SAN VALENTÍN, EL SANTO QUE
NUNCA ESTUVO ALLÍ
CLAUDIO ZULIAN
En un ejemplo de
perfección metafórica, de San Valentín no se sabe ni siquiera si existió. No es
de extrañar, puesto que es el santo patrón del "amor romántico",
concepto inasible donde los haya. Ante tanta incertidumbre, la Iglesia ha
optado por darle de baja, pero no así sus perseguidores laicos que continúan
intentando desencovarle en películas y centros comerciales. ¡Ay de aquel
progresista que haya osado pronunciar su nombre en estos días o, peor,
escribirlo en una dedicatoria! Si el lector o la lectora hubiere cometido ese
pecado, o estuviere interrogando su conciencia, dividido entre sus bajos y
afectuosos instintos y la superior moralidad grupal, le aconsejamos continuar
leyendo: hallará consuelo en lo que sigue.
Dejando de lado
jugosas disquisiciones sobres su historia antigua y medieval, pidamos a nuestro
Santo que, a pesar de su inexistencia, obre el milagro de situarnos casi al
comienzo de esos tiempos que se han venido en llamar modernos, en concreto en
1740. En ese año, Samuel Richardson publica Pamela, o la virtud
recompensada. En ella, el "amor
romántico" es la culminación victoriosa de la resistencia que la mujer
protagonista opone a su destino de mujer-objeto. Por ese amor, además, el antagonista acosador – como
diríamos ahora – se redime y se vuelve un marido atento, tierno y respetuoso.
En "el siglo de las mujeres", como también se llamó el siglo XVIII,
el amor después llamado romántico encarnó un ideal de afirmación individual y
autonomía femenina. Gracias a él, la mujer reivindicaba personalidad y
profundidad psicológica. Ideal este que alcanzó también a los partners, como ya
en Pamela se ilustra, que junto con ellas hallaban razones para zafarse de
antiguos sometimientos: no olvide el lector que, hasta entonces, los
matrimonios eran cosa de la familia y no del individuo. A partir del siglo
XVIII el amor es invocado como aquello que singulariza a la mujer y también a
su pareja, aquello que dota a los dos amantes de una íntima dimensión y les da
fuerza y razón para oponerse a las embestidas de la sociedad que los quería
antes que nada obedientes y funcionales al orden establecido. No es de
extrañar, pues el amor romántico, tanto en la tradición occidental, como, por
ejemplo, en la china y la hindú, ha sido el escudo de la singularidad juvenil
ante las pretensiones de la generación anterior. Romeo y Julieta, Jia Baoyu y
Lin Daiyu, no quieren saber nada de sus familias, ni de las obligaciones que
estas les imponen, sino que quieren vivir con plenitud sus propios
sentimientos. En el siglo XVIII
occidental, sin embargo, a este rasgo clásico del "amor romántico" se
asocian otros más modernos: el individualismo de las sociedades democráticas y
capitalistas. Los afortunados (o
desgraciados) jóvenes de ambos sexos que se enfrentan a las generaciones
anteriores no sólo reivindican su singularidad, sino que hacen de ella el
estandarte de su individualidad y su autodeterminación - que habrá luego de
definirlos de por vida como "ciudadanos". Allí tenemos a Moll Flanders y a Roxana, más
atrevidas y transgresivas que Pamela, cuyos aventureros amores las conducen a
una ideal y emancipada vida al lado del hombre que han escogido libremente.
Pero, no se confíe
aún el lector, porque, como es propio de su supuesto Santo patrón, incluso este
tipo de "amor romántico" tiende al espejismo. Al mismo tiempo que la
sociedad democrática y capitalista expresa un utópico ideal amatorio, ya en el
siglo XVIII algunos preparan el terreno para la que será la verdadera gran
carrera del amor romántico: su imposibilidad. Madame de La Fayette ya lo
barruntó con mucha anticipación en la Princesse de Clève. Pero es Werther quien nos lanza a la cara su
evidencia: el amor romántico es imposible porque en la sociedad
"nueva", democrática y capitalista, en realidad no hay sitio para él.
A partir de la epifanía goethiana, vamos a asistir a un funeral tras otro:
Werther muere porque es de una clase inferior a la de Charlotte, Emily Brontë
mata a Catherine por razones parecidas y Dumas hace lo propio con la Dama de
las camelias. El dinero, la clase social, la moral burguesa… Los pobres
enamorados que durante unos pocos decenios habían encarnado el ideal del
individuo emancipado y, por ende, del capitalismo, son ahora quiénes lo
denuncian aún a costa de sus vidas. Si el lector lo tuviere, le propongo aquí
que guarde un minuto de silencio a la memoria de tantos románticos amantes,
muertos en desigual pelea contra la capitalística hidra. Y también sugiero a
quien ahora condena sus amores que medite sobre sus tumbas y lo injusto de su
vituperio.
Más, hete aquí que
nuestro Santo obra otro milagro y de pronto nos hallamos a comienzos del siglo
XX. Se abren las primeras salas de cine, se encienden los primeros proyectores,
et voilà, reencontramos a nuestros románticos amantes… ¡pero ahora abocados a
un inevitable happy end! ¿O no? Es verdad que muy tempranamente el amor de
pareja, pintado con los más rosados tintes, aparece en la pantalla grande como
un elemento estadísticamente muy recurrente de los plots más comunes. Es capaz
además de contagiar todo tipo de género – como demuestra el ilustre caso del
episodio final de Intolerancia de D. H. Griffith: el amor triunfa sobre
cualquier obstáculo, social o gangsteril que sea. Aquí hay que hacer un
pequeño, y sin embargo importante, inciso. Después de más de un siglo de
admirables operísticas desgracias románticas ¿de dónde sacaron, los norteamericanos sobretodo, tal fe y tal
deseo de happy end? Recuerden las lectoras y los lectores que el cine fue un
arte "popular" desde el comienzo, tanto que algunos desalmados
insinuaban que ni siquiera era arte. Quizá el pueblo – no el nacional, sino el
de clase –, a lo largo de todo el siglo XIX, nunca había dejado de acudir a
buscar su consuelo en teatros y libros que sí, lejos de los tormentos
burgueses, seguían promocionando el happy end.
Propongo una segunda pausa de meditación – que pude ser más breve y
ligera que la anterior, no más de treinta segundos. Quien ahora condena el amor
romántico ¿no será presa de un aristocrático prurito, viejo pecado del progresismo
desde el siglo XVIII? Porque al pueblo el happy end siempre le ha gustado. Y se
entiende, con lo mal que lo pasa - por lo menos hasta que las señoras y señores
censores hagan la prometida revolución.
De todos modos, ni
siquiera en el cine el amor romántico domina incontrastado. Es más, de las
cuatro historias de las que se compone Intolerance, por ejemplo, sólo la última
acaba con la rosada felicidad de la pareja – en la que, de todos modos, la
protagonista, lejos de ser una mujer sometida, es la agente principal, cuyas
iniciativas salvan al torpe de su novio. Las otras tres historias acaban fatal:
la "Chica de la montaña" es atravesada por una flecha enemiga cuando
está prestando un heroico servicio a su patria, y "Ojos castaños" es
herida de muerte por un mercenario católico. La tercera es la historia de
Cristo y casi todos los lectores y las lectoras saben como acaba. Así, incluso
en los comienzos del cine, hay amor romántico a raudales en las películas, pero
su función respecto a la mujer no parece ser, la mayoría de las veces, la de
someterla: en la mayoría de los casos no la invita a las domésticas labores,
sino que hace de ella una heroína, dichosa o desdichada, tanto en el ámbito
político como en el privado.
En suma, una cosa
sencilla, identificable y etiquetable que se pueda llamar "amor
romántico" y a la que, a pesar nuestro, estarían sometidas las mujeres, no
existe. Ya noto el alivio del lector y la lectora pecadores. Pero antes de
absolverlos del todo y permitirles que el culto a San Valentín salga de las
catacumbas queda un último escollo. Nos quedan los centros comerciales. Aquí
damos con otro tipo de paradoja. El último argumento contra el pobre Santo es
que el "amor romántico" es un arma para someter a la mujer a través
de un tinglado comercial consumista. Lectoras y lectores podrán fácilmente
apreciar como este argumento se asienta
en la promesa secular, propia ya de la Ilustración, de una autodeterminación
individual, democrática y capitalista, que a todos alcanza, pero que es
particularmente significativa para las mujeres, puesto que más las libera de
antiquísimos yugos. Si todavía queda algún lector o lectora que se sobresalte
de la unión de los tres adjetivos "individual",
"democrático" y "capitalista", me excuso por el susto, pero
la estricta autodeterminación individual, la realización radical de sí mismo
sin miramientos, sin ataduras de ninguna tradición, incluida la patriarcal, es
un ideal del capitalismo. Sólo para pedir argumentativo amparo, citaremos aquí
a Marx, que apuntaba, en su Manifiesto, que la burguesía "dondequiera que se instauró, echó por
tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas." Se
rechazan los fastos de San Valentín, porque son una trampa para las mujeres y
cuyo objetivo es someterlas al capitalismo,
para que estas puedan cumplir con plenitud… el ideal capitalista del
individualismo radical. Aquí, simplemente no estamos hablando de "amor
romántico", sino de las contradicciones de las políticas progresistas
reformistas que hacen de los derechos individuales su estandarte pero han abandonado hace tiempo
la crítica radical a las formas de vida capitalistas. De esa imposibilidad de
aclararse del progresismo light (¿serán, ellos sí, los verdaderos pecadores?)
nace el último argumento para la persecución a nuestro pobre Santo que
afortunadamente para él, no existe.
Finalmente, la
exaltación y la condena del "amor romántico", resultan ser una sola y
misma cosa: un tranquilizador intento de unos y otros de simplificar algo que
se escapa por definición – y por suerte. Porque todos sabemos que aquello que
tal escueta expresión intenta indicar, contener e incluso definir, es una terra
incognita o dicho más llanamente, un lío descomunal, cuya capacidad de
sobresaltarnos no hay caja de bombones, ni programa de wellness, ni eslogan
condenatorio que la aminore. Un lío entre yo y el otro, y entre yo y la
sociedad, y entre yo y como me veo en los ojos del otro y en los ecos que me
devuelve la sociedad. Un lío cuyo Santo
patrón no existe y cuya condena salpica a quien la profiere. Un lío,
finalmente, que a las personas que, más allá de todo intento de
simplificación, se atreven con él, les
concede eso que se ha llamado "personalidad". Y, queridas lectoras y
queridos lectores, seguro que alguien con tal personalidad es además un buen
ciudadano.
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