UNA TEORÍA DE LA DECEPCIÓN (EL COCHE DE
LA DERECHA Y LA DEMOCRACIA)
JUAN CARLOS MONEDERO
Es normal -humano, demasiado humano- que el anuncio de televisión que más te apasiona después de comprarte un coche es el anuncio, precisamente, del coche que te has comprado. Es un anuncio que te cuenta lo inteligente de tu decisión, el enorme disfrute que te depara la opción que elegiste, el prestigio social que te reporta y la enorme envidia que genera entre tus vecinos y compañeros de trabajo. En el anuncio no vas a ver los atascos, los problemas para aparcar, el saqueo del seguro, el precio del combustible y, mucho menos, tu colaboración en el calentamiento global. Ni por asomo las alternativas de transporte público o colectivo. Ese vehículo y tú ya sois biografía, planes, nuevos afectos o contactos, al fin y al cabo, una manera de afrontar la vida diferente. El coche, el éxito y la felicidad, estás convencido, vienen de la mano.
Vio el científico
social Albert O. Hirschman que lavar el coche era una forma de luchar
"contra la decepción que produce toda adquisición una vez que se ha
conseguido: "un intento desesperado de frenar el declive (decadencia)
normal de la euforia por tenerlo". Una vez comprado el coche, protestar no
sirve de mucho (al revés, te recordaría que hiciste el idiota) y no hay sitio
al que marcharte porque vender el vehículo como usado -perdiéndole mucho
dinero- y comprarte otro no suele ser una opción.
La enorme
generosidad del momento de catarsis colectiva es seguida de un encierro en la
vida particular de cada cual, como si un cansancio se apoderara de nosotros,
lleno de autoexplicaciones, de por qué toca volver a lo privado.
Este peculiar
pensador alemán -que estuvo en las Brigadas Internacionales peleando con la
República- aplicó la "teoría de la decepción" -el chasco posterior al
subidón que otorga consumar una compra deseada- al ámbito político, de manera
que pronosticaba que después de una etapa de enorme acción colectiva -el mayo
del 68, el 15M, un ciclo de huelgas y manifestaciones, un proceso
constituyente- suele venir una etapa de repliegue en lo privado. La enorme
generosidad del momento de catarsis colectiva es seguida de un encierro en la
vida particular de cada cual, como si un cansancio se apoderara de nosotros,
lleno de autoexplicaciones, de por qué toca volver a lo privado. Estos ciclos
en realidad son más complejos y algo en lo que ha fallado la izquierda casi
siempre -hay excepciones- ha sido en mantener la tensión que promete algún
cambio social que te va a reinventar la vida.
Como el propio
Hirschman insistía, cada realidad tiene su afán y sus peculiariedades. Lo más
que llegamos es a establecer una tendencia, no leyes generales, como pretendió
el "marxismo científico" y su vulgata soviética y también como buscan
hoy los que han convertido la ciencia política en un cuaderno de álgebra que
termina expresando en fórmulas matemáticas que "dos no se pelean si uno no
quiere". Es desde esa brújula tentativa desde donde empezamos a mirar a
ver cómo se comporta la caprichosa realidad. Y si somos inteligentes, sin
dejarnos encadenar por los "prerrequisitos" que marcan los modelos y
nos paralizan.
La democracia
liberal bebe mucho de esta corriente profunda de la decepción al estar basada
en gobiernos "representativos". Esto es, en direcciones políticas que
para representar a la gente tienen que responder a la voluntad mayoritaria de
los votantes. La democracia representativa se sostiene sobre el juego
"gobierno-oposición", que permite que cada ciudadano exprese su
contento o su decepción y tenga cómo canalizar sus sentimientos políticos cada
puñado de años.
Uno podría pensar
que si un gobierno lo hace bien tendrá su recompensa en votos, de la misma
manera que si una oposición es creíble también recibirá un plus de credibilidad
otorgándole la posibilidad de gobernar. Sin embargo, la democracia liberal
viene también acompañada, como la economía que está siempre vinculada a cada
sistema político, a sus anuncios, sus comerciales y publicidades varias. Y
quien dice publicidad dice mentir.
Desde las primeras
noticias que tenemos de la publicidad -gente difamando en los muros a políticos
en la antigua Roma- sabemos que circulaba en torno al engaño. Hoy la
sofisticación se ha multiplicado, hasta el punto de que no es fácil diferenciar
lo que es verdad y es mentira, habiéndose constatado más de una vez que la
ciudadanía puede ir a votar por sus verdugos convencidos de que, muy al
contrario, están haciendo algo por sí mismos.
Las mentiras se han
ido sofisticando. Cuando Dios no ha valido, siempre ha habido un científico
dispuesto a sostener alguna estupidez (y cien periodistas dispuestos a
confundir las voces con el eco). Los premios Nobel de economía no fueron
pensados por Alfred Nobel, sino que son un invento a finales de los sesenta del
siglo XX del Banco de Suecia -1968- para frenar la influencia de los políticos
socialistas, hegemónicos en ese país.
Después del
sangriento golpe militar de Pinochet -y
la CIA- en 1973 contra Salvador Allende y el Frente Popular, la dictadura llamó
a los economistas chilenos que se habían formado en Chicago con Milton Friedman
y su maestro, Friedrich Hayek. Les entregaron un país para convertirlo en el
laboratorio del neoliberalismo: no había sindicatos ni partidos de izquierda ni
políticos que tomaran decisiones al margen de lo que indicaran. ¿A quién le
dieron el Premio Nobel de Economía en 1974? Pues a Hayek. Dos años después, a
Friedman. ¿Seguro que eso de que Roma no paga traidores es una buena
traducción?
Recientemente se ha
planteado que quien da los premios Nobel de la paz no es la Academia Sueca,
sino una rama de la CIA, la National Endowment for Democracy, porque todos sus
galardonados tienen vinculaciones con la agencia. Si damos un paso atrás en la
historia, cómo no recordar el Nobel a Henry Kissinger, golpista él mismo, o
también el premio Nobel de la paz Barack Obama, transido mientras ejecutaban a
Bin Laden, hacía guerras o bloqueaba países para ver si matando de hambre o de
enfermedad a la población de Cuba o Venezuela así caían sus gobiernos.
Decía Reinhart
Koselleck que a finales del siglo XIX había habido un "encabalgamiento del
tiempo", un salto, de manera que todos los conceptos anteriores ya no
podían ser entendidos por alguien del siglo XX (las palabras permanecen pero
los conceptos varían. ¡Cómo va a ser lo mismo "Estado" escrito por
Maquiavelo en 1513 que por Jessop en 2018!). Es un enorme problema para las
traducciones. Si uno mira la evolución de las definiciones de
"pueblo" que recoge el diccionario de la RAE desde hace doscientos
años (tarea que ha hecho el historiador Pablo Sánchez León) se entiende que
leer "pueblo" en Jovellanos no es lo mismo que leerlo en Azaña, Clara
Campoamor o escucharlo en un Parlamento en el siglo XXI.
Digo esto porque
los liberales de la primera hornada no entendían la política ni la economía al
margen de las concepciones morales. Citar sin más la "mano invisible"
es poco más que un ejercicio de publicidad, porque los momentos no son en modo
alguno comparables. Todos los conceptos que hoy reclaman los liberales/neoliberales/neoconservadores
(si es que se aclaran entre ellos qué son en verdad), sea globalización,
autorregulación, mercado, limitación del Estado, libre circulación, comercio
son en su vocabulario palabras llenas de sangre y represión, muy ajenas al
espíritu humanista que envolvía al pensamiento liberal en su lucha contra el
absolutismo.
La decepción con la
democracia liberal es un hecho a lo largo del mundo, sea por el golpe en curso
en Perú, la estampida de bisontes y republicanos en el Capitolio de la mano de
Trump, el auge de la extrema derecha o la quiebra de la división de poderes en
el seno de Europa (como se ha visto en Polonia y Hungría o como la que
protagoniza en España el Tribunal Constitucional). Cuando el pueblo se
decepciona con la democracia liberal siempre se vuelve a oír alguna versión del
"que se vayan todos". En España ocurrió el 15M, que alteró la
conciencia de la izquierda y asustó a la derecha (por eso ganó Rajoy y se pudo
comportar de manera tan impune hasta pavonearse de ser eme punto Rajoy). Pero
luego nacieron nuevos partidos -alguno
ha desaparecido porque era un montaje de los bancos-, el PSOE transitó hacia la
izquierda -por eso ha sobrevivido- y la derecha se corrió, como en tantos
sitios, hacia la extrema derecha.
La decepción de la
derecha con la democracia liberal tiene que ver con que en tiempo de crisis
económica, ese acuerdo económico deja de resultarles rentable. En un momento de
crisis del modelo neoliberal -ese marco caracterizado por la apertura de
fronteras a capitales, bienes y servicios, por la desregulación económica, la
venta de lo público, el vaciamiento fiscal del Estado, la cultura de lo privado
y del consumismo y el enseñoramiento de la economía financiera) la derecha anda
lavando su coche. Que no es el mismo que se compró el pueblo cuando salió a las calles a decir
que quería derechos civiles, que quería votar, que además quería redistribución
de la renta e incluso respeto a su identidad diferente.
Uno de los más
famosos libros de Hirschman, Salida, voz y lealtad, repasa el arsenal de
herramientas que existen en la sociedad ante cualquier eventual cambio.
Utilizando la terminología de Hirschman, en los actuales tiempos de crisis, la
derecha usa la "voz" para criticar a los que plantean cualquier alternativa
desde la izquierda; usan la "salida" para dinamitar el mismo edificio
que ellos han permitido y del que se benefician, mientra que la
"lealtad" la está ejerciendo en solitario la izquierda. Que no puede
gestionar su decepción y corre el riesgo de que el malestar lo represente la
extrema derecha, más proclive a la mentira y a la farsa histriónica.
La derecha siempre
marcó las cartas de la democracia y nos dice que la democracia que ellos vacían
cada día es un talismán que solo ellos interpretan. En todos nuestros países,
se compraron su "coche" cuando la gente en la calle les exigió
aceptar la democracia. Hicieron todo lo posible para seguir como siempre, y
solo cuando perdieron pie tuvieron que ceder (todos los derechos esenciales de
nuestras constituciones tienen detrás revoluciones).
El coche de la
democracia está hecho unos zorros, pero lo lavan delante de nuestros ojos con
nuestra agua y a veces con nuestra sangre. Para que su decepción se modere y la
nuestra no emerja. Lo viejo no termina de marcharse y lo nuevo no termina de
llegar. Si tuviéramos más tiempo, podríamos ponernos a andar. Y así,
encontrándonos paso a paso, hablaríamos por el camino. Que es precisamente lo
que el ruido quiere impedir. Que nos hablemos.
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