LA
VIGILIA DE VÍCTOR RAMÍREZ
VÍCTOR R. GAGO
La vigilia de Víctor Ramírez es de una aspereza lisiante:
diecisiete años sin bajar la guardia de los párpados, ya los tendrá como
pesadas escotillas de azufre. Se dirá de él que su inconstancia lo aleja del ejercicio
del éxito, pero nunca podrá darse en la literatura de estas islas una mirada
tan obstinada como la suya.
Va un muerto y le dice: "tú no eres escritor";
va otro y le dice: "llevas luto por este pueblo". Y Víctor va
y nos deja el muerto de un silencio desquiciable; la garganta le tiene que
arder de la siniestra costra que se le forma.
Di ¡Ah!, Víctor, ¡por la Virgen! Este Ramírez es escritor
como Víctor que se llama. Obtiene el alimento de él y los suyos enseñando
ecuaciones y analizando sintácticamente el objeto directo de la sinrazón,
dribla al contrario y dispara a puerta cada domingo un balón relingado.
Se le tiene por
padre de familia y así se ve, y para los suyos succiona las horas. Con humildad
quesadiana gana el pan y saca la dignidad del lodazal del miedo. Pero, ¡la
madre de Dios!, este hombre es escritor ¿Es que no lo veis despierto?
Vuelvo sobre el relato "Cada cual arrastra su
sombra", diecisiete años después de que fuera escrito, tres años
después de mi precoz lectura, recién horneada ahora la edición para la Biblioteca
Básica Canaria. "Por cierto, ¿Cómo dijiste que te llamas?", es la
frase concluyente del comienzo de los días gozosos de la escritura de Víctor
Ramírez.
La relectura
urgente me ha confirmado en la certeza de que el mundo narrativo de Víctor
sigue despierto, tozudo como la piedra que no se aparta del camino. Y es una
cabezonería justa la suya, la horma del zapato con la que la realidad tropieza
en su viaje de ida y vuelta a la conciencia del
escritor. Porque en las islas, ya se sabe, las cosas son como son y han
sido así para deshonra de los progenitores cobardes.
"Había dos vasos en la barra y una botella, dos vasos
acabados de vaciar y una botella mediada, también una lucerna de araña en el
techo, viejísima, de cinco brazos de metal y tres bombillas fundidas, una luz
tenue, vidriosa, espolvoreada, de las que hacen amusgar la vista arrugando el
entrecejo y la nariz": he aquí la
realidad ordenada tozuda con la que tropieza la visceralida de Víctor Ramírez.
No puede cambiarse
el mundo, los miedosos liberarán sus heces para el resto de los días venideros,
pero queda la palabra, la letanía oral con la que poseer el mundo. Hay que
hablar para no perecer, la huida in extremis del acero de los culatazos
sobre nuestras sienes.
Decir: "Había
dos vasos en la barra y una botella...", etcétera, etcétera, y
todo lo que haya que seguir diciendo y evitar así el descenso definitivo de los
párpados, cuyo peso se hace por momentos insostenible.
Angel Sánchez deja
escrito en el prólogo de esta edición: "El que cuenta -diríamos,
imitando al autor- tiene mucho que contar y, a través de lo que cuenta,
contándose irá perfilando a sus contemporáneos".
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