LA NARRATIVA DE VÍCTOR RAMÍREZ:
UNA TRADICIÓN INSULAR
JONATHAN ALLEN
En una reciente
conferencia sobre el pintor canario Jorge Oramas, describía Juan Manuel Bonet
una ecuación de trabajo que caracterizaba la producción artística del joven
pintor, y que se convierte al separarla de su contexto original en una lúcida
formulación de la condición humilde de gran parte del arte y de la escritura
canarias. Describía Bonet cómo los profesores de Oramas le daban a éste los
tubos de óleos sobrantes, todos ellos colores primarios, además de los lienzos
para pintar, porque la pobreza del muchacho isletero era absoluta.
Oramas aplicaba los
restos y las sobras de un material artístico a su visión transgresora de los
riscos de Las Palmas. Pintaba humildes hileras de casas terreras a plena luz de
mediodía canario. De esa humildad geometrizada y algo abstracta hacía una
universalidad majestuosa, elevando la condición del hombre insular a un plano
de deslumbrante espiritualidad, en un intenso drama de inquietud y sencillez
decantada que lo acercan a los pintores metafisicos.
Escribir como
canario, además de manejar correctamente el castellano normativo, supone tener
conciencia de otro idioma. Del tronco madre, la lejanía, el mestizaje, las
aportaciones de otros idiomas, han ido tallando una figura lingüística, la
auténtica palabra propia, que se ha guardado oralmente, de generación en
generación, en una estructura social arcaica y ortodoxa. Ante las puertas del
nuevo siglo, y tras las violentas sacudidas históricas del siglo veinte, esta
palabra eminentemente oral que es el idioma canario, está ya en vías de
extinción.
Víctor Ramírez se ciñe como lo hizo en
su día Jorge Oramas a la aparente pobreza e insuficiencia literaria de un
idioma, y a la aparente insuficiencia temática de una litenltura, la canaria.
Los tubos de colores primarios que Oramas transforma tienen su equivalente en
las densas e indoctas estructuras sintácticas del idioma canario que Víctor
Ramírez procesa. El escritor proyecta los escasos elementos de su arte y crea
con ellos un universo autosuficiente y universal.
El símil entre
pintor y escritor cala más hondo en este caso. En los cuadros luminosos del
risco de San Nicolás no ocurre nada. La abstracción se hace sobre el silencio y
sobre un estático momento armónico.
Aunque la narrativa de Víctor Ramírez
nos centra en el barrio y en la abigarrada pluralidad humana, su literatura, al
final, tiene una cualidad estática porque, como pretendía hacer el naturalismo
de Zola, "no cuenta nada", representa una sección continua de la
vida, ejercicio que no se puede someter a la noción de la linealidad y
conclusión, trama y resultado.
Hace mucho tiempo, quizás desde un
inicio, que Víctor Ramírez decidió no identificar su ego, el yo narrador, con
la intención de su escritura. Ese criterio de individualidad que ha marcado
tanta creación occidental se confunde en su voluntad fabuladora.
Si el protagonismo
queda diluido y sublimado, el resultado de esta especie de renuncia se puede
medir en el cuidado y la meticulosidad con que está construida cada frase de
sus cuentos. La frase de Ramírez está siempre construida aunque procede y nos
conecta con una inmediatez verbal tan característica del idioma canario. Su
frase encierra un momento completo, que abarca desde la formulación mental a la
forma fisica de la palabra.
Apilando estos distintos momentos
construye una escritura extrañamente atemporal, aunque los referentes y los
signos del texto lo sitúen históricamente. La realidad así tratada tiene el
aspecto de una polifonía, orquestada desde la pobreza natural del barrio del
risco canario.
Este compromiso vocal no es casual ni
arbitrario. Queriendo remedar la complejidad del habla en la mente, y
reproducir la enrevesada y a veces "mala" sintaxis del canario
hablado, Ramírez señala una identidad.
El universo humano
para este escritor lo configura el barrio, un mundo a priori cerrado y
marginal, donde el comportamiento, las normas saciales, la higiene contradicen
los valores que en torno a los mismos elementos se les confiere en la sociedad
normal, y jerarquizada.
Cuando Juan Marsé
inicia su aventura contracorriente con la figura del Pijoaparte, murciano que
vive en el barrio marginal barcelonés, está definiendo un territorio literario
y ético. En el barrio, donde se suspenden los códigos normativos y
normalizadores, es donde Marsé encuentra la ficción pura, elaborada en esas
parábolas modernas que son los 'aventis', o las historietas que los niños
desposeídos se inventan, que bien pueden ser los rumores maledicientes o las
anécdotas despersonalizadas que nutren la continuidad narrativa de los cuentos
de Víctor Ramírez.
El duro realismo literario de la postguerra
española escoge precisamente como uno de sus escenario clave el barrio
deprimido (que no es otra cosa que la sociedad reprimida). Fisga entre las
ruinas de un mundo, describe la vida al margen de ciertos personajes que no
participan del concierto nuevo de la sociedad, organizado por los triunfadores
de la guerra civil. Así, el carácter "negro" y
"excepcional" de lo marginal, su aparcamiento anécdótico, desaparece,
y da paso a la integración dentro del diálogo racional de la sociedad
occidental donde el mundo del barrio se convierte en un crisol de posibilidades
artísticas y narrativas.
Tras salvar ese epatamiento inicial que
también nos ofrece Víctor, penetramos en un mundo donde la realidad y las
sensaciones se combinan en un lirismo narrativo. Los valores de la sociedad
colonizadora, esa otra parte de la ciudad oficial, se esfuman en el risco,
donde la iglesia y la figura del sacerdote se asocian a la traición y a la
perversión, donde el sexo ocupa dentro de la familia y con los animales en cualquier
sitio, desligado de pretensiones, donde la enseñanza del estado deviene una
huera sucesión de imágenes y modelos.
Desbancada la
mentira, empieza otra exploración, la pervivencia de una ética, la sensación
física del niño, pura y virgen, la diferencia de una étnica.
Escogiendo la
historia aculta de su pueblo, que hasta ahora no se ha contado con tanta
concentración mental y estética, alejándola de la referencia tópica politizada,
Víctor Ramírez ha encontrado el sentido de su arte y nos ha legado un universo
oral que contiene, cifradamente, los rasgos de una personalidad nacional.
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