UNIDAD, QUÉ BONITA PALABRA
JOAQUÍN URÍAS
Cuando en la izquierda se habla de unidad, los que saben de esto se ponen a cubierto porque sin duda se viene intercambio de mamporros. En los momentos difíciles, en los que los partidos de izquierda se dividen como células ansiosas por reproducirse, las bases gritan “unidad”. Los líderes suelen entonces interpretar el mensaje como un llamamiento que interpela sólo a su competencia. Unidad es que los dejen solos. Así que la unidad normalmente se traduce en que arrecien las peleas por ser el único.
La unidad, como la
sinceridad, está sobrevalorada. Sólo es un mecanismo operativo que busca lanzar
señales claras a los militantes o a los votantes. Implica cerrar las filas,
olvidar divergencias y someterse a un mando único. Es práctico en medio de una
emergencia o ante unas elecciones, pero implica renunciar al debate y al
pluralismo. La unidad es un método, no un fin en sí mismo. Y funciona según
cómo se construya; para que sea algo más que una boda roja en la que vuelen
puñaladas desde todas partes debe sustentarse en el más olvidado de los
principios de la revolución francesa: la fraternidad. Una cosa es doblegar a
todos a la fuerza; otra, integrarse en una estructura amable y respetuosa.
Una cosa es
doblegar a todos a la fuerza, otra integrarse en una estructura amable y
respetuosa
Sólo hay esas dos
opciones. O se impone a la fuerza, cortando cabezas. O se basa en el respeto a
la diversidad, de modo que la disciplina surge del respeto a un proyecto común
en el que todo el mundo se siente cómodo. Cada método tiene sus desventajas.
Todo esto viene a
cuento de los cansinos movimientos fratricidas en la izquierda española de cara
a las próximas elecciones. Según cuentan puntualmente los medios interesados, a
estas horas hay grupos de políticos profesionales peleándose con agresividad
por ser ellos los encargados, personalmente, de gestionar la miseria de lo que
quede de los votos de la izquierda. Imagino que en ese mercadeo cada uno
negocia con lo que tiene para que él o su grupo consigan el máximo de poder y
recursos en el mínimo resultado electoral que se nos vaticina. Supongo que unos
invocan sus marcas que hace años fueron capaces de provocar ilusión. Otros
aluden al número de cargos públicos y a su estructura orgánica. Incluso hay
quien negocia con la aportación de sus tristes siglas a la sopa de letras
final. Si efectivamente está sucediendo así, no quiero saberlo. No necesito
estar al día de esas miserias.
El estallido social
del 15M dio origen a la base social activa y movilizada más poderosa que ha
tenido la izquierda de nuestro país. Una masa crítica relevante que exigía que
la política fuera mucho más que acudir cada cuatro años a votar siempre a los
mismos. Paradójicamente, la izquierda canalizó ese impresionante movimiento
activista en sentido contrario.
Así, Podemos trajo
un soplo de aire fresco a la política institucional, pero renunció
deliberadamente a nada más. Accedió a altísimas cuotas de poder institucional,
pero lo hizo con el coste de enviar a sus casas a miles de militantes, entonces
dispuestos a construir desde abajo. Podemos se desarrolló exclusivamente como
maquinaria electoral en la que todo se decidía desde arriba, mediante la
estructura más piramidal que había tenido hasta entonces ningún partido
político. Sus círculos nunca tuvieron el poder asambleario y legitimador de las
bases del resto de partidos de izquierda y sólo se les permitió funcionar como
club de fans. Ese modelo ha aportado mucho a la política española. Los
dirigentes de Podemos, con el apoyo de sus votantes, han transformado el país y
han traído políticas progresistas, muchas de las cuales permanecerán. Eso tiene
un mérito innegable. Pero ha sido siempre un proyecto electoral dirigido desde
arriba. Sin base. Es más una marca electoral gestionada hábilmente que una
estructura de transformación popular. Por eso, cuando la marca, como está
sucediendo, pierde el apoyo de los votantes, se desinfla.
Podemos trajo un
soplo de aire fresco a la política institucional pero renunció deliberadamente
a nada más
Para sustituirla,
surge Sumar. Se planteó inicialmente como una iniciativa cívica, un movimiento
ciudadano desde abajo, dispuesto a superar las limitaciones del partido
exclusivamente electoral. La idea, sin embargo, nunca se desarrolló. Hoy
–registrado ya como partido– se postula como otro ejemplo más del mismo modelo,
si bien con una virtud y una condición electorales. La virtud es su liderazgo;
la condición, la unidad.
Yolanda Díaz tiene
una inmensa capacidad política y una gran imagen mediática. Su liderazgo
inspira confianza y sin duda su persona puede ser capaz de movilizar a votantes
desencantados, e incluso de provocar ilusión. Pero estará en grado de
aprovechar electoralmente al máximo esas cualidades sólo si se presenta como la
representante unitaria de la izquierda.
El país está
girando ideológicamente hacia la derecha. Vienen tiempos malos para los que
creemos en la solidaridad. Pero unos buenos resultados de la izquierda pueden
ofrecer cierta esperanza de evitar políticas regresivas. Si la izquierda
consigue un número suficiente de diputadas y diputados aún hay alguna
posibilidad de que no nos impongan un país donde los derechos humanos queden
atrás, donde lo privado sea más importante que lo público y, en definitiva,
donde se abandone a los débiles.
Creo sinceramente
que la izquierda transformadora no puede apostar exclusivamente por soluciones
electorales. Su presencia en la política institucional es imprescindible pero
no suficiente. Especialmente cuando la mayoría social vira hacia el
neoliberalismo, son imprescindibles movimientos sociales que, desde la calle,
los barrios y los centros de trabajo luchen cada día por transformar y mejorar
la sociedad sin esperar a que lo hagan los políticos. Pero estamos en un
escenario electoral en el que urge que, al menos, en las instituciones haya la
mayor representatividad posible de las ideas progresistas.
Para eso hace falta
una candidatura con el máximo apoyo y la máxima capacidad movilizadora. Ya se
ha visto que las elecciones no se ganan con una buena gestión. No se ganan por
gestionar una pandemia de modo más eficaz y más solidario. Ni por subir el
salario mínimo. Ni por mejorar las condiciones laborales de los trabajadores,
reducir la discriminación y la violencia contra las mujeres o garantizar el
derecho a la vivienda. En estos momentos, las elecciones son un proceso
emocional en el que logra más votos quien mejor surfea las olas de las grandes
preguntas sociales y consigue crear marcos emocionales creíbles. Hay quien
parece que ha descubierto ahora el papel crucial de los medios de comunicación
para nombrar y quitar gobernantes en un modelo electoralista y sin base social.
Son las condiciones del juego y en campaña electoral hay que adaptarse a ellas.
Nadie protestaba cuando esos medios auparon liderazgos electorales
progresistas, así que no es cuestión de quejarse, sino de usar inteligentemente
nuestros recursos y despertar emociones. Provocar otra vez ilusión.
Las elecciones ya
se ha visto que no se ganan con una buena gestión
La ilusión se
consigue de dos maneras: con proyectos colectivos en los que el votante se
sienta partícipe o con algo nuevo. Las personas nos ilusionamos al participar
en un proyecto propio o cuando nos sorprende la novedad. Desechada, parece, la
primera opción, solo queda apostar los votos de la izquierda a la capacidad
movilizadora de quien puede ser percibida como una alternativa para un nuevo
modelo político. Creo que no hay mejor opción que Sumar, presentada como marca
definitivamente general, con el máximo y más entusiasta apoyo y liderado por la
ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. No se me ocurren alternativas con más tirón
electoral.
Ahora bien, si
Sumar va a ser simplemente una coalición de partidos, lo que tienen que hacer
es ponerse de acuerdo, repartirse los puestos y los dineros, y presentarnos
cuanto antes un resultado que inspire un mínimo de confianza. Lo digo desde el
cariño. Entiendo que es razonable que quien va a liderar el proyecto quiera
asegurarse un grupo parlamentario leal y pacífico. También entiendo que los
líderes de Podemos no quieran abandonar la política tras años de arrimar el
hombro y con multitud de proyectos inacabados. Incluso entiendo que los comunes
exijan determinar las listas en su tierra (ojalá hubiera algo parecido en otros
territorios como Andalucía) y que Más País quiera que se le reconozca el coraje
de dar batalla en plazas difíciles como Madrid. Todo eso es legítimo, pero como
votante no me interesa. Prefiero no saberlo.
Por favor,
discútanlo en privado. No utilicen los medios para pelearse por liderar el
proyecto ni tiren de los votantes para que apoyemos a unas personas u otras.
Cuando las cosas vienen mal dadas es importante no estropearlas más. Si de lo
que se trata es de rascar votos, por favor, jueguen con las armas de la
política electoral. Sé que la fraternidad es imposible, pero al menos déjense
de pullas, insultos y todo aquello que pueda desmovilizar a un electorado
demasiado harto de los intereses personales de quienes se acuchillan por el
dudoso privilegio de ser nuestros representantes.
Presenten cuanto
antes una papeleta sensata y contarán con nuestro voto. Si lo hacen bien
incluso puede que cuenten con nuestro apoyo y nuestro empuje para aumentar los
resultados. Háganlo, para no regalarle nuestro futuro a los que quieren
llevarnos hacia atrás.
Y, como siempre, de
construir movimientos transformadores tendremos que hablar a partir del día
después de las elecciones. Cuando no haya dinero ni puestos que repartir, sólo
trabajo. Allí estaremos.
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