POR QUÉ EN ESPAÑA NO HAY UN ESTADO DE EXCEPCIÓN ENCUBIERTO
FRANCISCO VELASCO CABALLERO
En estos días, y a
la vista de las evidentes limitaciones a la libertad de circulación impuestas
por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado
de alarma, hay quienes consideran que algunos de nuestros derechos
fundamentales están de facto suspendidos. No sólo la libertad de circulación
(artículo 19 de la Constitución), sino también el derecho de reunión y
manifestación (artículo 21) e incluso la libertad religiosa (artículo 16).
Partiendo de la premisa de esta suspensión de facto, algunas de esas voces
sostienen que nos encontramos ante un estado de excepción encubierto. Porque
sólo en el estado de excepción, y no en el estado de alarma, el Gobierno puede
suspender algunos derechos fundamentales (artículo 55.1 y 2 de la
Constitución).
De la opinión que
comento llaman la atención muchas cosas. Una de ellas es que en un mismo
planteamiento convergen quienes anhelan y reclaman la efectiva declaración del
estado de excepción (por el Congreso) y quienes pretenden justo lo contrario,
que el Gobierno levante las actuales restricciones a la movilidad. Esta
convergencia es, desde luego, paradójica. Y contestable. A los primeros, a los
que reclaman un estado de excepción, les puedo oponer que ante una emergencia
sanitaria, como la actual pandemia, el Congreso no puede declarar el estado de
excepción. A los otros, a quienes dicen que las actuales restricciones de
movilidad no son posibles en un estado de alarma, les contesto que a lo mejor
tienen razón. Pero que a ese resultado no se puede llegar dando saltos. Esto
es, sentando como premisa que estamos ante una suspensión de derechos impropia
del estado de alarma, para concluir luego que tal suspensión sólo sería posible
si el Congreso declarase el estado de excepción. Pero vayamos por partes.
La Constitución, en
su artículo 116, menciona tres situaciones jurídicas extraordinarias: los
estados de alarma, de excepción y de sitio. Pero no precisa en qué casos
procede la declaración de cada uno de ellos. Mayor detalle contiene la Ley
Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio,
que expresamente establece que el estado de excepción, que declara el Congreso
y en el que el Gobierno gana fabulosos poderes, sólo procede "cuando el
libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal
funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos
esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público,
resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias
fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo" (artículo 13). El
precepto está bien claro. Son problemas de orden público los que permiten el
estado de excepción. Y por mucho que le demos vueltas, lo que hoy tenemos en
España no es un problema de orden público. Más bien lo contrario. Pocas veces
la sociedad española ha sido tan disciplinada frente al poder público. Que yo
sepa, en ningún sitio de España hay motines, ni hay vandalismo en las calles,
ni atentados, ni nada que se le parezca. Se ha dicho, eso sí, que quizá hoy
haya que tener hoy una visión más amplia del orden público, que incluirá a la
actual situación extraordinaria. Pero esta es una interpretación prohibida por
la Constitución. Pues nada permite interpretar extensivamente conceptos
legales, como el de orden público, para alcanzar resultados contrarios al
normal orden constitucional, como son la excepcional concentración de poderes
en el Gobierno y la posible suspensión de derechos fundamentales, ambos efectos
propios del estado de excepción.
Así que, se mire
por donde se mire, el Congreso no puede declarar el estado de excepción. Porque
no tenemos delante desórdenes públicos, sino una pandemia. Y precisamente, para
estos supuestos está previsto el estado de alarma. Dice el artículo 4 de la Ley
orgánica 4/1981 que el Gobierno puede declarar el estado de alarma ante
"crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación
graves". Poca discusión puede haber sobre que el Gobierno estaba
autorizado para declarar la alarma.
Dicho esto, y si
somos respetuosos con el principio de legalidad, seguidamente habría que
analizar qué medidas puede adoptar el Gobierno, una vez declarada la alarma.
Disculpe el lector las referencias normativas que siguen. Sé que son tediosas,
pero no podemos seguir hablando de todo esto, al menos no los juristas, sin un
mínimo de precisión.
Pues bien, las
medidas que puede adoptar el Gobierno en un estado de alarma están enunciadas
en los arts. 11 y 12 de la misma Ley orgánica 4/1981. Quizá el precepto más
preciso ahora, porque se refiere precisamente a emergencias sanitarias, es el
artículo 12.1, según el cual el Gobierno puede acordar todas las medidas "establecidas
en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas". Esa
remisión nos lleva al artículo 3 de la Ley orgánica 3/1986, de 14 de abril, de
Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, según el cual "con el fin
de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria (…) podrá
adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas
que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente
inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de
carácter transmisible". Habrá notado el lector lo amplia que es la
autorización legal ("las medidas….que se consideren necesarias").
Alguien podrá considerar que una autorización legal tan amplia e indeterminada es
excesiva, e inconstitucional. Tal forma de pensar no es extravagante, aunque yo
no la comparto. Pero lo cierto es que mientras esté vigente, la ley orgánica
autoriza al Gobierno a adoptar todas las medidas "que se consideren
necesarias".
Viendo que una Ley
orgánica autoriza a adoptar las medidas "que se consideren
necesarias", el simple principio de legalidad nos obliga a comprobar si
todas las medidas efectivamente adoptadas por el Gobierno en el Real Decreto
463/2020 son propiamente necesarias. Puede que lo sean; o puede que no. Que
cada uno juzgue a la vista del número de infectados o fallecidos. Pero esa es
justamente la tarea del jurista en este momento: comprobar si las restricciones
a la libertad que ha acordado el Gobierno están autorizadas por la ley; o si,
por el contrario, el Gobierno se ha excedido respecto de lo que autorizan las
leyes. No es metodológicamente correcto, en mi opinión, prescindir de la ley al
valorar las medidas restrictivas del Gobierno, y afirmar per saltum, omitiendo
toda mención al art. 12 de la Ley orgánica 4/1981 y al art. 3 de la Ley
orgánica 3/1986, que el Gobierno ha suspendido el derecho fundamental de libre
circulación.
Calificar las
limitaciones gubernativas de la libertad como "suspensión" de
derechos, y así concluir que estamos ante un estado de excepción encubierto, es
una petición de principio que alterna la forma de razonar propia del Estado
parlamentario. No voy a entrar ahora a analizar qué significa una
"suspensión" de derechos en la tradición constitucional continental;
ni en la estrechísima vinculación histórica entre la "suspensión" de
derechos y las interrupciones autoritarias del orden constitucional. Ahora voy
a algo más sencillo, a que no se puede analizar
jurídicamente las decisiones del Gobierno saltando por encima de las
leyes, como si estas no existieran. Tal cotejo directo entre la Constitución y
las medias del Gobierno sólo sería posible si no existiera ley alguna que
autorizara las restricciones. Pero existiendo esa ley, el deber de los juristas
es no dar saltos en el aire, e ir paso a paso. Lo primero es ver si el Gobierno
está autorizado por la ley para restringir la libertad de los ciudadanos. Lo
segundo es comprobar si, existiendo esa autorización legal, se ha respectado en
el caso concreto. Y sólo si no hubiera una autorización legal para las
restricciones de movilidad, o si tal autorización legal hubiera sido anulada
por el Tribunal Constitucional, o si el Gobierno se hubiera excedido de la
autorización legal (por haber dictado medidas "innecesarias"), podríamos
concluir que tales medidas son inconstitucionales. Tomar un atajo argumental,
afirmando como premisa que el Gobierno ha suspendido la libertad de
circulación, sin comprobar qué autorizan y qué no autorizan las leyes, es un
proceder simplemente inconstitucional. Entre el Gobierno y la Constitución está
la ley. La forma de gobierno parlamentaria (artículo 1.3 de la Constitución) y
el simple principio de legalidad (artículo 9.1) nos obligan a no dar saltos, a
no menospreciar a la ley en el razonamiento jurídico. El Estado constitucional
de Derecho no funciona con atajos argumentales, sobre todo si al tomar un atajo
dejamos de lado nada menos que al principio de legalidad.
Concluyo. Por muy
atrayente que sea la mística del estado de excepción, volvamos a la realidad
cotidiana del Derecho. Lo propio del razonamiento jurídico es comprobar si las
decisiones gubernativas son conformes con las leyes; y si las leyes son
conformes con la Constitución. Lo sé, esto no es nada atractivo. Es vulgar,
ordinario. No tiene ninguna magia. Pero respetar el Derecho también tiene su
encanto.
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