LA VIOLACIÓN COMO ARMA (Y PROPAGANDA) DE GUERRA
En
ocho años de guerra en Ucrania el primer y único proceso de violencia sexual
durante el conflicto armado acaba de iniciarse este mes de mayo. El resto se
quedará en los informes que dormirán el sueño de los justos
IRENE ZUGASTI
“I keep telling him, it's rape the women and set fire to the houses”. (“Sigo diciéndoselo: hay que violar a las mujeres y prender fuego a las casas”.) Cohen el Bárbaro, uno de los antihéroes de la literatura fantástica de Terry Pratchett, lo tenía claro: la devastación del enemigo pasaba por sus pastos, sus hogares, su ganado, y, sobre todo, por los cuerpos de sus mujeres.
Pero si entre los
deberes de cualquier héroe épico estaba desflorar a las vírgenes de cada aldea
arrasada, profanar la propiedad del enemigo y batallar por la promesa futuro
rodeado de valkirias en el Valhalla, la ficción y la realidad no distan
demasiado. Épica y fantasía aparte, en la deshumanización del otro que supone
cualquier guerra, follárselo, metafórica y literalmente, es mucho más que tener
sexo. “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes
de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres.
Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado
jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y
no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen”.
Así arengaba, a través de la radio Queipo de Llano a los sublevados nacionales
de la guerra civil.
Por eso hoy –y no
antes–, en la guerra más híbrida de todas las guerras, la de Ucrania, la
violencia sexual se ha colocado en el punto de mira. No es casual: el desgaste
en el frente, la caída del interés público por las noticias o el desvío de
atención a dramas más cotidianos, como la inflación o la crisis de suministros,
han llevado a los titulares y a las reuniones del Consejo de Seguridad la ONU
una realidad que se trataba a menudo como un daño colateral, como un problema
aparte, como algo que posponer a tiempos de posguerra y paz.
Pero esto no es
nuevo, ni se circunscribe al 24 de febrero en que arrancara la invasión rusa.
Informes de Naciones Unidas de 2018 en la región de Donbás, donde la guerra de
baja intensidad (pero altísimas consecuencias) se mantuvo activa desde 2014
pese a los acuerdos de paz firmados en Minsk, reconocían que existían
suficientes indicios y pruebas de violencia sexual como para alarmarse. Por
parte de ambos bandos. Y no solo a civiles. Y no solo a mujeres. Ya en otro
reporte similar de 2016, Naciones Unidas reconocía igualmente la existencia de
casos probados por parte de las SBU (el Servicio de Seguridad Ucraniano) en
Donetsk. Ese mismo año, la OSCE recogía también testimonios de prisioneros en
el este del país que reportaban abusos sexuales, torturas y constantes amenazas
de violación hacia ellos y sus familias. Desde febrero, la misión de Naciones
Unidas en el terreno recoge decenas de testimonios aunque advierte de que la
gran mayoría de los casos no se trasladan a las autoridades. “El tiempo” –dice
una de las últimas notas de prensa– “aclarará la dimensión de estas
agresiones”. Pero si algo avanza en contra de la justicia y de la reparación, y
cronifica el silencio, es precisamente el tiempo.
Leyendo a investigadoras,
activistas y trabajadoras con muchos conflictos armados a sus espaldas
(permítanme citar a algunas: DeLargy, Grabitzer, Segato, Brownmiller, Mocnik)
surgen algunas ideas importantes sobre la violación en tiempo de guerra, que
van más allá de la obviedad de su existencia.
En primer lugar,
que, si bien es un fenómeno intrínseco a casi toda guerra, no es homogéneo ni
sucede en las mismas proporciones en todos los conflictos. Hay ejércitos y
milicias que violan como parte de su estrategia de terror, (pensemos, por
ejemplo, en Daesh y el secuestro de mujeres yazidíes para la esclavitud sexual
y los embarazos forzados) y algunos que no lo hacen, o incluso, lo castigan
entre sus filas. El propio Gerry Adams reconoció que el IRA realizaba “juicios paralelos”
a los agresores sexuales que acababan a menudo en fusilamientos o exilio. Por
lo tanto, la violación es un arma de guerra, pero no siempre responde a una
estrategia militar orquestada. DeLargy habla de un “oportunismo de guerra” en
el que los muchachos de verde devienen agresores sexuales aprovechando la
coyuntura, bien por su cuenta, o bien en grupo. De la relación entre las
violaciones grupales y los ritos de masculinidad militares se han escrito
cientos de ensayos, aunque, me temo, para eso no hay que esperar a que estalle
ninguna guerra.
Otra cuestión
esencial es entender la dificultad para establecer cifras reales sobre el
fenómeno, pues es una violencia extremadamente compleja de reportar. No hay
cadáveres, ni heridos en combate registrados en los hospitales, ni atestados
policiales. Aunque en este conflicto, las cámaras gopro que portan muchos
soldados y los smartphones con los que graban agresiones que han terminado
circulando en la red pueden ser pruebas incriminatorias con las que no se contaba
en Ruanda o Yugoslavia, donde sólo quedaron las experiencias, las propias y las
cercanas –tu amiga, tu vecina, tu madre–, borradas a menudo por la vergüenza, o
el miedo, por haber puesto tierra de por medio, o por las ganas de olvidar.
Muy pocas autoras
han escrito sobre sexualidad tras la violación de guerra: parece que las
supervivientes están condenadas a ser esa a la que violaron
Sí existen
estimaciones, (más de medio millón de víctimas en Ruanda, Congo o Sudán, 60.000
en Bosnia o 7.000 en Kenia, sólo durante el periodo electoral) basadas en la
recogida de testimonios, estudios de campo, o datos médicos como las
infecciones por ETS (enfermedades de transmisión sexual), los embarazos no
deseados o las asistencias clínicas, todos ellos, lógicamente, atravesados por
el contexto de guerra. Si es complejo dimensionar la violencia sexual en
tiempos de paz en países como el nuestro –según el Ministerio de Igualdad en su
macroencuesta de 2019, sólo el 11% de las agresiones sexuales se denuncian– es
mucho más difícil hacerlo en territorios de inestabilidad, donde operan
factores como el territorio, la percepción de la propia comunidad, la situación
pre y post conflicto o la falta de redes de reparación en las que confiar. Las
mujeres de Sierra Leona negaban incluso sus violaciones, por miedo al escarnio
público, y los maridos kosovares rechazaban creer que sus mujeres hubieran
podido ser abusadas. Muchos no habrían querido regresar con ellas. Muy pocas
autoras han escrito sobre la sexualidad tras la violación de guerra: parece que
las supervivientes están condenadas a ser, solo y para siempre, esa a la que
violaron.
Propaganda
Otra verdad
incómoda es precisamente la politización de esos datos. La guerra de cifras
suele librarse en medios y reportes y rara vez en la jurisdicción internacional
y, como con todas las violencias contra civiles en tiempos de conflicto armado,
se utilizan con más ahínco para atacar al enemigo que para reparar el daño en
el bando propio. El sensacionalismo y la fascinación hacen el resto. El
reciente cese en Ucrania de la defensora del pueblo, Denisova, por parte de
Zelensky, refuerza esta idea de la violación, también, como propaganda bélica.
Denisova fue obligada a abandonar el cargo acusada de centrarse demasiado en
“delitos sexuales cometidos de forma antinatural” y “violaciones de niños” sin
investigaciones que la respaldasen.
Denisova ya había
sido interpelada por varias corresponsales que le afearon la forma en que
narraba y detallaba las agresiones en sede parlamentaria: morbosa, e
innecesariamente descriptiva –cucharas, candelabros, bebés–, parecía hacer de
la violencia sexual rusa una compilación de perversiones, lo cual generaba un
efecto precisamente contrario al que se pretendía denunciar. Las periodistas
solicitaban hechos concretos y reportes, que Denisova no fue capaz de aportar.
En su primera entrevista tras su cese, reconocía que “exageró” utilizando un
lenguaje “muy duro” para poder recabar toda la ayuda posible en Europa. Afirma
que le funcionó: tras una de sus intervenciones, varios parlamentarios
italianos cambiaron su postura en torno al envío de armas al país.
Justificando el fin
con los medios, Denisova inventó cifras y evocó fantasías gore. No hacía falta.
Fuentes más fiables, como La Strada Internacional, (la organización que
funciona como referencia ante la violencia machista en un país sin recursos
estatales para abordarla) registra el aumento de llamadas al teléfono de ayuda
para reportar casos de violación. En Polonia, donde las refugiadas y desplazas
acuden a abortar, los movimientos católicos ultraconservadores han bloqueado
clínicas para evitar su acceso, incluso aunque la legislación polaca observe,
al menos en teoría, el aborto prematuro en caso de violación. Las periodistas
encuentran a mujeres que les cuentan su experiencia en los pueblos, en las
fronteras, en los refugios.
Rusia niega todas
las acusaciones y las rebate como parte de la “propaganda occidental”. Sin
embargo, ya en 2017 una ONG (Eastern-Ukrainian Centre for Civic Initiatives)
redactó un detallado informe de testimonios en el que se recogía la violencia
sexual infringida a mujeres y hombres por parte tanto de las milicias de Donbás
como de los batallones ucranianos, especialmente en los espacios de detención y
tortura. Uno de esos testimonios es el de una mujer acusada de ser informadora
de Kiev al principio de la guerra, que acabó siendo encerrada y violada en el
domicilio de un oficial militar. Puede verse narrado en primera persona en el
documental francés Zero Tolerance, que recorre los conflictos armados de todo
el mundo para poner de manifiesto la tolerancia a la violencia sexual en todos
ellos. Este documental es una rara avis, especialmente interesante por su
crudeza, no recreando las agresiones, sino señalando la carga propagandística y
política y pintando un retrato –no solo de este, sino de todos los conflictos–
complejo, que incomoda a todas las partes. Su equipo recogió historias de
violaciones en el este de Ucrania desde 2014, y hasta llegó a reunirse con un
miembro arrepentido del batallón Aidar, que hablaba de soldados en estado de
shock, de alcoholismo, de “desfogarse” con prisioneras políticas cuyos cargos a
menudo eran espiar o conspirar para el otro.
Ucrania señala con
el dedo acusador y la prensa multiplica su mensaje, pero su gobierno no ha
reconocido un solo caso de violencia sexual en su propio ejército, pese a todos
los informes citados que dan cuenta de ello y pese a haber contado desde el
inicio de esta guerra con paramilicias filonazis (Tornado, Aïdar, Azov) y haber
liberado presos comunes con experiencia militar y delitos sexuales a sus
espaldas para unirse al ejército regular. En el relato heróico de sus chicos –y
chicas– movilizados en el frente no caben fisuras, por eso no se habla de desertores,
de violadores, ni de insumisos.
Si bien la jefa de
Misión en el terreno, Matilda Bogner, afirmaba al Washington Post que no tenían
evidencias de que la violación fuese una estrategia coordinada a nivel militar,
ello no quiere decir que no existan gran cantidad de casos del mencionado
“opportunistic rape” o de que incluso unidades o batallones enteros sí
contemplen la violación como una práctica común y tolerada entre sí. Como
táctica militar, es barata, es fácil y es eficaz, no se gasta munición, y funciona,
además, como ese “salario libidinal” (idea que tomo prestada a Sánchez Cedillo)
para el soldado, que toma los cuerpos del enemigo como toma su territorio y sus
símbolos, porque puede, porque se lo merece, y porque nada ni nadie parece
impedírselo. En la rabia de la derrota, como ocurrió en Japón, o en el fragor
de la victoria, como ocurrió en Berlín.
Si de verdades
incómodas se trata, quizá una de las más delicadas es la de la violación entre
hombres, Recordemos las imágenes filtradas de la prisión iraquí de Abu Ghraib,
que fueron una de las primeras veces que el tabú de la tortura sexual masculina
en tiempos de guerra se asomaba a las televisiones y los periódicos. George
Bush lo ventiló como “lamentables casos aislados”. Los casos aislados, no obstante,
se recogen en las crónicas de demasiados conflictos. Sorprende mucho que en la
literatura sobre el tema no sean pocos los expertos e investigadores que
insisten en que en esa violencia entre hombres hay mucho de poder y humillación
y poco de placer, como si, negando el hecho sexual, y convirtiéndolo en burda
violencia física se redujera el estigma de haber sido follado –metafórica y
literalmente– por el enemigo. Algo que no se hace con las mujeres,
precisamente, porque de ese terror sexual se alimentan las guerras.
En el imaginario
colectivo permanecen las imágenes de brutales violaciones en pueblos devastados
por la guerra, en la prisa de un jergón y entre llantos y gritos de auxilio.
Pero la violación como arma de guerra se despliega mucho más allá de la
narrativa de un soldado que irrumpe en el hogar y en el cuerpo de una mujer
indefensa. Son las mujeres yazidíes secuestradas durante meses dentro de un
cuarto donde nunca pasa nada, los manoseos al atravesar cada día los
checkpoints, las niñas llevadas a los cuarteles y los hoteles de diplomáticos;
las mexicanas violadas en las comisarías, las embarazadas en nombre de las
limpiezas étnicas; los compañeros de armas y cuartel pasados de copas; las
prostitutas retenidas en los campamentos sin poder salir, las mujeres mayores
que se ofrecen a ser violadas una, y otra, y otra vez por oficiales y caciques
locales, para que dejen en paz a sus nietas. Son las comfort women coreanas
concentradas en los campos japoneses, las bush wives de Sierra Leona, obligadas
a follar y a combatir en el frente; son todas las condenadas a ser descanso del
guerrero mientras dure la batalla. La vergüenza del veterano que no contará
nunca pero pagará a golpes en su casa. La viagra en los bolsillos de soldados
libios, chechenos, o americanos. El primer ministro de Etiopía presumiendo, en
2019, de que cada uno de sus soldados dejaba 10 hijos en la tierra conquistada.
Son, también, las supervivientes del horror abusadas después por los misioneros
internacionales.
Al hilo de esto último,
los escándalos de Oxfam en Chad o Haití o de Naciones Unidas en República
Centroafricana y en la República Democrática del Congo nos recuerdan que ese
oportunismo sexual, individual o colectivo, casual o deliberado, también se
queda en casa. El relato colonial de las invasiones incivilizadas perpetradas
por el enemigo –sea un malvado musulmán, un africano salvaje o un bárbaro
estepario– se rompe cuando las víctimas narran experiencias que no encajan en
el relato y que señalan a los buenos de la historia. Una filtración de un
informe interno de la ONU sobre las violaciones del ejército francés a menores
congoleñas sugería que estas podían ser falsas y responder a “intereses
financieros”. Tu testimonio estará, para siempre, ligado a la victoria o la derrota
de quien te viole.
Y entre informes,
reportes, cifras y resoluciones, las ucranianas –y las malienses, y las
afganas, y las palestinas, y las camerunesas– han aprendido a llevar navajas y
condones encima cuando salen a la calle. En otras guerras, las mujeres saben
que hay que tener a mano la dirección donde abortar si hiciera falta, que hay
que camelarse a un soldado de confianza para no tener que acostarse con
decenas, o que es mejor curarse las heridas de la penetración en casa para que
no lo sepan los vecinos. Pero también hay estrategias de resistencia y de
reparación que nacen de la propia guerra. Las combatientes kurdas en Rojava
tienen unidades específicas para ajusticiar violadores. Las Tigresas Tamiles de
Sri Lanka se organizaron en batallones de autodefensa para evitar las
violaciones y cuidar a su comunidad, como el Batallón de viudas del GAM en
Indonesia. En inglés, la expresión “don’t cut your nose to spite your face”
(algo similar al dicho de “escupir para arriba” o “tirar piedras a tu propio
tejado”) hace referencia a la historia de Santa Ebba y sus hermanas, unas
monjas medievales que mutilaron sus narices para evitar ser violadas por los
vikingos invasores. Un fracaso absoluto, pues su abadía terminó ardiendo con
ellas dentro, y de ahí el dicho.
Decía Gerdar
Lerner, planteándose el origen del patriarcado, que violar a las mujeres de los
grupos conquistados, como aconsejaba Cohen el Bárbaro, ha sido un rasgo que ha
sobrevivido al progreso, a la legislación, a la moral y a la ética de siglos de
Historia. Para la autora, es una práctica previa a la sociedad de clases; es la
institución patriarcal en su estado más puro. Pero dejando a un lado las
causas, si eso fuera posible, nos queda el presente y el futuro. En ocho años
de guerra en Ucrania el primer y único proceso de violencia sexual durante el
conflicto armado acaba de iniciarse este mes de mayo. El resto se quedará en
los informes que dormirán el sueño de los justos en algún cajón o en algún PDF
perdido en la red. Se quedará en las historias de vida y en las redes
informales, en las noticias y en la batalla de la propaganda. Las
supervivientes –como las tratadas y las traficadas que tanto preocuparon hace
unos meses– engrosarán las cifras de otra resolución internacional, y de otro
informe, y otro, y otro, y esperarán, como en todas las guerras, las promesas
de un juicio justo, o de una compensación económica, o simplemente, de que las
dejen en paz, que, en una guerra, no es poco. ¿Se puede procrastinar de nuevo
la justicia, la memoria y la reparación de la violencia sexual a cuando cesen
los disparos? Demasiadas cosas que legar, me temo, a una posguerra
interminable.
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