LOS MISERABLES TAMBIÉN APLAUDEN
DAVID TORRES
Circula por ahí la
idea de que una mala experiencia vuelve mejor a la gente. Se trata de una
creencia sostenida por ciertas películas de Hollywood, por la psicología barata
y por los libros de autoayuda, entre otras ilustres fuentes, aunque uno de los
principales propagadores de la ilusión fue Charles Dickens y su Cuento de
navidad, en el que un banquero avariento se vuelve generoso y benévolo gracias
a una serie de oportunos escarmientos metafísicos. Frank Capra, cineasta de
buen corazón donde los haya, fue bastante más honesto al plantear en el suyo la
desagradable verdad: la gente suele avinagrarse cuando vienen mal dadas y a los
banqueros sin corazón rara vez les crece uno en el pecho. Por un Ebenezer
Scrooge hay centenares, miles de Henry F. Potter.
Hace unas semanas
muchos nos preguntábamos si la catástrofe mundial del coronavirus iba a
provocar mutaciones irreversibles no sólo en el conjunto de la sociedad sino en
la maquinaria central del sistema capitalista. Tras un mes y pico de reclusión,
el experimento ha arrojado el saldo que los pesimistas auguraban: el mundo no
ha cambiado sustancialmente, salvo para ir a peor; las buenas personas lo
siguen siendo incluso en las circunstancias más terribles y la mala gente saca
a relucir sus miserias apenas se rasca un poco bajo los aplausos de la ocho.
Recuerdo a un profesor que explicaba que, durante el sitio de Sarajevo, la
guerra funcionó como una cámara de revelado haciendo aflorar a la vez a los
asesinos y a los héroes, a los francotiradores que mataban a los niños en las
calles y a los ciudadanos voluntarios que se jugaban la vida para salvarlos.
Las pruebas son
abrumadoras. Políticos carroñeros que aprovechan de los muertos para intentar
sacar votos. Médicos selectivos que se preguntan si merece la pena salvar a
enfermos comunistas. Vecinos que no sólo no agradecen que en su piso viva un
enfermero o el dependiente de un supermercado, sino que además los echan a la
puta calle o les solicitan anónimamente que se busquen otra vivienda, no vayan
a infectarles el ascensor. Pinchadiscos mongólicos, cantantes espontáneos y
gilipollas en general que se dedican a dar la brasa al vecindario sin atender
ni el descanso de los sanitarios ni el reposo de los enfermos. Empresarios sin
escrúpulos que han decidido hacer el agosto en abril vendiendo las mascarillas
a precio de oro. Al igual que la mierda, los miserables siempre salen a flote.
Es verdad que
también hay gente admirable que ayuda a los demás, que se ofrece a traer la
compra a los ancianos o a bajar a por medicinas para los contagiados, aparte de
otro enorme montón de gestos solidarios, pero sospecho que la inmensa mayoría
de esa buena gente ya era bondadosa y magnánima de antes. En mi experiencia
personal con Ebenezer Scrooge, yo tenía un amigo que era un tacaño profesional
y que pasó por una enfermedad larga y dolorosa que lo llevó a una operación
quirúrgica a vida o muerte: escapó vivo de milagro y todos los amigos pensamos
que el mal trago le habría hecho recapacitar. La verdad es que sí, sólo que
emergió de su renacimiento mucho más tacaño que antes. A diferencia de lo que
cuentan Dickens, los guionistas perezosos de Hollywood y los imitadores de
Paulo Coelho las personas no cambian. Sólo aplauden
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