GALDÓS Y LA PIERNA DE TRISTANA
DAVID TORRES
Con Galdós ocurre
lo mismo que con la ley del divorcio o el transplante de corazón, que quienes
lo reivindican ahora a voces, a un siglo de distancia de su muerte, son más o
menos los mismos que lo insultaban y lo ninguneaban cuando estaba vivo. Durante
décadas, los sectores más tradicionalistas y reaccionarios se opusieron a la
entrada del mayor novelista español en la Real Academia de la Lengua. Y en
1912, cuando contaba casi 70 años de edad y era la gloria viviente de nuestras
letras, los mismos meapilas conservadores conspiraron para impedir que se
alzara con el Premio Nobel, a pesar de contar con el apoyo de personalidades
como Jacinto Benavente, Pérez de Ayala, Ramón y Cajal o José Echegaray, quien
consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1904 a pesar de que el grueso de su
obra está dedicada a las matemáticas.
En su discurso de
ingreso a la Real Academia, en febrero de 1897, Galdós hablaba de los
obstáculos que se oponen al progreso social, "las ingentes rocas",
"las tinieblas y enmarañadas zarzas que estorban el paso", y casi un
siglo después, con varios golpes de estado, una guerra civil, una dictadura
inmunda y una monarquía parlamentaria por en medio, nos encontramos
prácticamente atrapados en las mismas zarzas. Por eso leer a Galdós es, además
de un placer inmenso, una urgencia sociológica, porque la radiografía artística
que sacó a la sociedad española sigue empantanada en los prejuicios de clase,
la charla insustancial, la brutalidad de los toros y la beatería religiosa.
Basta la polémica
que se ha levantado en torno a su centenario para constatar no sólo la modernidad
de Galdós sino la puntual renovación de ese fervor cainita que impulsó a
centenares de cavernarios de la época a inundar Estocolmo de telegramas y
postales donde lo acusaban de sectario, revolucionario y comecuras. Más allá de
pedradas ideológicas, a Galdós siempre se le ha reprochado ciertas debilidades
y vulgaridades del estilo, el apremio de una escritura en la que, al igual que
su amado Cervantes, importaban menos las florituras de la prosa que las
pasiones y profundidades del relato.
Hasta hoy día ha
llegado el insulto que le dedicó Valle-Inclán en Luces de Bohemia, "Don
Benito el Garbancero", olvidando que en realidad se trata de la opinión de
uno de los personajes de la obra, y que en otra de las escenas de la obra don
Latino dice, en referencia al gran poeta modernista Rubén Darío: "Allí
está como un cerdo triste". De un modo similar, Cortázar tuvo que explicar
varias veces que aquel magnífico pasaje de Rayuela en que va intercalando
renglones de un fragmento de Lo prohibido junto con los pensamientos
despectivos que le merecen a quien los va leyendo no obedecían tanto a una
opinión personal como al bagaje típico del intelectual latinoamericano de la
época.
Los libros de
Galdós siguen vivos por la misma razón que la angustia de un cincuentón recién
desempleado repite punto por punto el viacrucis de Ramón Villaamil, cesante del
ministerio de Hacienda, el protagonista de Miau, una novela que guarda
resonancias de Gogol, de Melville y de Hawthorne y en la que se oyen ya los
pasos de Kafka. Ninguna otra novela española de la época (salvo La Regenta, de
Clarín, de quien Galdós no tuvo el reparo de hacer un elogio maravilloso:
"Su recuerdo no me deja vivir") atesora retratos femeninos tan
perfectos como los que habitan Misericordia, Doña Perfecta o Fortunata y
Jacinta. Buñuel recordaba que, después de filmar su última adaptación de
Galdós, Tristana, Hitchcock le dijo que no podía quitarse de la cabeza la
imagen de esa pobre joven lastrada con su pierna ortopédica, símbolo
inolvidable de la mutilación espiritual de tantas mujeres de entonces.
"Ah, esa pierna, esa pierna" murmuraba Hitchcock. "Está todo en
Galdós, maestro", le respondió Buñuel. Sí, sólo hay que leerlo.
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