jueves, 13 de febrero de 2020

CUESTIÓN DE INTELIGENCIA


CUESTIÓN DE INTELIGENCIA
AGUSTIN GAJATE
Dicen que uno de los primeros signos de inteligencia es el reconocimiento de la inteligencia en los demás y en todo aquello que la rodea. Quizá por eso, desde hace miles de años, la mayoría de los humanos ha creído en la existencia de seres sobrenaturales, dotados de una inteligencia también sobrenatural y de la capacidad de destruir todo lo que éramos capaces de construir o de interceder a nuestro favor a través de una caprichosa suerte.

Para algunas culturas antiguas esa inteligencia se manifestaba en deidades de apariencia humana dotadas de superpoderes, que se situaban por encima de la sociedad de la época y la vigilaban, aunque a ratos, porque ellas también tenían su vida y sus líos, como en cualquier 'reality show' contemporáneo. La tradición judeo-cristiana-musulmana, que es la que más creyentes congrega en la actualidad, unificó a esos dioses en uno solo, creado también a imagen y semejanza del ser humano, aunque la doctrina cristiana también afirma que ese dios único se diversifica en una misteriosa santísima trinidad: padre, hijo y espíritu santo. Sin embargo, otras culturas ancestrales no humanizan aquello que ven o sienten pero no comprenden, sino que lo atribuyen a fuerzas, energías o espíritus de origen natural o cósmico que también están presentes en las personas.


Personalmente, cuando observo la naturaleza del planeta aprecio muchos comportamientos inteligentes tanto en animales como en plantas, sobre todo en lo que se refiere a sus estrategias de supervivencia. Los ejemplares de cualquier especie más o menos compleja tienen claro que no van a vivir indefinidamente y tratan de perpetuarse engendrando nuevos seres un poco mejor adaptados que ellos a su cambiante entorno, en base a su experiencia y a unos pocos principios elementales, como la competencia, la cooperación y el aprovechamiento de los recursos disponibles.

Cuando contemplo por las noches el firmamento me pasa más o menos lo mismo: los planetas de nuestro Sistema Solar, la Vía Láctea y las diferentes constelaciones no me parecen que estén ahí fruto del azar, sino que todo el universo visible y conocido conforma un sistema de organización y de aprovechamiento inteligente de la materia y de la energía que forman parte de nuestro funcionamiento cotidiano.

Igual esa inteligencia no es más que tiempo o experiencia acumulada (unos 13.700 millones de años terrestres según los cálculos científicos) en un devenir de aciertos y errores, donde el éxito no siempre es un acierto y un error puede amplificar o corregir otro. Sea como fuere, el resultado es lo que hoy tenemos a nivel planetario o cósmico y donde el conocimiento de ese pasado y sus reglas de funcionamiento pueden ayudarnos a sobrevivir en el futuro, salvo que nuestra misión como especie sea extinguirnos, como la mayoría que han pasado por este planeta, para dejar sobre la Tierra y enviar al espacio-tiempo a otros tipos de seres aún no creados, que sean menos dependientes del entorno físico dentro del que tienen que evolucionar y que no tengan una obsolescencia programada como las formas de vida conocidas.

Mientras llega ese momento ¿qué estamos haciendo? En la práctica y desde una perspectiva estadística, la subespecie autodenominada homo sapiens sapiens (una de nuestras virtudes no es la modestia) ha destruido y está destruyendo un elevado porcentaje de los ecosistemas inteligentes existentes antes de su masiva propagación por continentes e islas. Ha sustituido el sistema de aprovechamiento natural de los recursos por un sistema de explotación mecánico-industrial de éstos, para crear una civilización consumista que crece sin parar de manera inconsciente y poco inteligente, como la población mundial, todo ello dentro de un planeta limitado.

El problema es tan grave que algunas de las mentes más privilegiadas sugieren que tenemos que emigrar al espacio, para colonizar otros planetas y, posiblemente, hacer lo mismo que con la Tierra: devastarlos. En el improbable caso de que seamos capaces de realizar un viaje de varios años, quizá décadas, por el espacio y adaptarnos a un nuevo planeta similar al nuestro sin cambiar nuestra morfología actual ¿merece la pena ir de planeta en planeta depredando la vida que encontremos a nuestro paso? ¿Queremos ser los humanos los destructores de cualquier forma de vida inteligente que no sirva a nuestros propósitos expansionistas?

Lo que sabemos hasta ahora es que la vida puede viajar por el espacio en formas relativamente simples, como semillas, esporas, líquenes y algunos microorganismos capaces de soportar radiaciones letales y una prolongada ausencia de energía y de nutrientes. Además, las fuerzas gravitacionales son diferentes en cada planeta de nuestro sistema solar y todo parece indicar que sucede lo mismo en otros sistemas planetarios que giran en torno a una estrella.

Nuestro cuerpo y nuestra mente están adaptados a la gravedad de la Tierra, por lo que habrá que trabajar mucho para que puedan soportar un largo viaje interestelar sin muchos cambios (aunque todos los viajes cambian a los viajeros, incluso si lo hicieran en un estado de coma inducido como se escenifica en algunas obras de ciencia ficción) y luego adaptarse a la gravedad y a las condiciones ambientales del nuevo planeta, porque vivir confinado sobre su superficie en una estructura protectora de la que no se pudiera salir sería como ir a una cárcel.

Más que tratar de huir como cobardes, lo inteligente y lo valiente consiste en apostar por seguir viviendo en el planeta que nos vio nacer y que nos ha configurado como somos, con muchos defectos y unas pocas virtudes. Ya no podemos conservarlo como lo encontramos al principio de nuestra historia, pero podemos tratar de reconstruirlo de una manera inteligente y organizada por nuestro propio interés y por nuestra propia supervivencia. Y hay que comenzar ya, antes de que sea demasiado tarde y la inteligencia natural previa a nuestra existencia como especie considere a la humanidad un error, un proyecto frustrado que acabará por corregir como lo hace siempre: con el inexorable paso del tiempo.

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