sábado, 1 de febrero de 2020

"NOS DEJARON EL MUERTO", UN ÉXITO LITERARIO


"NOS DEJARON EL MUERTO", 
UN ÉXITO LITERARIO
POR ALFONSO OSHANAHAN

LA III EDICIÓN DE ESTA NOVELA LA CONFIGURA COMO UNO DE LOS MEJORES TEXTOS DE LA NOVELÍSTICA CANARIA, PESE A SER <>.

VÍCTOR RAMÍREZ NO ES PERSONALIDAD DE MEDIAS TINTAS, ANTES AL CONTRARIO, ES HOMBRE DE COMPROMISO CON SU VERDAD, QUE RESULTA SER LA VERDAD DE MUCHOS.
"Nos dejaron el muerto" lleva camino de convertirse en uno de esos textos que emblematizan una época, marcando un inicio o creando un hito. En pocos años tres ediciones -una de ellas, justamente la anterior, al popularísimo precio de 250 pesetas, más o menos lo que cuesta una cerveza con una tapa en el bar más próximo- constituyen una referencia inequívoca de lo que se entiende como éxito literario.

Es, pues, "Nos dejaron el muerto", un texto exitoso en los niveles de venta en que nos movemos en Canarias, y de pocos libros canarios podemos decir lo mismo. (Recientemente ha salido la sexta -aunque unos dicen la quinta y otros la séptima- edición de "Faycán", de Víctor Doreste, y el texto ya tiene cincuenta años de vida...).
Ahora bien, ¿es "Nos dejaron el muerto" una buena novela? Es decir, me pregunto si, pese al éxito de ventas, nos encontramos ante un texto de los que convencionalmente se dice que es «una buena novela». Me precipito a decir que sí, que estamos ante una novela bien escrita, representativa de la madurez de un escritor, bien organizada, que cuenta una historia fantástica y hermosa, de las que gustan a la gente.

No sé si fue ante la primera edición de "Nos dejaron el muerto" -creo que sí- cuando se me ocurrió hacer un inventario de personajes, afirmando que estábamos ante una especie de mural de gentes de nuestro pueblo. Es incontable la cantidad de personajes de esta novela, por otra parte la primera del autor, y que, al menos en esta tercera edición, es «corregida y aumentada», cosa que se ve pocas veces, que es algo más bien insólito, algo que rompe los moldes creativos, que consideran la obra narrativa terminada y cerrada desde su primera edición. Así, al menos, ocurre en la mayoría de los casos.
Debo adelantarme a decir, igualmente que antes, que me «quedo» con la primera edición, es decir, el primer texto. Acaso sea por vicio de lector, o porque me gustó tanto la primera que considero que ahora, al aumentar el texto, éste ha perdido parte de la redondez del anterior. Y que en esto siempre he discrepado con Víctor, quien considera que una novela es un cuento largo y que, como ha hecho ahora, hasta puede alargarse más.
No me trae hoy aquí, por supuesto, el sacar discrepancias, ni es éste el momento, pero a fuer de sinceros y de tratar de ser consecuentes con el íntimo pensamiento, debo dejar sentado lo anterior para, acto seguido, añadir que este "Nos dejaron el muerto" no pierde ninguna de sus esencias primarias. Por eso decía antes lo de 'acaso vicios de lector'.
Insisto: ¡Me gustó tanto la primera, que la he echado de menos, francamente! Pero esta edición, en la medida en que está pensada para el lector fuereño (como gusta decir Víctor) y que no tendrá tantos lectores viciados -y hasta viciosos- como yo, saldrá adelante y, estoy seguro, seguirá mereciendo el favor y el fervor de los lectores.

En todo caso, vuelvo y digo, dejemos las consideraciones anteriores a la crítica «especializada» -si es que surge, que yo desearía que sí, a ver si de una vez rompemos fronteras desde las islas, sin necesidad de exilios ni de extrañamientos, como el que refleja dramáticamente el «Poema frustrado de Madrid» de Alonso Quesada -y vayamos a lo nuestro, es decir, a exaltar los valores de "Nos dejaron el muerto".
Inevitablemente, tenemos que referirnos a comentarios anteriores sobre esta novela en los que nos detuvimos en el encuadre del portón sanroqueño, ese marco magnífico elegido por el autor para situar una trama histriónica, casi dijéramos tremendista y con resonancias satíricas de sainete: don Lucio Falcón -uno de los pocos dones o dueños de la novela-, un viejo falangísta, casi seguramente esbirro de las brigadas del amanecer, muere, y el velatorio se celebra en una de las habitaciones del portón en el que vive, no en la suya, que es de difícil acceso y más estrecha, sino en la de unos buenos vecinos que ceden sacrificadamente la suya, en la que justamente está el narrador, ese niño enfermizo, hijo de un cocinero de un barco de pesca y de una buena y amorosa comadre, niño que, unas veces a rastras de «lo mío» (es decir, lo 'suyo', del chiquillo) y otras por referencias, es testigo, en todo caso narrador, de toda una trama de hechos en los que ni la imaginación ni la hilaridad ni incluso hasta la dureza del autor con el personaje van a detenerse.
Digo dureza y digo bien, porque, en esto como en todo, Víctor Rarnírez no es personalidad de medias tintas, antes al contrario, es hombre de compromiso con su verdad, que resulta ser, como creo que también he dicho en otra ocasión, la verdad de muchos, entre los que me cuento en la mayoría de las ocasiones. Y digo mayoría y no todas porque Víctor tiene una visión desmitificada y desmitificadora de esas capas populares canarias de las que procede, pudiéndose pensar a priori que sería todo lo contrario. En eso se diferencia claramente de otros independentistas no como él, sino furibundos que todo lo miran desde la óptica de la colonia, el colonizado y el colonizador en un marco aparentemente estrecho; pero que no lo es tanto, como algunos, equívocamente -equívoca y probablemente maliciosa o malvadamente- creen.

Víctor, digo, es desmítificador, casi escarnecedor, zahiere a sus propios vecinos y paisanos, normalmente porque le duele la cobardía atávica del pueblo canario (no olvidemos que el título de uno de sus libros es precisamente "Cuentos cobardes"), que le incapacita para acometer nuevas etapas históricas y que incluso hasta le hace merecedor de la humillación frecuente, casi dijéramos sistemática, de que es objeto. De manera que quienes se acercan al novelista Víctor Ramírez, sin conocer su pensamiento cotidiano, ese que va dejando caer, ahora casi diariamente en artículos periodísticos, podrían pensar que van a encontrarse con la novela épica o el sentir épico que encontramos, por ejemplo, en Secundino Delgado.
Pero es justamente esa visión desmitificadora la que le hace calar muy profundamente en lo que solemos llamar el alma del pueblo, su realidad más real, por decirlo en términos muy coloquiales y facilones. Porque, efectivamente, existen esos personajes, están ahí, en esos riscos, en esos barrios y en esos pueblos isleños a poco que nos adentremos en ellos. Y se dan, existen, muchas de las situaciones que Víctor cuenta en esta novela.
Dos ejemplos recientes nos ilustran sobre ello, ejemplos recogidos de la crónica periodística. Uno de ellos, el de un barrio de Las Palmas, el de Piletas en Tamaraceite, cuya asociación de vecinos se negó a dar cabida al velatorio de uno de sus socios fundadores, un individuo, al menos aparentemente, benefactor del barrio desde su humildad: el ranchero o distribuidor de aguas de una finca, que incluso hasta «desvió» caudales de agua para que algunos vecinos se hicieran sus casitas o tuvieran sus necesidades cubiertas, y al que luego, a la hora de su muerte, le niegan el local social, o pretenden cobrarle a la familia del fallecido 35.000 pesetas por la prestación de ese servicio en el referido local. ¡Vaya usted a saber qué historias subterráneas, qué historias humanisimas, están detrás de la que aparece en la crónica periodística, magníficamente narrada, por cierto, por Jorge Alberto Liria, un joven valor periodístico.
La otra anécdota a que me refiero viene al hilo de una de las escenas más jocosas de "Nos dejaron el muerto", aquella en que uno de los vecinos del portón, 'El Escondido', un antiguo «rojo» que permanecía escondido en una habitación por temor a las represaias -represalias que sufrieron hermanos y el padre del Escondido de la mano de don Lucio Falcón, el muerto- se introduce furtivamente en la madrugada en la habitación donde está el cadáver y le echa encima la gran cagada, "una cagada apestosa a perro podrido de estómago mal alimentado", como muy gráficamente escribió Víctor Ramírez...
Pues bien, algo ocurrido recientemente y vivido por mí se asemeja a esta «ficción»: fue en una conferencia de un importante personaje político canario, pronunciada en un local mal acondicionado, por cuyo techo discurrían las tuberías de desagüe de las aguas sucias de las habitaciones o viviendas altas del edificio. ¡Cómo decirles que míentras el tal personaje pronunciaba su solemne conferencia, en medio del sacrosanto silencio del gran público asistente, se oyó por dos veces, dos veces -digo bien-, el tirar de la cadena del retrete de una de las viviendas o instalaciones de la parte alta. Alguien, no tan metafóricamente, se cagó dos veces en la palabra que debajo estaba pronunciando ese personaje al que estoy aludiendo...

La «ficción», por tanto, de la novelística de Víctor Ramírez no es tal, o, como también decimos, la realidad supera a la ficción: nuestro pueblo es también mezquino, vengativo, adulón, nuestro pueblo está constituido por personas de carne y hueso, por gentes que tienen todas esas pequeñas miserias existentes en todo ser humano y en todo colectivo, y Víctor Ramírez, un independentista radical -radical en tanto en cuanto lo que busca es la independencia inmediata de Canarias, no en tanto que impacífico ni tierno ni humanísimo ni admirador de los valores humanos que se albergan en cualquier ser, así sea español como yanqui o bielorruso... -no sólo, digo, no las ignora, sino que las convierte en elementos constitutivamente esenciales de su narrativa y que en «Nos dejaron el muerto» tiene acaso, y sin acaso, su expresión más depurada.
Y es que, en el fondo -y también en su trabajo cotidiano, o acaso por ello mismo- Víctor Ramírez es un maestro moralista, pero no un moralista pacato y de sahumerio fácil (a los que aborrece, y repásese el texto de "Nos dejaron el muerto"), sino ejemplarizante desde el escarneceo o escarmenadura con que se distingue en su narrativa.  Aquí nadie debe llamarse a engaño: una cosa es el pensamiento político y sus postulados, y otra la ficción narradora, en la que Víctor se encuentra como pez en el agua, feliz a su manera, plenamente realizado a su manera, quiero decir, perfectamente integrado en ese pueblo al que zahiere y escarnece.

Porque, de no ser así, Víctor no podría escribir como escribe ni podría ser como es, incluso hasta tremendamente tierno con sus propios personajes, y los personajes, ya se sabe, son criaturas que el escritor termina queriendo como se quiere a un hijo, con sus virtudes y sus defectos. Hay un ejemplo claro que me viene a la mente: la viuda de don Lucio Falcón, una pobre mujer peninsular que ha sufrido las tollinas, jaladas y palizas muchas del energúmeno de su marido, pero que es buena hasta que acaba haciéndose una echada para alante de alguna manera una vez que hereda los dineros que don Lucio dejó en el banco, que, al parecer, no fueron pocos, pese a lo cual vivía en un misérrimo portón.
Volvamos al principio y terminemos. Esta es la tercera edición de "Nos dejaron el muerto". Yo me alegro sinceramente de que así sea porque ello quiere decir que, no ya solamente por las ideas que la alimentan y yacen en ella, sino porque la literatura canaria, como en otros tiempos con otros autores y con otros textos, se muestra con un texto hermoso, cálido, logrado, representativo, expresivo de las esencias de nuestro pueblo y de nuestra íntima manera de ser, un texto de madurez, un texto, en suma, que demuestra que la literatura canaria, hoy por hoy, no es una más de las literaturas en lengua española, sino, permítanme la ligera vanidad, el legítimo orgullo de paisanaje, una de las mejores, al menos de las más vivas, de las más identificadas, de las más plenas en cuanto acierto expresivo, en cuanto, en suma, acierto narrativo, en cuanto gran novela.

Diario Las Palmas  28-1-1994

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