EL REGRESO DE LAS BRUJAS
ALBA
E. NIVAS
Si algo se puede
deducir acerca de las brujas es que el suyo era precisamente un saber telúrico,
a ras del suelo, empírico, forjado a través de siglos y siglos de contacto con
la naturaleza. Poseían un conocimiento tradicional exhaustivo de las plantas
silvestres, de aquellas que podían sanar y de aquellas otras que podían
envenenar o provocar estados alterados de conciencia. Las brujas que perecieron
en las hogueras eran mayoritariamente habitantes de aldeas. Eran brujas
rurales, pobres, que practicaban diversas formas de cultos paganos; ritos que a
su vez eran vestigios de arcaicas culturas matriarcales del Neolítico europeo.
Según datos
arqueológicos y testimonios de historiadores y geógrafos griegos, estos pueblos
se organizaron con arreglo a un sistema de descendencia y formación de grupos
sociales matrilineales. Entonces la mujer tenía un papel importante en la vida
económica, como cultivadora de plantas variadas, y como sacerdotisa de culto a
diosas madres con carácter ctónico y lunar. Tal era, según describe Estrabón,
el modo de vida que caracterizaba a los pueblos cántabros y de otras regiones
del norte de la península ibérica, en los que “la mujer gozaba de autoridad y
significación económica pues trabajaba y era propietaria de la tierra”. Con el
transcurso de los siglos, las invasiones que fueron trayendo nuevas religiones
patriarcales modificaron sustancialmente tal posición.
Federici sostiene
que si bien las mujeres campesinas en la Edad Media estaban sometidas a la
tutela masculina, en la práctica no eran tan dependientes de sus compañeros
varones ni estaban supeditadas a satisfacer sus necesidades como lo serían
siglos después. Compartían solidariamente el sometimiento al señor feudal; pero
por entonces el trabajo doméstico y la crianza no eran actividades devaluadas,
no se diferenciaban de las labores agrarias, ni implicaban relaciones sociales
diferentes a las de los hombres. Sus actividades contribuían por igual al
sustento familiar, y se realizaban en la compañía de otras otras mujeres en
relaciones de cooperación y solidaridad comunitarias. El verdadero proceso de
degradación de la condición femenina se inicia con el nacimiento del
capitalismo.
En contra de la
creencia generalizada, que sitúa la caza de brujas en la Edad Media, hasta bien
entrado el siglo XIII hubo bastante tolerancia hacia ellas
En contra de la
creencia generalizada, que sitúa la caza de brujas en la Edad Media, hasta bien
entrado el siglo XIII hubo bastante tolerancia hacia ellas. Mientras el
paganismo aún conservaba suficiente fuerza social, la Iglesia se esforzaba en
cristianizar a la población y defendía sus ideas mediante el diálogo y la
predicación. Argumentaban que las brujas y los brujos eran débiles mentales,
seres entregados a fantasías e ilusiones perversas, como los vuelos nocturnos o
las metamorfosis en animales. A partir de la Baja Edad Media su postura cambió
radicalmente, alertada por el surgimiento de diferentes sectas heréticas en un
contexto de frecuentes crisis sociales y revueltas en el campo y en las
ciudades. En dichas comunidades heréticas las mujeres gozaban, por cierto, de
una posición más igualitaria y condiciones de vida más favorables.
La peste negra del
siglo XIV supuso un colapso demográfico sin precedentes y cambió por completo
la vida social y política europea. Por un lado se propagaron y agudizaron las
rebeliones contra el orden feudal, y por otro se incrementó la presión sobre la
fertilidad de las mujeres para paliar la crisis de mano de obra. Para entonces
la Iglesia había clasificado como diabólicos los ritos paganos y el recurso a
la magia, una cosmovisión popular cuyas prácticas eran generalmente ejecutadas
por mujeres.
Con el Renacimiento
las cosas se complicaron decisivamente para el género femenino. Mientras los
artistas del Cinquecento pintaban orondas madonnas de aura beatífica tomando
por modelo a las bellezas cortesanas, la persecución se cebaba con las mujeres
ordinarias de toda Europa, particularmente en el Norte. Y lo hacía más frecuentemente
a instancias de tribunales civiles que eclesiásticos, más preocupados por
luchar contra las sectas heréticas que por la tradicional brujería.
Las causas penales
podían iniciarse por un mero rumor o por denuncia privada, a menudo utilizando
el testimonio de niños manipulados. Los jueces civiles gozaban de un poder
absoluto e implacable; no existía ninguna garantía procesal para los acusados
de brujería, mayoritariamente mujeres de todas las edades, incluyendo niñas,
pues se creía que la brujería se transmitía por la herencia. Los delitos que
les imputaban eran múltiples y variopintos: provocar la pérdida de cosechas y
la muerte de ganado, causar naufragios, incendios, tempestades, causar
impotencia o sensación de castración, esterilidad, abortos, dolores físicos o
morales. Males, en definitiva, contra los que la sociedad no sabía luchar,
deseos que no sabía cómo satisfacer y a menudo puras fantasías delirantes.
Como cabe imaginar
en aquel clima de irracionalidad, no pocas veces la caza de brujas era motivada
por rencillas entre familias, odios locales, venganzas pasionales o simples
envidias. Fue también una manera de reprimir organizaciones y revueltas
campesinas, en ocasiones lideradas por grupos de mujeres. En muchos otros
casos, la persecución se dirigió contra parteras y curanderas que asistían
tradicionalmente a las mujeres durante los nacimientos. Quitándose de encima su
competencia, la naciente profesión médica masculina se inmiscuyó en la
fecundidad femenina para prevenir abortos e infanticidios, por aquel entonces
bastante frecuentes. La misoginia que predicaba la Iglesia legitimaba todo tipo
de represión.
Se estima que entre
los siglos XVI y XVII perecieron ahorcadas o en las hogueras, acusados de
brujería, entre 50.000 y 100.000 personas, de las que un un 85% eran mujeres
La práctica de la
tortura en los procesos, cuyos jueces se mostraban obsesionados a la par que
aterrorizados por la sexualidad femenina, era rutinaria: las desnudaban y les
rapaban la cabeza para encontrar la marca del diablo –que podían ser lunares o
simples pecas–, las golpeaban a voluntad, les clavaban instrumentos punzantes,
les rompían los huesos, les amputaban los miembros, a menudo eran violadas. El
tormento se usaba a discreción en ceremonias de escarmiento público a las que
obligaban a asistir a sus familiares. La
retractación y el arrepentimiento no servían para librarlas de la muerte. Tales
disposiciones venían recogidas en el Malleus Maleficarum (El martillo de las
Brujas), un manual sobre delitos de brujería, impreso por primera vez en 1486,
y que durante dos siglos fue el segundo best-seller de Gutenberg después de la
Biblia.
Se estima que entre
los siglos XVI y XVII perecieron ahorcadas o en las hogueras, acusados de
brujería, entre 50.000 y 100.000 personas, de las que un un 85% eran mujeres.
Se cebaron con las ancianas, solteras y jóvenes, es decir, las no sometidas a
la tutela de un marido, y, por descontado, especialmente con aquellas mujeres
que manifestaban actitudes orgullosas, independientes o rebeldes.
Las consecuencias
de este episodio, apenas conocido y obliterado por la historia oficial, fueron
devastadoras. Como señala Federici, la caza de brujas supuso la destrucción de
la fuerza social de las mujeres y las solidaridades comunitarias. Fue una manera
de disciplinar la sexualidad femenina y someter el control del cuerpo de la
mujer al poder de los hombres y del Estado. Este queda convertido en un
instrumento de reproducción social al servicio de la acumulación capitalista al
tiempo que va emergiendo un modelo de feminidad a la inversa. Si durante el
periodo de la caza de las brujas a las mujeres se las consideraba salvajes,
locas, lujuriosas e insaciables, a partir del siglo XVIII se las caracteriza
como pasivas, castas, obedientes e íntegras, capaces de ejercer sobre sus
maridos una influencia moral positiva.
La caza de brujas
es un capítulo cerrado y contra el modelo sumiso las mujeres llevamos décadas
rebelándonos. Ahora resulta que las brujas regresan. ¿Qué cabe esperar? ¿Un
partido de la sororidad ganando las elecciones? ¿Sibilas en el consejo de
ministros? ¿Campos de concentración para machistas contumaces? ¿El sistema de
salud pública en manos de curanderas? ¿Concursos televisados de desbordamientos
místicos? ¿Peluqueras rasurando las barbas de la Academia? Tout est possible,
hagan sus apuestas...
Bromas aparte, lo
que está claro es que en la actualidad las mujeres vivimos tiempos catárticos.
El eco mediático global que encuentran las denuncias contra el acoso y la
violencia sexual da buen testimonio de ello. Lenta pero inexorablemente, el
movimiento feminista ha conseguido visibilizar la misoginia que impregna las
instituciones y las relaciones entre los sexos. La predisposición ontológica
occidental a encerrar el sexo en oposiciones binarias está en crisis, lo cual
invita a pensar, esperanzadamente, que nos encaminamos a la integración de los
opuestos. A la reconciliación, en definitiva, de dos dimensiones de la
experiencia humana presentes en cada individuo por encima de sus
características sexuales.
Este siglo de
encuentro con los límites de la biosfera será también el de la maduración
humana; un alumbramiento que se anuncia largo, doloroso, con atascos y
aparentes retrocesos, igual que un parto. Entre las costuras de la realidad que
se desgarra, bajo la constante presión del miedo y la incertidumbre, es
posible, sin embargo, vislumbrar lo nuevo: una manera compasiva de relacionarse
con el mundo y los seres que lo pueblan.
El regreso de las
brujas es una invitación a superar el pensamiento disyuntivo y a recuperar la
potencialidad de la mente salvaje. Librarse de seculares prejuicios
condescendientes y comprender lo femenino en toda su complejidad puede ayudar a
crear nuevos imaginarios para adentrarnos colectivamente en un inédito paisaje
de alteridad, generación y resiliencia. Tal vez sea una buena manera de
protegerse de tantos relatos catástrofistas que sólo conducen al abandono
anticipado de cualquier forma de resistencia. Todavía nos queda la dignidad del
presente.
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