LOS ZOMBIS DEL PP
JUAN CARLOS ESCUDIER
Lejos de parecer
extraño, lo de dar matarile en política es de lo más habitual. Es verdad que
existen distintos grados de refinamiento y que, en ocasiones, se intentan
evitar escenas dantescas que provoquen náuseas a los curiosos, pero el
desenlace siempre es el mismo: suspendido en su soga, el ajusticiado oscila
como el péndulo de Foucault, sus allegados se secan rápidamente las lágrimas
para evitar ser los siguientes en la lista y el sucesor entra en escena y
comienza a recitar su papel con el cuerpo aún caliente del finado en segundo
plano. La vida sigue.
Desde que la rubia
marquesa de Casa Fuerte, o sea Cayetana Álvarez de Toledo, le acusara de ser un
blandito con los nacionalistas, Alfonso Alonso se sabía sentenciado y solo las
circunstancias, en especial el adelanto electoral en el País Vasco, le habían
permitido mantener la cabeza sobre sus hombros y figurar brevemente como
candidato. Su rechazo frontal a las regalías que se otorgaban a Ciudadanos en el
acuerdo de coalición con el PP vasco, hecho a sus espaldas, ha venido a ser su
canto del cisne, un bello réquiem a la dignidad de quien ya tenía escrito su
destino y no quería posponer lo inevitable.
Lo trascendente del
episodio no es, por tanto, el tránsito de Alonso, al que únicamente le resta
dimitir de la presidencia regional para alcanzar el descanso eterno, sino la
confirmación de que entre sus muchas facultades, ya se trate de olfatear armas
de destrucción masiva en Irak, refutar el cambio climático o confirmar lo bien
que se subsiste a sueldo de las multinacionales, Aznar goza del poder de la
resurrección, algo que se creía reservado a Pedro Sánchez desde que se levantó
y anduvo hasta que no hubo quien le echara un galgo en el PSOE.
La muerte política
del dirigente vasco demuestra que Aznar vive y reina, aunque sea por la
personita interpuesta de Pablo Casado, y ello le ha permitido en el año y medio
que su aprendiz lleva al frente del PP rescatarse a sí mismo y a sus zombis de
cabecera, a los que ha ido colocando en la nueva estructura de mando como si
Rajoy no hubiera existido o se le pudiera borrar de la historia a golpe de
escoplo como se hacía en el Antiguo Egipto con los faraones herejes.
Alonso expira por
marianista y le sucede Carlos Iturgaiz, al que todos daban por muerto tras su
anuncio de que abandonaba la política por haber sido marginado en las listas al
Parlamento Europeo pero que, en realidad, estaba haciendo el acordeón,
instrumento del que es concertista, replegándose primero para extenderse
después dando la nota. Iturgaiz no es que sea aznarista, que lo es; es que es
un devoto de Mayor Oreja, un diosecillo sacado del Antiguo Testamento de
Franquito que era capaz de vislumbrar una negociación con ETA en una fiesta de
cumpleaños pero que carecía del don de la ubicuidad y, por eso, Iturgaiz votaba
por él en el Parlamento vasco cuando no estaba presente.
Es Aznar, por
Casado interpuesto, el que permite a Iturgaiz demostrar que se puede volver del
más allá, para pasmo de los populares vascos que ahora tendrán como candidato a
quien únicamente aspiraba hace unos meses a ser el número 17 de la lista de
Estrasburgo. El sorayismo ha sido en su caso un pecado venial que le ha sido
perdonado porque Dios existe aunque se haya quitado el bigote y Mayor Oreja es
su profeta.
La conversión del
PP al aznarismo está siendo un proceso tan acelerado que amenaza con convertir
al partido en una bacanal zombi, donde uno se encuentra por doquier con
personajes del pasado renacidos como directores de gabinete o asesores, dada la
actual carestía de cargos electos. No deja de tener su lógica que, anunciado el
Apocalipsis por activa, pasiva y perifrástica, los muertos se levanten en estos
días del juicio final y sean los de Aznar, siempre a la derecha del padre y de
Don Pelayo, quienes lo hagan primero.
Sin embargo, no
todo está escrito. Bastaría con que los resultados en el País Vasco demuestren
de nuevo que algunas sumas restan y que el último mohicano del marianismo que
es Feijóo resista en su aldea gala para que muchos caigan del caballo y se
planteen si fue una buena idea esa locura de exhumar a esos diestros tan
siniestros.
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