CRISIS DE SISTEMA: LA CONSTITUCIÓN
SE VA AL CARAJO
La
derecha judicial sabe bien que la justicia es independiente, pero no neutral.
Lo sabe tan bien que está dispuesta a reventar lo que haga falta para no perder
esa posición de control ideológico de toda la sociedad
JOAQUÍN URÍAS
Nunca hemos estado tan cerca de la crisis institucional como estos días. Nunca, desde la recuperación de la democracia, el sistema político constitucional ha estado tan a punto de colapsar como ahora.
La separación de poderes establecida en la Constitución de 1978, las competencias de los órganos constitucionales, su propia integridad y hasta la legitimidad democrática del Estado han sido puestas en entredicho.
En especial, los
partidos llamados constitucionalistas han lanzado el mensaje de que la
Constitución y el Estado de Derecho son realidades débiles que no nos
garantizan un mínimo de seguridad jurídica a la ciudadanía y pueden ceder ante cualquier interés político
cortoplacista. En un intento desesperado de desgastar al Gobierno y de mantener
su control ilegítimo sobre los poderes jurisdiccionales del Estado, han
empujado a un Tribunal Constitucional llamativamente ilegítimo a suprimir la
autonomía parlamentaria y desconocer el mandato democrático de los ciudadanos.
Los partidos
llamados constitucionalistas han lanzado el mensaje de que la Constitución y el
Estado de Derecho son realidades débiles
Ciertamente, la
excusa se la ha proporcionado el Gobierno, que ha hecho gala de una
inexplicable torpeza parlamentaria. Tras idear una manera legítima y
constitucional de forzar la inmediata renovación de un Tribunal Constitucional
que empieza a acumular meses de retraso, se presentó en el Parlamento por la
vía equivocada. En su afán por acelerar al máximo el proceso, esa reforma del
sistema de renovación no se tramitó como una proposición de ley autónoma, sino
como una enmienda a la reforma de la sedición y la malversación en el Código
Penal que tanto dio que hablar hace unos días.
Aunque en la
práctica constitucional se hace a veces, se trata de un error grave, porque la
jurisprudencia constitucional viene afirmando desde 2011 que cuando se presenta
una enmienda a una ley que carece de “conexión de homogeneidad” con el asunto
de la misma, se lesionan derechos de los diputados. En concreto, al introducir
un tema nuevo después de la toma en consideración se les impide debatirlo con
plenitud. Eso es así, y posiblemente la tramitación con forma de enmienda –que
solo le ha ahorrado unos pocos días al Gobierno– haya lesionado derechos de los
diputados del PP.
Por eso,
legítimamente, han presentado un recurso de amparo ante el Tribunal
Constitucional. Hasta aquí, nada que objetar. El Tribunal, cuando corresponda,
deberá examinar el recurso y decidir si efectivamente se lesionaron estos derechos.
Sin embargo, en vez de actuar así –que es lo que establecen la Constitución y
su ley reguladora–, el Partido Popular ha empujado al Tribunal Constitucional a
saltarse todas las normas y usar ese recurso como una excusa para atacar
directamente a la separación de poderes y a la democracia misma.
El PP ha empujado
al Constitucional a saltarse todas las normas y usar un recurso como excusa
para atacar a la democracia misma
Y ha estado a punto
de conseguirlo. En gran medida porque últimamente los partidos políticos no
nombran magistrados independientes para el Tribunal Constitucional, sino
soldados obedientes. Los magistrados-soldado del PP se han liado la manta a la
cabeza y han intentado nada menos que arrebatarle al Parlamento, sede de la
soberanía nacional, su competencia esencial, que es la de redactar las leyes.
El Tribunal
Constitucional es la única instancia que tiene poder para anular una ley, pero
debe hacerlo siguiendo un procedimiento y, sobre todo, una vez que la ley ya
está terminada. Del mismo modo, tiene competencias para amparar derechos
fundamentales de los diputados, pero sólo puede hacerlo después de que les
hayan sido efectivamente lesionados. Estas cautelas evitan que el Tribunal
Constitucional, en vez de actuar como el árbitro de los poderes, se convierta
él mismo en un poder político ilegítimo que destroce todo el edificio
constitucional.
Pese a ello, el PP
ha dado la orden a sus hombres en el Tribunal Constitucional para que se salten
todo esto y, sin tener competencia para ello, prohíban al Congreso de los
Diputados tramitar una ley en proceso de discusión. Y lo han intentado.
El intento, además,
lo ha protagonizado un Tribunal Constitucional con la peor composición posible.
Cuatro de los magistrados tienen el mandato caducado. Para dos de ellos incluso
hay sustituto nombrado, aunque el presidente García Trevijano –uno de los sustituidos–
se ha negado a permitir que su reemplazo tome posesión del cargo. Por si fuera
poco, la ley que han intentado paralizar se refiere precisamente a su propio
reemplazo y, aún siendo partes interesadas, se han negado a abstenerse en la
decisión.
Cuatro magistrados
del TC con el mandato caducado han intentado impedir que el Parlamento apruebe
una ley que obliga a que sean sustituidos
El panorama que se
presentaba es el de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional con el
mandato caducado intentando impedir que el Parlamento apruebe una ley que
obliga a que sean sustituidos. Es decir, que estos señores han estado a punto
de saltarse la Constitución para agarrarse a sus sillones e impedir su
sustitución incluso varios meses después de finalizado su mandato. Una
aberración jurídica que habría sentenciado definitivamente la Constitución,
convertida en papel mojado cada vez que tácticamente le interese a los partidos
de la derecha y sus magistrados-soldado.
Afortunadamente, el
resto de magistrados ha frenado la jugada. Al aplazar la decisión hasta después
de que la proposición de ley saliera del Congreso, han hecho imposible la
violación de la distribución de poderes: una vez que la ley entre en el Senado
para su discusión ya no hay ningún derecho parlamentario que se les pueda
lesionar a los diputados recurrentes y su petición de medidas cautelares habrá
perdido objeto. Después, el Tribunal se verá obligado a seguir el procedimiento
que le marca la ley y resolver el recurso –posiblemente dándole la razón a los
populares– en tiempo y forma mediante una sentencia sobre el fondo.
Aunque pase esta
crisis, la situación no es nada buena y nada impide que veamos otras similares
próximamente. El empeño del Partido Popular en seguir controlando instituciones
como el CGPJ y el Tribunal Constitucional, incluso años después de que la
Constitución obligara a renovarlos, es un desafío frontal al Estado de Derecho.
Cuentan sin embargo con el apoyo de gran parte de la judicatura española,
convertida en un agente involucionista que jalea el incumplimiento de la ley.
Muchos de nuestros jueces y juristas conservadores fingen sentirse sorprendidos
al haber descubierto –después de cuarenta y cuatro años– que en nuestro sistema
estos órganos son elegidos por el Parlamento. La elección parlamentaria no
debería ser un obstáculo para que vocales y magistrados ejerzan sus tareas con
total independencia, pero sí determina que los jueces del Tribunal
Constitucional y el Tribunal Supremo en España se elijan teniendo en cuenta,
entre otras cosas, su posición ideológica. No partidista, pero sí ideológica.
La derecha judicial
sabe bien que la justicia es independiente, pero no neutral. El sesgo
ideológico es inevitable a la hora de interpretar la Constitución y las leyes
y, en última instancia, determina la aplicación real de nuestras normas. Lo
saben tan bien que están dispuestos a reventar la Constitución o lo que haga
falta para no perder esa posición de control ideológico de toda la sociedad.
Los partidos políticos hace tiempo que veían a los órganos constitucionales
como un juguete que, si no está en sus manos, no les importa romper. La novedad
ahora es que magistrados de distintos niveles están dispuestos a ayudarlos en
esa tarea. El camino hacia la crisis de sistema parece inevitable. La
Constitución se va al carajo y los que menos la respetan son los
constitucionalistas, al tiempo que los que deberían proteger el Estado de
derecho son los que más se cagan en él.
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