CASADO CONSIGO MISMO
DAVID TORRES
Todos los grandes
políticos (también incluso algunos pequeños) tienen sus momentos de intimidad,
el reposo del guerrero, cuando descienden de la tribuna y se van a su despacho
a meditar, a relajarse, a retomar fuerzas, o a lamer sus heridas. Es difícil
sorprenderlos en soledad, y mucho más hoy en que la imagen es prácticamente lo
único que puede ofrecer un líder, algo que vale más que mil palabras y más que
su ideología y su programa político. Desde que Kennedy le ganó un debate a
Nixon no sólo por la corbata sino porque Kennedy parecía un actor de cine y
Nixon un tubérculo hervido, los asesores de imagen se han convertido en parte
indispensable del equipo de cualquier aspirante a un cargo público.
En España, el de
Pablo Casado resulta uno de los más imaginativos. Lo mismo le dice que se suba
a un tractor que le sugiere que se deje barba. Probablemente lo de la barba fue
un consejo para hacerle parecer más serio, para intentar tapar esa sonrisa
prefabricada de la que tanto presume en su cuenta de Instagram y que exhibe a
la mínima oportunidad, en cuanto se echa a alguien al hombro: junto a un
taxista, junto a Soraya, junto a Mariano, junto a un ciclista, junto a
Cifuentes, junto a un empleado de gasolinera, junto a un cocinero estrella o
junto a sí mismo. Quizá sea un tic apenas detecta una cámara en las cercanías,
pero todo el tiempo Casado parece enormemente optimista y contento, encantado
de haberse conocido; un rictus de felicidad que empieza a oler sospechosamente
a rigor mortis. Nos imaginamos al fotógrafo dando indicaciones:
-Sonríe menos,
Pablo, por favor. Sonríe menos.
-No puedo, se me
saltan los puntos.
Como la situación
no está para muchas risas, el otro día el asesor de imagen de Casado le
manufacturó una foto para la historia: una composición tensa, en estricto
blanco y negro, donde Casado está de pie junto al espejo del baño; la mirada
baja, hosca, ceñuda; la corbata de luto; los puños de la camisa arremangados,
con toda la pinta de ir a arreglar el grifo del lavabo, que no para de perder
agua, o de fregotearse las manos concienzudamente durante veinte minutos.
Siempre habíamos sospechado que Casado, en realidad, oculta al menos dos
Casados, pero nunca se había visto mejor la dicotomía que en esta obra maestra
de la fontanería política en la que el líder del PP conversa con su propio
reflejo igual que Tyler Durden en El club de la lucha. Nos imaginamos al asesor
de imagen dando indicaciones:
-Más serio, Pablo,
por favor. Más serio.
-No puedo, que me río.
Lo verdaderamente
genial, en efecto, hubiera sido que, mientras el original permanecía serio y
preocupado, en el espejo Pablo Casado apareciese riéndose con todos los
dientes, al estilo de la máscara griega de la comedia y la tragedia. Sólo así
se explicaría la esquizofrenia esencial en la que habita este hombre, la misma
semana en que reprocha que los estudiantes puedan aprobar sin presentarse a
exámenes, como él en el máster, y el mismo día en que le dice a Pedro Sánchez
que deje de comparar la pandemia con una guerra para, diez minutos después,
comparar él la cifra de fallecidos por el coronavirus con los caídos en el
desembarco de Normandía. Acto seguido, en el discurso, Casado inventó una nueva
unidad de medida de mortandad, el 11-M, algo lógico en el jefe de un partido
que lleva toda la vida utilizando a los muertos -de ETA, del yihadismo, de lo
que sea- como abono político. Normal que se hiciera la foto de estar pensando
mucho en el lavabo, aunque habría sido mejor en el retrete.
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