EL DERECHO A MENTIR Y A DIFUNDIR EL ODIO
MIQUEL RAMOS
Todos los que vimos
nacer internet recordamos aquel correo electrónico masivo advirtiendo de que
“si no reenvías este mensaje a 50 personas, Messenger será de pago”. Qué
inocuas y anecdóticas cadenas de mensajes que te llegaban de distintas
personas. Viéndolo en perspectiva con el fenómeno actual, nos parecerían un
pasatiempo de algún internauta aburrido en su casa que tan solo quería observar
hasta dónde llegaba su juego. Ni se lucraba ni causaba ningún tipo de daño. Tan
solo hacía perder unos minutos a varios miles de personas que reenviaban el
mensaje. Era un bulo, sí, pero inofensivo.
En plena crisis por
el coronavirus, los bulos han cobrado un protagonismo inusual. Se han colado en
los debates parlamentarios, en las ruedas de prensa del Gobierno y hasta en
boca de representantes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que
han advertido del daño que causan en una situación excepcional donde la
incertidumbre y el miedo son terreno fértil para despertar todo tipo de
emociones.
Varios medios de
comunicación y más de un analista de redes sociales han realizado una gran
labor identificando y desmontando no solo los bulos, sino a sus principales
propagadores y las tramas de bots automatizados que ayudan a su expansión.
Personajes que llevan años defecando en sus redes sociales, en sus medios y en
sus atriles todo tipo de mentiras con el único objetivo de atizar el odio, el
miedo y la ansiedad de la población. El fascismo siempre se nutrió de estos
ingredientes. Y hoy, con internet y con medios de comunicación que han perdido
no solo cualquier código deontológico sino ya toda la vergüenza, han encontrado
un filón que estos días se está revelando todavía más preocupante. El pasado 11
de abril, el diario El Mundo eligió como frase del día en su portada una
sentencia del expresidente norteamericano Harry Truman: “Si no puedes
convencerlos, confúndelos”.
Ante las constantes
advertencias de varios representantes del Gobierno y los numerosos artículos en
los que se denuncia esta campaña de desinformación, la extrema derecha se
sintió aludida y volvió a hacer gala de su cobardía, presentándose como
víctima. Nada nuevo. También se consideraban víctimas los esclavistas que se
oponían a la abolición, los reyes y zares destronados por revoluciones o
cualquier colectivo privilegiado que ladra cada vez que se reclaman derechos.
Hoy, en este contexto, la víctima es la verdad y los ciudadanos que tenemos
derecho a recibir información veraz, no quienes han hecho de la mentira y el
odio su pan de cada día.
La extrema derecha
afirma que tiene derecho a mentir, a invertir millones en cuentas falsas en las
redes sociales, a estigmatizar a determinados colectivos con su discurso de
odio y a provocar el pánico
Las medidas
planteadas por algunas compañías como Whatsapp, Google o Facebook para frenar
la expansión de los bulos han sido presentadas por la extrema derecha como
ataques a la libertad de expresión, como una nueva censura del gobierno que
amenaza los derechos y las libertades públicas. Una particular idea de la
libertad de expresión, del “free speech” que defiende la Alt Right, que
utilizan para atacar a aquellos sitios web o redes sociales que intentan poner
coto a sus mentiras. Porque, según ellos, tienen derecho a mentir, a invertir
millones en cuentas falsas en las redes sociales, a estigmatizar a determinados
colectivos con su discurso de odio y a provocar el pánico. Su relato se basa en
que es el Gobierno el que está difundiendo bulos y ocultando información a la
ciudadanía mientras promueve la censura. Su estrategia se desveló desde el
primer momento, incapaces de aportar nada ante esta crisis, conscientes de su
responsabilidad en la gestión pública que esquilmó los servicios públicos
cuando gobernó o atacó la sanidad pública y universal cuando se le preguntó.
Esta estrategia se basa en culpar al Gobierno de las muertes por el virus por
su mala gestión. Y para esto, la necropolítica habitual de la extrema derecha
ha puesto toda la carne en el asador.
Criticar la gestión
del gobierno no puede ser nunca censurable. De hecho, nadie plantea que se
censure ninguna crítica. Es más, también la izquierda está siendo muy crítica
con algunas decisiones del Ejecutivo, sin la necesidad de hacer uso de fake
news. Todo lo contrario, está proponiendo ideas, medidas para evitar la
expansión de la epidemia, para proteger a la clase trabajadora y a los
colectivos más vulnerables con un plan de choque social.
Pero recordemos
que, antes de esta crisis, los bulos y la desinformación ya existían. En las
propias elecciones europeas, la Comisión Europea denunció una red en Twitter
con bots y cuentas falsas con el objetivo de impulsar hashtags anti-islam,
discursos del odio y a favor de Vox. Podemos decir que nos habíamos malacostumbrado
a aceptarlos. Sobre todo porque en numerosas ocasiones, las víctimas de estos
artefactos de odio eran sobretodo migrantes, musulmanes, judíos, gitanos,
menores no acompañados o cualquier otro colectivo habitualmente estigmatizado.
Se crearon varias iniciativas de verificación que trataban de demostrar las
falsedades de las redes sociales ultras, pero muy a menudo tan solo servían
para amplificar los mismos bulos. Y al coprófago, a aquel que está siempre
dispuesto a ingerir cualquier excremento que nutra su marco y sus prejuicios,
le importa bien poco que sea cierto o no. Incluso siendo desmentido con todas
las pruebas posibles seguirá difundiéndolo y negando que sea mentira. Porque el
desmentido no es más que una herramienta de control del Gobierno o de esa
conspiración contra él y los suyos.
Todavía hoy existen
en las principales webs de desinformación bulos como que se prohibirán las
fiestas de Moros y Cristianos ‘para no ofender a los musulmanes’, o que una
familia magrebí cobra miles de euros en ayudas simplemente por ser migrante.
Nadie les hizo rectificar ni les sancionó por publicar estas mentiras
compartidas por decenas de miles de personas. Estas webs, además, ganan miles
de euros gracias a la publicidad.
Plantear cierta
regulación para frenar este odio impune provoca grandes debates. Gran parte de
la sociedad tiene miedo a que se judicialicen determinados asuntos que
consideran podrían afectar a las libertades públicas y acabar siendo un arma de
doble filo. Ya pasó con los delitos de odio, y no falta razón viendo el uso
perverso que hace España de una herramienta pensada para proteger a los
colectivos vulnerabilizados para proteger a neonazis o perseguir a quienes
combaten el odio.
En muchas de las
páginas más importantes de desinformación, especialistas además en promover el
odio hacia determinados colectivos, vemos anuncios de grandes marcas, generados
a menudo por empresas de publicidad que ofrecen paquetes de anunciantes a
diversas páginas web. El gran problema es que el odio y la mentira son un
lucrativo negocio. No estaría de más que las empresas que se anuncian en estas
páginas fueran conscientes de lo que están financiando. Podría ser el momento
de empezar a penalizar a ciertas marcas o empresas que con su publicidad
patrocinan paginas de odio o desinformación.
Por otra parte,
existen en otros países numerosas iniciativas ciudadanas lideradas por ONGs que
realizan exitosas campañas contra el odio en la red, y que se dedican única y
exclusivamente a monitorear y denunciar estos espacios de odio impune. Esta
labor de higiene democrática debería implantarse en todas y cada una de
nuestras ciudades, con la ayuda de aquellos organismos que predican la defensa
de los derechos humanos y que podrían destinar parte de su presupuesto a
combatir esta infección. Llevando a las aulas talleres y cursos que puedan
aportar herramientas a la ciudadanía para combatir la desinformación y los
mensajes de odio en las redes, especialmente entre los más jóvenes.
Ideas e iniciativas
no faltan. Quizás sea falta de interés o de conciencia de quien podría y
debería hacerlo, pero no acaba de dar el paso. Mientras, el veneno sigue expandiéndose.
Queda muy bien decir que las mentiras se combaten con la verdad, pero cuando
quien miente invierte millones de euros en la promoción de sus mentiras, cuenta
con altavoces en todos los medios y redes, la verdad ya no tiene ningún valor.
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