¿CUÁNTO VALE UN CAFÉ?
QUICOPURRIÑOS
Más de una vez me hice la pregunta, o es que acaso tú no. Me decía el responsable del bar, al que cada día acudo en la mañana, que le parecía que tenía que subir el precio del café. Ese local al que voy a cumplir con la rutina de la lectura del periódico en el papel de siempre, ese que te deja los dedos llenos de tinta como se te quedaban cuando, tiempo ha, acudías a la D.G.T. a renovar el D.N.I. Quién se acuerda ya del dedo aprisionado contra la almohadilla tintada de azul, impresa luego sobre una tarjeta de cartón, tras haber pasado el rito repetido cada cinco años de la renovación sin cita previa, a la que acudías después de la visita rápida al fotógrafo, cuyo estudio se encontraba estratégicamente colocado frente a las dependencias policiales, quien en un santiamén te sentaba en una banqueta, delante de una tela blanca que servía de fondo y te tomaba unas instantáneas de frente y de perfil. Pues sí, con esos dedos manchados de tinta cojo, día tras día, la vespertina taza de café mientras leo, de atrás hacia delante, el periódico dejado un rato antes por el repartidor sobre la barra del establecimiento y, a la vez que esto hago, me viene a la mente el comentario del dueño sobre la subida anunciada del producto que saboreo en ese momento.
Diez o veinte céntimos dijo, ese es el incremento en el que está pensando y si
lo hace, porque razones comerciales me ha razonado tiene, qué hago, qué hemos
de hacer los usuarios. Opción uno,: la asumo; opción dos: cambio de lugar que,
al fin y al cabo, el café del bar de la esquina hasta hoy vale lo mismo que
pago por este y sabe igual, o incluso, si me apuras, hasta mejor. Entonces, qué
argumento primará, cuál desequilibrará la balanza por una opción u otra. Para
contestar reflexiono un poco y me digo como usuario del lugar: ante todo , soy sólo
un usuario del lugar ,porque, si eso es lo que soy, significaría que tan solo
entro y salgo, solicitó un producto, pago por él , doy los buenos días, pago y
me voy. Visto así, acudiría a aquél que me oferte lo que se ajuste más a lo que
esté dispuesto a pagar, independientemente de la decoración o color de las
mesas o cara de los camareros. Ahora bien, lo cierto es que todos los días
acudo- luego alguna razón habrá entre tantos de la zona, que tienen el mismo
producto y parecidas mesas en las que tomar asiento- al bar de siempre, donde a
veces entro cuando todavía están montando las terrazas y la puerta se encuentra
a medio abrir, siendo recibido con un ¡hola! por uno que sentado está, medio
dormido y acodado a la barra con un
cortadito entre las manos, al tiempo que el dueño lanza el grito de ¡ bueno, éste
ya está aquí, el que faltaba! y al que contesto con un ¡ menos gritos, trate
bien al cliente y ponga un café!, que de
eso vive, al tiempo que tomo asiento en mi mesa de esa hora y comienzo la
lectura del periódico en búsqueda de las esquelas, para estar adecuadamente
informado de los muertos de la jornada, de sus nombres, profesión, lugar de residencia,
estado civil, parentela , edad y otros tantos y sabrosos datos que, sabiendo
leer entre líneas, se obtienen del finado y del entorno en que habitaban hasta
que se les paró el corazón y se certificó su defunción, su marcha, su adiós a
la vida.
Cuando paso a la hoja de los deportes ya me acompaña “mi querida
rubia de siempre” tomando su cortado leche y leche, ya han entrado y pedido sus
correspondientes cafés, dos o tres personas más que me han saludado por mi
nombre y yo contestado por el suyo antes de tomar asiento, curiosamente
siempre, en las mismas mesas que libres están para ser ocupadas por estos a esa
hora sin necesidad del cartelito de reservado. Y es que, el de la mesa tal o la
de la mesa cual, es la que trabaja allí o allá o aquél o aquélla que ahora
llega, por fin está cobrando el paro, la PCI o la no contributiva, o al otro
que todavía nada y está a dos velas, pero alguien se adelantará a invitarlo ese
día con una sonrisa y un mañana invitas tú y también van llegando los que, con
camisa y corbata, evidentemente trabajan
en la sucursal bancaria de la esquina y al que aguarda a que abran esa oficina
para ingresar los beneficios de su profesión o empresa. Vamos que se junta cada
día una amalgama de elementos que constituyen, no usuarios, sino una parroquia
porque son habituales que conversan
sobre las noticias del día, sobre los chismes del barrio, sobré si ganará tal o
cual equipo en el próximo partido, sobre a ver si cambia este Gobierno o
termina la guerra de turno, de cuanto ha subido la luz y los combustibles, o de
que si aquellos al fin se divorciaron o de si Pepe o Juana se decidieron a
salir del armario que ya era hora.
El día, otro más del día a día, no ha
hecho más que empezar y toca ir saliendo mientras otros llegan, cada uno a sus
trabajos, a sus gestiones, a sus cosas, pero mañana nos volveremos a encontrar y volveremos a quejarnos de lo cara que se
pone la vida, de que esto no puede seguir así y algo habrá que hacer, momento que
aprovecha el dueño del Panvía para preguntar, entonces…. ¿subo o no subo el
café? Ante lo cual, le pregunto a mi
rubia favorita, para ti, ¿qué valor
crees tú que tiene este café?
Dedicado
al “Panvía” de cada día.
quicopurriños
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