¡¡MAMÁ, ESTE SUÉTER PICA!!
QUICOPURRIÑOS
Hoy domingo, caminando por la calle a media mañana, me topo con dos vecinas jóvenes, inconfundiblemente filipinas y elegantemente vestidas. Caminaban rápido, luciendo sus peinados, repeinados y largos cabellos lacios de color negro azabache. Sin duda se dirigían al oficio religioso que cada domingo se celebra en un local para el culto de la calle Porlier. Trajes claros, de tela fina, zapatos con plataforma para sumarles unos centímetros a su de por sí baja estatura, charla alegre y cómplice , sonrisa amplia y caras limpias, recién lavadas y adecuadamente maquilladas con carmín rojo en sus morenos labios.
La imagen me trasladó a mi
niñez, a las mañanas de domingo, a los desayunos de chocolate con churros
traídos de “La Madrileña”, a esos desayunos familiares donde también se colaba
algún que otro huevo frito. Y luego, duchaditos todos y “vestiditos de
domingo”, caminando a misa de doce, en la Iglesia del Pilar. Ya a la altura de
la Plaza Weyler, a mi hermano y a mí, que más que finamente vestidos íbamos de
uniforme, por aquello de que, pese a los cuatro años de diferencia de edad, nos
ponían los mismos zapatos, pantalones cortos, camisa y jersey, nos empezaba a
subir el calor. No digo cómo vestía mi hermana, pues al ser la única hembra y
además cinco años mayor que yo y nueve
más que mi hermano el menor, ya la
vestían como a una señorita. Autónoma ella.
Debo decir que si en algún domingo o
fiesta de guardar nos tocaba la mala fortuna de que a mi madre, en lugar de
elegir los pantalones cortos, le diera por ponernos las odiosas bermudas a
cuadros blanco, negro y gris, entonces sabíamos que el destino diría que el
complemento perfecto a tan repelente pantalón
eran unas medias que te llegaban a la rodilla, rematadas con dos bolitas
( dos) que colgaban y no paraban de
moverse mientras andabas, siendo visibles en la parte externa de cada
extremidad inferior.
Pues fuere con una guisa u otra, antes
de llegar a la Iglesia ya sudábamos de forma notoria, lo que se traducía en un
enrojecimiento progresivo de nuestras mejillas ante lo cual solicitábamos
permiso para quitarnos el jersey, recibiendo por respuesta un ¿cómo van a
entrar descamisados en La Parroquia?. Situados entonces en los bancos, un
poquito adelante o un poquito detrás de la mitad de la nave, pues conviene ser
discretos y no ir de faroles ocupando la hilada más próxima al altar, que esa
estaba destinada a autoridades, beatas y familias de apellidos tan largos que
se los tenían que abreviar en sus carnets de identidad, pero tampoco en los
últimos, que eran en los que se sentaban los poco devotos, los que acudían sólo
a ser vistos, a recibir el visto bueno social y no ser víctimas del “que dirán”
porque no aparecen nunca a rezar ni un mísero
padrenuestro, en esos en que se sentaban pero que al final de la homilía
ya no estaban.
Entonces y solo entonces, ya ubicados
en la bancada seleccionada, surgía el primer ¡¡ Mamá, el jersey pica!! O también
en fórmula más larga , ¡¡Mamá el jersey
me está picando!! palabra o palabras acompañadas de un gesto consistente en
llevarse una mano, la derecha, al cogote a la vez que con dos o tres dedos de
la otra intentaba separar la ponzoñosa prenda de lana del cuello, creando un
vacío a través del cual el aire tuviera acceso y de esa forma ventilar la zona
del gaznate. Súplica, llamada o ruego que ningún efecto de comprensión o
compasión despertaba en la madre que me parió, teniendo que soportar la
interminable liturgia hasta que aquel señor vestido con unas túnicas negras que
le llegaban a los pies, pronunciaba la palabra mágica de “Podéis ir en Paz”.
Eso, que el jersey picara tanto, que la temperatura corporal por tal motivo
subiera de forma considerable, el “aguántate mi niño hasta que la misa acabe”
mientras oías al del micrófono decir “dejad que los niños se acerquen a mí”,
“amaos los unos a los otros” o “daos
fraternalmente la Paz” cuando yo lo único que quería era quitarme el jersey,
quizás explique que cuando tal prenda dejó de tener actualidad yo también dejara de ir cada domingo a la misa
de doce.
Pero estaba con las filipinas y con
ellas termino, pues sobre las dos de la tarde, acompañadas de más compatriotas,
todos vestidos de domingo, las vi pasar Rambla Pulido abajo, camino,
seguramente de algún restaurante donde almorzar fuera, como hacía con mis
padres y mis hermanos al salir de la misa del Pilar ya liberado de la
estranguladora prenda, aunque con las bermudas puestas y las medias altas con bolitas campaneando a
sus anchas.
quicopurriños
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