NO HAY MASCARILLAS. TAMPOCO
HACEN FALTA
POR JAVIER DURÁN
Este letrero,
colocado en una farmacia española, se ha convertido en el símbolo de un virus
que se ha propagado más rápido aún que la propia enfermedad, el virus del temor
y la desinformación. Porque la realidad es que las mascarillas no evitan el
contagio del coronavirus, pero son un síntoma. Un síntoma de lo frágiles que
nos sentimos ante una amenaza fantasma. Un síntoma de que con el simple gesto
de taparnos la boca y la nariz ya nos sentimos más protegidos.
La población, en
muchos casos sobre-alarmada, se lanza a comprar y acaparar alimentos y
artículos de primera necesidad y sanitarios. Es la cultura del “¡Vamos a morir
todos!”.
De repente, las
redes se llenan de apocalípticos, y también de integrados.
Algunos gurús
económicos e inmobiliarios se lanzan a su juego favorito, especular; incluso
con el número de infectados y muertos que va a acarrear el virus, como si
pretendieran con ello que entremos en una especie de libro Guiness de los récords
macabros.
Y la tragedia nos
muestra, una vez más, que el hombre es un virus para el hombre. En Italia, el
gel desinfectante ha pasado de costar 3 euros a 22, las mascarillas han pasado
de los 0,10 euros a 1,80. El capitalismo más salvaje.
Donde hay una
crisis, algunos siempre ven una oportunidad.
¡Es el mercado,
amigos!
Pero, hasta en esto
de las pandemias, hay clases.
Hay Pandemias
Premium y pandemias de marca blanca. Algunas copan horas y horas hasta asfixiar
al resto de noticias, otras ni siquiera merecen unos minutos en unos
informativos youtubizados, sin ningún tipo de relevancia informativa.
Hay pandemias que
no son virales en nuestros medios de comunicación, y deberían serlo, y para las
que tampoco valen de nada las mascarillas. Porque no hay mascarillas que tapen
el tufo xenófobo que desprenden algunas declaraciones de líderes y partidarios
de la plus ultra derecha aprovechando esta pandemia para colar otro virus, el
del “racismo”, el del miedo al diferente, al “enfermo”.
Los mismos que callaban
y otorgaban cuando se desmantelaba la sanidad pública, ahora aprovechan para
reafirmar sus ideas excluyentes y ya tienen una excusa para pedir el cierre de
las fronteras.
Supongo que muchos
de estos liberales, si se contagian, preferirán morirse en privado que hacer
pública su apuesta por un sistema sanitario elitista y de pago, que no trata
las pandemias. No hay mascarillas que tapen el olor a estiércol que abona el
clasismo y la utilización partidista de los problemas del campo español y de la
España vaciada, por los herederos de los señoritos de Los Santos Inocentes.
No hay mascarillas
capaces de ocultar el rostro de las 13 mujeres asesinadas por violencia
machista en apenas dos meses que llevamos de 2020.
Ya no pueden tapar
el abuso sistemático de poder y el acoso sexual en el trabajo a mujeres,
durante décadas, ante el plácido compañerismo de algunos amigos influyentes.
No hay mascarillas
que disimulen el hedor a cloacas del Estado, el olor a guerra sucia que
desprenden algunos periodistas y políticos, cuando un vicepresidente del
gobierno va a formar parte de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de
Inteligencia, el organismo que supervisa y regula los trabajos del Centro
Nacional de Inteligencia, el CNI.
Parece que algunos
sectores de la derecha y algún expresidente quieren blindar esta información a
cal y canto.
Como dirían en
Watchmen: “¿Quién vigila al vigilante?”
No hay mascarillas
que acallen nuestra libertad de expresión.
El Tribunal
Constitucional ha anulado la condena a César Strawberry, cantante de Def Con
dos, por enaltecimiento del terrorismo, tras cuatro largos años de persecución
y de paso por diversos tribunales. Una absolución que debería crear
jurisprudencia en casos como los de Abel Azcona, La Insurgencia, Valtonyc o
Pablo Hasel.
Como dijo el voto
particular del Tribunal Supremo para evitar la proliferación de este virus que
mata las libertades: “Hay que contener la aplicación expansiva de las leyes
antiterroristas en un derecho penal democrático”.
La mascarilla, como
metáfora visual potentísima de una ley mordaza, aún en vigor, que intenta
taparnos la boca.
No hay mascarillas
que enmascaren que cada vez son más numerosos los atentados de la ultraderecha
en toda Europa. Unos atentados que, según el color del asesino con que se
miren, se etiquetan en los medios como atentados terroristas o como simples
matanzas de un trastornado.
No hay mascarillas,
y tampoco hacen falta, para un reportero como Lorenzo Milá, convertido ya en un
símbolo por hacer bien su trabajo, por haber elegido su profesión, el
periodismo, frente al sensacionalismo.
A cara descubierta.
“No hay
mascarillas. Tampoco hacen falta”.
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