MASTERCHEF EDUCA EN VALORES
A los asiduos
a este millonario show pagado con dinero público no nos sorprende la
banalización del beso no consentido de Luis Rubiales a Jenni Hermoso
GERARDO TECÉ
Los tres miembros del jurado de MasterChef en un avance
de la nueva edición. / MasterChef España
Entre otros varios millones de defectos, soy adicto a la telebasura. Me pones en el sofá, me das el mando de la tele y un rato libre para zapear y entre un documental con imágenes inéditas de la Segunda Guerra Mundial (SPOILER: perdieron los malos) y la incomodidad de ver a una pareja que no acaba de entenderse mientras la perilla de Carlos Sobera revolotea por la mesa, no me lo pienso. Roosevelt, Churchill, Stalin, gracias por los servicios prestados, pero me quedo con la cara de Carolina de Castellón mientras escucha a Juan Pedro de Elche. Mi especialidad, dentro del sector de la telebasura, son los programas relacionados con la comida. A saber lo que diría un psicoanalista. Chicote descubriendo mierda bajo el fregadero o el jurado de MasterChef criticando un emplatado pueden hacerme trasnochar aunque el despertador vaya a sonar sin negociación a las siete de la mañana.
A pesar de mis
horas de vuelo y mi demostrada capacidad para comerme –nunca mejor dicho– lo
que me echen, hay uno de estos programas que cada temporada me hace cambiar de
canal como el que huye de un incendio y preferir el campo de concentración de
turno.
MasterChef,
presentado precisamente por la nieta de un psiquiatra fascista español que se
dedicaba a recorrer estos campos del horror estudiando qué malformación
genética había llevado a esos prisioneros a ser izquierdistas, es un tipo de
telebasura que contiene, a su vez, el antídoto para evitarla: un nivel de
clasismo que repugna. En mi dilatada experiencia viendo pruebas de exterior,
cronómetros que pitan el final y tú con el solomillo sin hacer o emplatados de
ensueño, he visto cosas que no creeríais pagadas con mis impuestos en la tele
pública. Momentos que, gracias a la hemeroteca, no se perderán en el tiempo
como lágrimas en la lluvia, sino que forman parte de la bochornosa historia de
TVE. He visto a la presentadora explicarle a los concursantes que deben tratar
con especial respeto a los invitados de hoy, ya que son familias pertenecientes
a la nobleza. He visto desfilar a políticos de ultraderecha que niegan la
violencia machista o a concursantes sufriendo bullying de la manera más
repugnante. No olvidaré el caso de una chica gitana y transexual a la que, tras
pasar todos los castings previos, machacaron en prime time porque ni sabía
cocinar ni tenía la actitud elegante que se le exigía.
La última polémica
provocada por el jurado de MasterChef, que se tomó a broma el beso no
consentido de Rubiales a Jennifer Hermoso, es sólo una parada más de este
transatlántico del entretenimiento que siempre atraca en los mismos puertos
pagados por los contribuyentes. Quienes somos asiduos a este millonario show
financiado con dinero público no esperábamos desde luego un mensaje feminista
en torno al caso, sino el silencio o, en el peor de los casos, la banalización.
Porque en MasterChef, programa de entretenimiento, sólo hay hueco para ponerse
serio cuando la ocasión lo merece. Y esta ocasión suele ser, normalmente, la
visita de personas con apellidos compuestos ante las que no caben ni la broma
ni el tono socarrón con el que despacharon la agresión sexual y posterior
persecución a la futbolista. La función de la cadena pública es, entre otras,
la de educar en valores. Desde esa perspectiva, nadie puede decir que
MasterChef no lo haga. Lo hace. Y tanto que lo hace.
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