LA ISLA DEL TESORO DE ROBERT L. STEVENSON
POR PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ
Los poco más de
cuarenta y cinco años de la biografía de Robert Louis Stevenson Balfour
(Edimburgo, Escocia, 1850-Vailima, 1896), no tienen nada de aventureros. No
obstante, llevaba la aventura dentro desde que se creció como un niño
enfebrecido por las historias que le contaban. Había nacido en una familia
compuesta por el ingeniero –náutico- Thomas Stevenson, con la particularidad de
que pasó la mayor parte de su infancia enfermo. Su suerte fue que su atención
recayó sobre una niñera-enfermera llamada Alison Cunningham, conocida
familiarmente como “Cummy”. Se trataba de una mujer que influyó poderosamente
en la imaginación de Robert Louis. La
señora Cunningham era una narradora nata en el momento más adecuado, y tuvo la
inmensa virtud de enriquecer aquellos años con toda clase de relatos, de
historias sobre los mártires presbiterianos escoceses, sin olvidar novelas
victorianas baratas, las que aquí se llamaban de cordel, porque iban atadas con
una cuerda, amén de historias de la Biblia, salmos y un largo etcétera. Un
enorme caudal imaginativo que resultó
además ampliada por su padre, igualmente
un buen contador de historias marinas y a las que la madre añadía toda
clase de detalles sobre la dogmática religiosa familiar, todo un ambiente que
hizo que el futuro escritor se hiciese singularmente sensible a las tradiciones
y al legado cultural escocés.
Dicho legado tiene
un nombre sobre otros: presbíteros, palabra derivada del griego, prebysteros,
ancianos. Se trata de una variación
nacionalista escocesa de la Reforma, más ligada a la tradición calvinista que a
la anglicana de Inglaterra, y que dio unas bases a las revueltas escocesas
contra los ingleses. Que Stevenson fue un patriota convencido lo demuestra el
hecho de que los 17 años, la familia pagó la publicación de un panfleto escrito
por el propio Robert que exaltaba la resistencia de los presbiterianos
escoceses contra los opresores realistas. Pero luego, mientras estudiaba
Derecho en la Universidad de Edimburgo, se rebeló violentamente contra la
respetabilidad presbiteriana de las clases pudientes de la ciudad. En esta época, Robert decidió finalmente
contradecir los deseos de su padre, y rechazó la posibilidad de seguir la
profesión de ingeniero para dedicar todo su tiempo a la literatura. Para
empeorar las cosas, en el año 1873, Thomas descubrió algunos papeles entre los
documentos de su hijo que le sugirieron la idea de que éste se pudiera haber
convertido en un ateo, lo que provocó una agria disputa entre ambos y un
enfrentamiento que les llevó a distanciarse.
Entonces, Robert
abandonó los estudios de ingeniería para estudiar leyes, y trabajó durante una
temporada como abogado, pero cuando contaba 25 años tomó la decisión de dedicar
todo su tiempo a escribir y empezó a colaborar en periódicos y revistas.
Durante esta época fue un ávido lector de novelas de Daniel Defoe, Stendhal, Jonathan
Swift y Henry Fielding. La lectura y la escritura se le hicieron las mejores
compañeras desde el momento que a los 20 años, se le declaró una grave afección
respiratoria que le acabaría amargando la vida, y le obligaría a mantener
largos períodos de convalecencia. Su mayor aventura quizás fue sus relaciones
con Fanny Vándergrift Osborne, norteamericana, mayor que él y separada de su
marido, a la que siguió en 1879 cruzando el Atlántico y el continente americano
en difíciles condiciones como emigrante sin medios. Un período de indigencia y
enfermedad en Monterrey y San Francisco, siempre a la espera de que Fanny
obtuviera el ansiado divorcio, concluyó con un matrimonio con una luna de miel
consumada en una cabaña de mineros abandonada en Mount St Helena, en el Coast
Range californiano.
Una agravación de
su enfermedad en 1885 fue seguida por una residencia de dos fructíferos años en
Bournemouth donde se hizo íntimo de Henry James. En esta época, Stevenson
escribirá febrilmente su obra más conocida, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886) tratamiento melodramático
de uno de sus temas favoritos: la ambigüedad moral del individuo, y que
atraviesa sus títulos más conocidos. La enfermedad le obligó nuevamente a abandonar Inglaterra, y marchó, primero hacia
los Estados Unidos (donde comenzó The Mosteo- of Ballantrae, 1889), y después,
a llevar a cabo un largo período de navegación por los mares del Sur, para
establecerse por fin en Samoa donde habiéndole probado el clima, se edificó el
mismo una casa y vivió en estilo patriarcal con su esposa, madre, hijastro e
hijastra. Mostró un profundo interés por los asuntos de Oceanía y escribió
relaciones descriptivas e históricas de la zona, los nativos lo llamaron
Tusitala, es decir “cuentacuentos”…Después de diversos vaivenes de la crítica,
en algunas de las cuales fue considerado “meramente” un escritor para niños, la
crítica modernas le muestran como una figura compleja y atormentada cuyo
“optimismo vital” era una irónica aceptación de lo inevitable y cuya
preocupación por las ambigüedades morales le fue conduciendo progresivamente
hacia la grandeza Treasure Island, que Stevenson comenzó a escribirla para
entretener las vacaciones de su hijastro, y casi sin querer pronto la vio
publicada en la revista “Young Folks”, a fines de 1881. Se trata de uno de los
relatos de aventuras más perfectos de la lengua inglesa. Stevenson iba
alcanzando una madurez auténtica de sus dotes en el momento de su súbita
prematura muerte.
Se ha dicho muchas
veces que seguramente La isla del tesoro es el mejor relato de aventuras que
haya producido la literatura moderna, y a tal efecto podemos citar lo escrito
por, Fernando Savater, uno de sus devotos en La infancia recuperada: “La
narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo
iniciático y lo ético, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor
incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera –que
siempre es la aventura más perfecta, la aventura absoluta- con la sutil complicidad
de la primera y decisiva elección moral; en una palabra, la historia más
hermosa que jamás me han contado”.
Una lectura
obligatoria
Esta es una
devoción muy compartida. Su lectura tiene el rango de inolvidable. Lo fue para mí que ya había visto de criatura
la versión con Robert Newton, pero que hasta el tiempo del servicio militar, no
había encontrado la ocasión. Fue un momento muy singular porque la lectura
transcurrió –lo recuerdo bien- durante un largísimo fin de semana del año 1972,
un tiempo de liberación para los que pudieron escapar de aquel agobiante
campamento de Campo Soto sometido al ordeno y mando de un ejército que había
ocupado su propio país, y situado en un apartado de la costa de San Fernando,
Cádiz. En principio no lo era para los que, como en mi caso quedamos castigados
en el calabozo, o sea sin tan siquiera espacio para pasear. sin embargo…Sin
embargo, tenía a la mano la historia del inmortal encuentro entre Jim Hawkins
(nombre de amplias resonancias corsarias), y John Silver Long, y además,
también la que narra los encuentros y
desencuentro entre el doctor Jekyll y Mr. Hyde, y entre ambas lograr el
propósito de convertir los días de castigo en un tiempo de gozo totalmente
memorable.
Se trata de una
obra cuya influencia por lo demás en todo el género de aventuras, y en el de
piratas en particular, así nos lo confirma Amelia Casilla cuando dice: “…el
pirata se mantiene como el héroe por excelencia. Al margen de los clásicos,
reeditados cada temporada e incluso adaptados al cómic o en versión
desplegable, las novedades editoriales sobre el género se cuentan por decenas
cada temporada. Fuera del ámbito literario, el cine y hasta el circo alimentan
una leyenda que no para de crecer” (Un botín para los lectores, El País Babelia,
08-12-07). No se trata pues de una moda pasajera sino de un clásico en el
sentido más pleno de la palabra, una novela de aprendizaje, sobre todo en la
medida en que enfrenta imaginación y realidad: el niño Jim Hawkins que sueña
sobre el mapa de la isla encontrado en el baúl del viejo pirata va a verse
obligado a confrontar sus imaginarias esperanzas y deseos con la – realidad de
una lucha por su vida y sus convicciones.
El extraordinario
viaje en busca del tesoro lleva a Jim Hawkins camino de la tradición de los
“correctos” principios pequeños burgueses en los que ha sido educado, cierto.
Pero también a saber que sin esfuerzo, astucia y valor, es imposible lograr
nada que valga la pena, es imposible alcanzar el tesoro. Lo excepcional de esta
trama es que está reducida a la acción esencial, y, salvo un circunstancial
cambio de narrador efectuado con genio, es aparentemente un trayecto en línea
recta que, irremediablemente, atrapa al lector afortunado. Y sin embargo ¡qué
calidad de sugerencias quedan en el lector! Eso es porque, ante todo lo
esencial es lo contrario es lo contrario
a esquematismo y simpleza. Lo fundamental de Stevenson está repleto de
contenidos. El esquematismo –que introducirá el cine con sus propias exigencias
comerciales- reduce las cosas a su apariencia básica, por ejemplo a ver la obra
exclusivamente a través del contraste entre los dos personajes centrales.
Quedarse con lo esencial y sostenerlo a pulso con tanta exigencia únicamente es
privilegio de un autor de primera categoría. Stevenson consigue también
quedarse con la pura fuerza dramática de un trayecto que es, nada menos que la
experiencia de una vida. Además, esta historia no está confiada sólo al
resultado final, que importa pero menos que el trayecto. La aventurera es una
experiencia moral abierta, llena de contradicciones y sugerencias.
El lector
inexorablemente cautivado, regresa al libro para ampliar su perspectiva.
Entonces descubre con extrema claridad el formidable papel de Long John Silver;
no sólo porque sea la contrafigura de Jim como lo es todavía más de los
caballeros que lo contratan para trabajar de grumete, sino porque es el único
personaje ambiguo entre todo el plantel de caracteres más o menos de una pieza
que componen el relato. Lo que opone Stevenson al aprendizaje de Jim Hawkins
—el otro personaje que no es de una pieza, pues cambia sustancialmente— es esa
maligna y atractiva ambigüedad, magistralmente trazada, de Silver. Ahí está la
clave de la potencia dramática del libro. Es más, de no existir John Silver, el
libro habría sido uno más y nuestro querido Jim Hawkins no hubiese sacado
provecho alguno de su aventura en compañía de señores formales que no se
cuestionan nada. Por eso me refería antes al admirable desarrollo de la fuerza
dramática contenida en la novela. La verdadera aventura de Jim comienza en
cuanto aparece John Silver, entonces entramos en un terreno ambivalente, un
padre que puede ser un ogro y al revés…
Habría que añadir
un pespunte que destaca ya desde las primeras líneas, el tono de saga narrada
alrededor del fuego: “Cojo la pluma en el año de gracia de 17…para remontarme a
mi niñez, cuando mi padre era dueño de la posada almirante Benbow, en la que cierto
se hospedó un viejo lobo de mar, curtido por la intemperie, tostado por el solo
de todos los mares y con el rostro marcado por las profunda cicatriz de un
sablazo…Como sí hubiera sido ayer, recuerdo el paso renqueante con el que llegó
a la puerta del mesón. Seguido de una carretilla en laque un mozo le llevaba su
cofre de marinero. Era un hombre alto, macizo, vigoroso y muy moreno; su
embreada coleta le rozaba el cuello y las hombreras de su manchada casaca azul.
En sus manos ásperas y agrietadas, veíanse las cicatrices de varias heridas y,
desde la mandíbula a la sien, le cruzaba la cara el hondo surco de aquella
cicatriz, cuya sucia blanquita contrastaba con su curtida piel. Aún me parece
verle recorrer con la vista la bahía, mientras silbaba entre dientes y tatarear
a continuación la antigua canción marinera que tantas veces había de oírle
luego: Quince hombres van el cofre de muerto,. ¡Ay, ay, ay, la botella de
ron¡…entonada con una voz recia y destemplada, que parecía haberse desafinado
en las barras del cabestrante…”
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