VÍCTOR RAMÍREZ, EL PAISAJE
ES LA PALABRA
POR
VÍCTOR R. GAGO
A MEDIDA QUE SE HAN IDO CARGANDO LAS
TINTAS EN LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LA OBRA DE ESTE AUTOR, MÁS REVELADORAS
RESULTAN LAS LECTURAS QUE OBSERVAN LA AUTONOMÍA SIMBÓLICA DEL LENGUAJE DE SUS RELATOS.
La publicación de "Arena Rubia y otros relatos" da a conocer material narrativo nuevo de Víctor Ramírez. Cinco
fábulas trágicas integran este volumen, recién difundido, en el que permanece
inalterable la voluntad de Víctor Ramírez por investigar la peripecia del
lenguaje para servir, en sí mismo, de paisaje de la diferencia y la libertad.
Víctor Ramírez,
que ha conocido en los dos últimos años la reedición de "Cada cual arrastra su
sombra" (Biblioteca Básica Canaria,
1988) y "Nos
dejaron el muerto" (Ayuntamiento de Teguise,
1990), es autor de la cuentística más exigente, en su independencia de modelos
y dictados ideológicos, que se haya escrito en Canarias.
Con un intento de
apresar el significado de la obra de Víctor Ramírez, LA FABRICA ATLÁNTICA
publica un fragmento de un relato inédito de este autor, "Liviano tienen el sueño
los apátridas", ilustrado, como siempre en
la escritura de Víctor Ramírez, por el pintor surrealista Paco Juan Déniz.
El singular ajuste del lenguaje en la voluntad troncal de
instituir una simbología (no referencial-semántica sino, antepongamos,
fonético-cultural) de la diferencia, la soledad y el cautiverio histórico de
una comunidad, resulta el principio de significación del mundo fabuloso
formulado por Víctor Ramírez (Las Palmas de Gran Canaria, 1944) desde la
edición de "Cada cual arrastra su sombra" (1971), primer relato publicado, hasta su más reciente
producción cuentística, reunida en el volumen "Arena rubia y otros relatos", que es novedad estos días en los catálogos editoriales.
Es precisamente la
consideración del signo linguístico como elemento simbólico per se, es
decir, cuya naturaleza simbólica reside en su estricta configuración física,
irreductible a un cuadro de significación ulterior, la actitud que, a mi
juicio, introduce un giro en el enfoque de la crítica hacia el conocimiento de
la obra de Víctor Ramírez. Este cambio de perspectiva se verifica, sobre todo,
a partir de la reedición de "Cada cual arrastra su sombra" (Biblioteca Básica Canaria, 1988), acontecimiento
correspondido por la irrupción de una nueva lectura del texto, que desacredita
el recurso fácil o aparente a la connotación social-libertaria de la poética de
este autor.
Los contextos
difieren, tanto para la creación como para la crítica. El universo narrativo en
Víctor Ramírez está tocado por una intencionalidad de intervención social
evidente. El héroe de sus relatos es el individuo oprimido, atenazado por la
ignorancia, la superstición y el miedo, rendido a los designios de un modelo social
que se entrevé alienante, oligárquico e inmoral en el determinismo materialista
que sustenta la tragedia en cada una de sus fábulas.
Pero una primera
remesa de aproximaciones críticas, nacidas en un momento de ceguera intelectual
y bonanza panfletaria que tuvo, en el ámbito de la literatura, un síntoma
notorio en la propagación de la dichosa fiebre de exaltación de la presunta
narrativa canaria, cedió a la absorción del artificio emancipador que la
indudable conciencia social de esta obra desprende en su superficie.
A medida que se han ido cargando las tintas en la significación
social de la obra de Víctor Ramírez, más reveladores han resultado los trabajos
críticos que, sin eludir el contexto y la función de transformación de la
realidad social que este escritor atribuye a la literatura, han observado la
autonomía simbólica del lenguaje en sus relatos.
Hemos apuntado la
reedición de "Cada cual arrastra su sombra" como punto del arranque consciente de esta nueva actitud
crítica. En este cauce discurren las lecturas de Oswaldo Rodríguez y Josefa
Hernández, publicadas en medios periodísticos coincidiendo con las reediciones
de "Cada cual..." y "Nos dejaron el muerto".
Lo nuevo en la
crítica desideologizada en torno al universo poético de Víctor Ramírez reside
en la consideración de la palabra como soporte de diferencia, no subsidiarío de
una realidad social concreta sino dotado de autonomía poética plena y
universal. Este nuevo enfoque requiere, evidentemente, una exhaustiva relectura
de la obra de Víctor Ramírez.
Nos conducirá esta
operación a una constatación del proceso de construcción de una constelación
linguística que define, ella misma y a medida que perfila sus elementos, ese
registro diferencial, esa voz-otra, un sentimiento, en definitiva, que es
irreductible a una univocidad social.
El lenguaje es, en efecto, el único destino posible de toda
especulación sobre la obra de Víctor Ramírez. En su vertiente
anecdótico-referencial activa, el relato de Víctor Ramírez exhibe un
despojamiento y una sustracción de peso (por recurrir al sintagma original
sugerido por ltalo Calvino en la primera de sus Seis propuestas para el próximo milenio), que se concretan en diversos ángulos: dibujo epidérmico de
los personajes, tejido de relaciones inciertas o de parentescos nunca
esclarecidos, abundancia en sucesos y nomenclaturas inverosímiles o, en otras
ocasiones, excesivamente costumbristas.
Los elementos
estáticos del relato, en cambio, se incrustan como un pesado sedimento en el
foso de la fábula. Son éstos la inamovibilidad de la tragedia, la dureza
polvorienta del paisaje y el despliegue de un lenguaje temerario y candoroso,
obstinado, que brota compulsivamente, a borbotones, y representa la síntesis
que sostiene paisaje y tragedia, naturaleza y determinismo.
Los relatos reunidos en el volumen Arena rubia confirman la presencia de
Víctor Ramírez en la investigación del lenguaje, en la idea de que es la
expresión espontánea venida directamente del paisaje a la voz la que, en un
futuro, está llamada a liberar al hombre. Hay que hablar con voz propia; es
preciso hacer del lenguaje un territorio común, plagado de matices fonéticos,
morfológicos, sintácticos, físicos y culturales que sean, por sí mismos, un
sentimiento de libertad desatada.
En Chantaje bendito, relato que el autor subtitula Insomnio, Víctor Ramírez escribe: "Siento calor,
ha vuelto el viento más fuerte que antes, se ha despertado Adrianín y dice
«sed, papá». Me levanto: voy a la cocina, medio de agua una taza. Cuando vuelvo
ya duerme otra vez, la dejaré aquí, bajo la camaturca por si despierta de
nuevo, ya son las tres y veintisiete".
El lenguaje, como
el fluido que el padre deposita a los pies del hijo sediento, espera una nueva
mirada del hombre hacia el paisaje, una mirada definitivamente emancipadora. Y
el lenguaje fabulador de Víctor Ramírez parece nutrido por la dureza de un
paisaje de siroco, polvo y miedo.
El narrador,
figura crucial en la cuentística de este autor de San Roque, hilvana, con la
mirada sorpresiva y un tanto hiperbólica del cuenta-cuentos, historias en las
que la anécdota discurre atropellada, crispada, simulando la orografía de un
risco. La voz del narrador surge siempre con la premura de lo que se cuenta en
clandestinidad, de lo que se dice para provocar la estupefacción de los ojos
ajenos, de lo que se habla porque hablar con voz distinta es, además de
peligroso, necesario.
Y, claro, el lenguaje constituye el mejor símbolo de ese
trapicheo de la memoria: "Con padres jamás noté que ella hablase. Rehuía a los
varones adultos en el trato próximo arrugando la nariz como quien huele peste
inmediata y apretando los labios como quien desprecia impaciente. La sorprendí
sin espejuelos un mediodía caluroso en que se los quitó para enjuagarse con su
pañolón verde la cara y el pescuezo, a orillas del estanque y solita:
canturreando nítida una copla de amores en guerra vieja (...) Había yo acompañado a mi primo bobo en busca de ranas para el
chino del restaurante playero cuando eso: las cazábamos con tiraderas de
piedritas. Ella nos deseó buenos días sin ambages, y nombrándonos correcta» (Arena Rubia).
El ritmo del
relato se interrumpe abruptamente, al modo de una orografía reseca y empinada,
en la reiteración de la fórmula sintagmática que yuxtapone un tiempo verbal y
un adjetivo, tipo desprecia impaciente, canturreando nítida o nombrándonos
correcta. La profusión de sustantivos y derivaciones radicados en el habla
mestiza, propia de un proceso de transculturización, desde lo rural hacia lo
urbano, como tiradera, pañolón, pescuezo, crucifijito, constituye también otro
de los elementos decisivos en la tarea de construcción de un lenguaje de la
diferencia, una voz que, en el vacío de la memoria, está obligada a aclimatarse
a la áspera hostilidad del paisaje.
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