizada tribu xhosa (a la que pertenecía Nelson Mandela) y
están imponiendo su autoridad por la vía de recuperar el territorio. Y no
tienen más respeto por el hombre blanco que el hombre blanco tuvo por ellos.
Cuando miran a Lucy y a Lurie ven oportunidades y debilidad.
El escándalo, la
reserva y las acusaciones de puritanismo responden a la resistencia a abandonar
la costumbre de que los desfavorecidos no puedan expresarse
A la pregunta de
por qué se comportan así, Petrus [uno de los violadores] y su familia seguramente
responderían con un silencio satisfecho. También podrían dar la respuesta común
a cualquier poder: porque quieren y pueden. ¿Es más responsable Lurie cuando
prefiere citar a Eros y la conveniencia de encontrar una solución práctica a
las inquietudes del sexo cuando le piden explicaciones por su comportamiento
con Soraya y Melanie? La desproporción es evidente pero responde a una lógica
parecida: desde la autoridad, el poderoso puede decidir cuánto ve de la
víctima, mientras que la víctima recibe al mismo tiempo la agresión y la
vergüenza de no poder revolverse ni escapar.
La escandalosa
diferencia en el grado de violencia (la que va de la falta de Lurie a los
delitos de Petrus) se explica quizás porque la historia se ha ocupado de
hacerle el trabajo sucio a Lurie: las honey-brown saben cuál es su sitio en la
jerarquía de la autoridad. Melanie apenas está aprendiendo a defenderse.
Mientras que Lurie todavía tiene que aprenderlo todo sobre la debilidad y la
vergüenza. La violencia explícita de
Petrus es una pedagogía. La recompensa de Lucy al someterse es la garantía
(todo lo débil que se quiera) de que, al asumir las líneas rojas, los opresores
se olvidarán de marcarlas con su sangre.
A lo que asistimos
en Desgracia es a un desplazamiento de la autoridad y al aprendizaje acelerado
de Lurie y Lucy de la profundidad de la vergüenza que deben soportar los
débiles cada vez que se les ocurre discutir su “consentida” opresión: que solo
si aceptan hacerse cargo de la vergüenza se les permitirá seguir adelante. Una
atmósfera de opresión estable que nos despierta la nostalgia por los derrumbes
instantáneos de la tragedia.
Coetzee parece
recrearse en la desgracia de Lurie al describirnos el único empleo con el que
puede ganarse la vida en el mundo que está organizando Petrus: seleccionar los
animales heridos de una perrera que van a ser sacrificados al día siguiente.
Lurie se toma su trabajo con seriedad, los observa con atención, y en las
última páginas decide salvar a un perro que cojea, solo por que ha desarrollado
cierta afinidad: tan ciego como fue en la autoridad, Lurie puede ser ahora
caritativo en la impotencia.
4. Lo que parece
estar en juego en La mancha humana y Desgracia
es un conflicto entre el desempeño público y la conducta privada. Silk y
Lurie representarían una clase de ciudadano convencido (por educación y
experiencia) de su derecho a comportarse en privado como les apetezca, siempre
y cuando no cometan un delito ni afecte a su desempeño público.
Desde esta
perspectiva, ambos personajes se sienten amenazados por una oleada de
“puritanismo, mojigatería y gazmoñería” que vendría “de abajo” con el propósito
de recortar el espacio de su libertad, o por lo menos de sancionarla. Es
sencillo que nos vengan a la cabeza personas del mundo real que en situaciones
parecidas decidan proyectar la sensación de amenaza sobre el conjunto de la
sociedad, advirtiendo de un ataque conjunto contra las libertades de la
“democracia liberal” o de la sociedad “tal y como la conocemos”.
La vergüenza ha
constituido un sistema de opresión paralelo para la víctima, que, una vez
agredida, debe rumiar los líquidos amargos de la desconfianza
Pero se trata de un
conflicto algo tramposo. Mucho antes de que un profesor pudiese padecer
complicaciones laborales derivadas de su trato con sus alumnas o las minorías
“raciales”, existía ya una amplia zona indeterminada entre el delito y la vida
privada. Este amplio territorio entre lo legislado y la intimidad es el de las
relaciones personales sancionadas por la costumbre y la moral. Se trata de un
espacio donde hacemos cosas con otras personas y ellas hacen cosas con
nosotros, una zona de cuidado y de agresión, de complicidad y competencia, un
espacio donde los gestos, a diferencia del ámbito puramente privado, tienen
consecuencias sobre los otros, aunque no sean delictivas.
Dar un beso a una
subordinada en público o vejar a un alumno gitano no es todavía un delito y
durante años no ha sido un motivo suficiente para perder el trabajo. Pero la
pretensión de las mujeres de protegerse de los besos y los magreos de sus
superiores no se enmarca en una ofensiva cuyo objetivo pasaría por desdibujar
la frontera (nítida hasta ese momento) que separa lo punible de lo privado.
Este territorio en disputa ya existía, con sus normas y exigencias, como prueba
que a nadie se le ocurría escupir a su inmediato superior, morrearse sin avisar
con el juez que lleva el caso de su bufete o hacer aguas mayores en la mesa del
decano. Acciones que, pese a no ser constitutivas de delito, seguro que acarrean
un expediente, una posible expulsión y múltiples complicaciones. El mismo
profesor que llama exagerada a la mujer a la que violenta un beso robado en un
momento de euforia (“no es para tanto, y qué mal te lo tomas”) se cuidará mucho
de cruzar la misma línea con las bocas de sus colegas o superiores.
De manera que lo
que está en juego en casos como el de Silk o Lurie, y en otros tantos parecidos
que se den en la vida real, no pasa tanto por constituir un espacio de
represión a costa de las libertades individuales, sino por una decidida
ampliación de lo que resulta intolerable en el campo de acciones que no
constituyen un delito: una extensión de lo que no será en adelante pasado por
alto.
Lo que está en
juego es dirimir la autoridad de quién decide de quién es la vergüenza: del
agresor o la víctima
El escándalo, la
reserva y las acusaciones de puritanismo responden al mismo repliegue
defensivo: la resistencia a abandonar la costumbre de que subordinados y
desfavorecidos no puedan expresar libremente lo que les parece mal de sus
palabras y su conducta. La sorpresa de Lurie y la ira de Silk provienen menos de que se les acuse de abusar
o dañar a otros (de esto saben cómo
defenderse) como del estupor ante el atrevimiento de los que no se dan cuenta
de “con quién están hablando”.
Un sacerdote
manosea a un niño, una señora blanca le exige a un negro que le ceda el
asiento, un superior ningunea el trabajo de una mujer… todas estas acciones
pueden dejar su carga de remordimiento, un rastro de conciencia en la cámara de
la intimidad de estar cometiendo un abuso... pero pueden resolverse en el
festival narcisista de quien juega a inculparse y a exculparse a sí mismo; de
quien se impone una pena a su medida sin exposición pública ni vergüenza. El
catálogo retórico para quien hiere con su conducta y se regodea en el
maquillaje de una culpa sin consecuencias podría llenar una biblioteca.
¿Qué le queda a la
víctima? Emprender el áspero camino de la denuncia (los gastos, las
incertidumbres, la presión social) o tener razón en la debilidad. Gestionar la
agresión y la humillación. Y, por supuesto, soportar la vergüenza. La vergüenza
ha constituido durante siglos un sistema de opresión paralelo para la víctima,
que no sólo está indefensa, sino que, una vez agredida, debe rumiar los
líquidos amargos de la desconfianza: la adúltera, la fresca, la que se lo
buscó, la que no supo resistirse, la que provocó, la que sigue tan contenta, la
exagerada, la histérica, la que nunca supo divertirse…
Lo que está en
juego en esta tensión moral no es el espacio de libertad personal sino su
reordenación. Se trata de dirimir la autoridad de quién decide de quién es la
vergüenza: del agresor o la víctima, del abusador o del abusado.
La autoridad puede
compensar su abuso transfiriendo la vergüenza a la víctima
En una escena
lúcida por su crueldad, un coro de hombres comenta en La mancha humana que
Lewinsky “no hubiese acusado a Clinton si en lugar de chupársela el presidente
le hubiese dado por el culo”. La víctima podía resistir la vergüenza de hablar
en público de sus felaciones pero no de una sodomía. Roth señala que si la
vergüenza alcanza determinada presión, la víctima no se atreverá a sostener la acusación: prefiere retirarse,
cuidar de las heridas en privado, no exponerse al juicio público ni a la
severidad ambiental.
La autoridad puede
compensar su abuso transfiriendo la vergüenza a la víctima. Gana así tiempo
mientras compone un arrepentimiento codificado, da igual si es sincero, qué más
da si supone una auténtica reparación… ¿No es juez y parte? Incluso puede salir
favorecido tras exhibir en público una contrición adaptada a lo que está
dispuesto a renunciar. “Qué fortaleza moral, qué peso, qué dignidad”. ¿No es el
hombre ángel y bestia? ¿Debemos juzgarle por un mal paso, por una vacilación?
Asistimos a una
revolución moral del territorio que media entre la ley y la privacidad: un
pulso por quién maneja el hierro incandescente de la vergüenza
Insisto: una vez
más, lo que está en disputa en casos así o parecidos no es preservar la
libertad de las conductas privadas sino dirimir quién ostenta la autoridad para
avergonzar al otro. Y son ahora las víctimas y los desfavorecidos quienes se
lanzan a disputar esa facultad a sus agresores. Quieren disculpas y reparación
pero en sus propios términos, sin quedar marcadas por la desconfianza.
Asistimos a una revolución moral del territorio que media entre la ley y la
privacidad: un pulso por quién maneja el hierro incandescente de la vergüenza,
por el derecho a trazar las líneas rojas.
Si Desgracia es una
novela superior a La mancha humana no es solo porque Roth haya decidido abordar
el asunto por el lado más sencillo, acumulando evidencias para darse la razón.
El problema es que la sátira desprecia de tal modo lo que llama “oleada de puritanismo”
que no repara en que ya es lo bastante poderosa para tumbar a Silk. Coetzee, al
llevar hasta el extremo la inversión de la autoridad, permite ver no solo sus
“excesos” sino también sus razones, los motivos por los que desconfiar de la
autoridad y el deseo urgente de protegerse de sus eventuales abusos. Que esta
inversión sea en Desgracia extremadamente violenta y cruel es menos una
descalificación de la tímida acusación de Melanie y de las tibias disculpas que
la universidad negocia con Lurie como un doble aviso: que toda autoridad al
ejercerse impone entre sus aciertos algunas injusticias (como la que derrumba a
Silk) sin invalidar la justicia que las anima (¿acaso justifican las acciones
de Petrus el retorno del apartheid?) y que conviene negociar las normas de
comportamiento en espacio moral antes de que el nuevo poder se convenza de que
no le queda otro remedio que abrirse paso a la fuerza. Quizás por eso nos dé
tanto miedo ceder, y sea tan imperativo llegar a acuerdos.
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