jueves, 1 de junio de 2023

UNIDAD, QUÉ BONITA PALABRA

 

UNIDAD, QUÉ BONITA PALABRA

JOAQUÍN URÍAS

Cuando en la izquierda se habla de unidad, los que saben de esto se ponen a cubierto porque sin duda se viene intercambio de mamporros. En los momentos difíciles, en los que los partidos de izquierda se dividen como células ansiosas por reproducirse, las bases gritan “unidad”. Los líderes suelen entonces interpretar el mensaje como un llamamiento que interpela sólo a su competencia. Unidad es que los dejen solos. Así que la unidad normalmente se traduce en que arrecien las peleas por ser el único.

 

La unidad, como la sinceridad, está sobrevalorada. Sólo es un mecanismo operativo que busca lanzar señales claras a los militantes o a los votantes. Implica cerrar las filas, olvidar divergencias y someterse a un mando único. Es práctico en medio de una emergencia o ante unas elecciones, pero implica renunciar al debate y al pluralismo. La unidad es un método, no un fin en sí mismo. Y funciona según cómo se construya; para que sea algo más que una boda roja en la que vuelen puñaladas desde todas partes debe sustentarse en el más olvidado de los principios de la revolución francesa: la fraternidad. Una cosa es doblegar a todos a la fuerza; otra, integrarse en una estructura amable y respetuosa.

 

Una cosa es doblegar a todos a la fuerza, otra integrarse en una estructura amable y respetuosa

 

Sólo hay esas dos opciones. O se impone a la fuerza, cortando cabezas. O se basa en el respeto a la diversidad, de modo que la disciplina surge del respeto a un proyecto común en el que todo el mundo se siente cómodo. Cada método tiene sus desventajas.

 

Todo esto viene a cuento de los cansinos movimientos fratricidas en la izquierda española de cara a las próximas elecciones. Según cuentan puntualmente los medios interesados, a estas horas hay grupos de políticos profesionales peleándose con agresividad por ser ellos los encargados, personalmente, de gestionar la miseria de lo que quede de los votos de la izquierda. Imagino que en ese mercadeo cada uno negocia con lo que tiene para que él o su grupo consigan el máximo de poder y recursos en el mínimo resultado electoral que se nos vaticina. Supongo que unos invocan sus marcas que hace años fueron capaces de provocar ilusión. Otros aluden al número de cargos públicos y a su estructura orgánica. Incluso hay quien negocia con la aportación de sus tristes siglas a la sopa de letras final. Si efectivamente está sucediendo así, no quiero saberlo. No necesito estar al día de esas miserias.

 

El estallido social del 15M dio origen a la base social activa y movilizada más poderosa que ha tenido la izquierda de nuestro país. Una masa crítica relevante que exigía que la política fuera mucho más que acudir cada cuatro años a votar siempre a los mismos. Paradójicamente, la izquierda canalizó ese impresionante movimiento activista en sentido contrario.

 

Así, Podemos trajo un soplo de aire fresco a la política institucional, pero renunció deliberadamente a nada más. Accedió a altísimas cuotas de poder institucional, pero lo hizo con el coste de enviar a sus casas a miles de militantes, entonces dispuestos a construir desde abajo. Podemos se desarrolló exclusivamente como maquinaria electoral en la que todo se decidía desde arriba, mediante la estructura más piramidal que había tenido hasta entonces ningún partido político. Sus círculos nunca tuvieron el poder asambleario y legitimador de las bases del resto de partidos de izquierda y sólo se les permitió funcionar como club de fans. Ese modelo ha aportado mucho a la política española. Los dirigentes de Podemos, con el apoyo de sus votantes, han transformado el país y han traído políticas progresistas, muchas de las cuales permanecerán. Eso tiene un mérito innegable. Pero ha sido siempre un proyecto electoral dirigido desde arriba. Sin base. Es más una marca electoral gestionada hábilmente que una estructura de transformación popular. Por eso, cuando la marca, como está sucediendo, pierde el apoyo de los votantes, se desinfla.

 

Podemos trajo un soplo de aire fresco a la política institucional pero renunció deliberadamente a nada más

 

Para sustituirla, surge Sumar. Se planteó inicialmente como una iniciativa cívica, un movimiento ciudadano desde abajo, dispuesto a superar las limitaciones del partido exclusivamente electoral. La idea, sin embargo, nunca se desarrolló. Hoy –registrado ya como partido– se postula como otro ejemplo más del mismo modelo, si bien con una virtud y una condición electorales. La virtud es su liderazgo; la condición, la unidad.

 

Yolanda Díaz tiene una inmensa capacidad política y una gran imagen mediática. Su liderazgo inspira confianza y sin duda su persona puede ser capaz de movilizar a votantes desencantados, e incluso de provocar ilusión. Pero estará en grado de aprovechar electoralmente al máximo esas cualidades sólo si se presenta como la representante unitaria de la izquierda.

 

El país está girando ideológicamente hacia la derecha. Vienen tiempos malos para los que creemos en la solidaridad. Pero unos buenos resultados de la izquierda pueden ofrecer cierta esperanza de evitar políticas regresivas. Si la izquierda consigue un número suficiente de diputadas y diputados aún hay alguna posibilidad de que no nos impongan un país donde los derechos humanos queden atrás, donde lo privado sea más importante que lo público y, en definitiva, donde se abandone a los débiles.

 

Creo sinceramente que la izquierda transformadora no puede apostar exclusivamente por soluciones electorales. Su presencia en la política institucional es imprescindible pero no suficiente. Especialmente cuando la mayoría social vira hacia el neoliberalismo, son imprescindibles movimientos sociales que, desde la calle, los barrios y los centros de trabajo luchen cada día por transformar y mejorar la sociedad sin esperar a que lo hagan los políticos. Pero estamos en un escenario electoral en el que urge que, al menos, en las instituciones haya la mayor representatividad posible de las ideas progresistas.

 

Para eso hace falta una candidatura con el máximo apoyo y la máxima capacidad movilizadora. Ya se ha visto que las elecciones no se ganan con una buena gestión. No se ganan por gestionar una pandemia de modo más eficaz y más solidario. Ni por subir el salario mínimo. Ni por mejorar las condiciones laborales de los trabajadores, reducir la discriminación y la violencia contra las mujeres o garantizar el derecho a la vivienda. En estos momentos, las elecciones son un proceso emocional en el que logra más votos quien mejor surfea las olas de las grandes preguntas sociales y consigue crear marcos emocionales creíbles. Hay quien parece que ha descubierto ahora el papel crucial de los medios de comunicación para nombrar y quitar gobernantes en un modelo electoralista y sin base social. Son las condiciones del juego y en campaña electoral hay que adaptarse a ellas. Nadie protestaba cuando esos medios auparon liderazgos electorales progresistas, así que no es cuestión de quejarse, sino de usar inteligentemente nuestros recursos y despertar emociones. Provocar otra vez ilusión.

 

Las elecciones ya se ha visto que no se ganan con una buena gestión

 

La ilusión se consigue de dos maneras: con proyectos colectivos en los que el votante se sienta partícipe o con algo nuevo. Las personas nos ilusionamos al participar en un proyecto propio o cuando nos sorprende la novedad. Desechada, parece, la primera opción, solo queda apostar los votos de la izquierda a la capacidad movilizadora de quien puede ser percibida como una alternativa para un nuevo modelo político. Creo que no hay mejor opción que Sumar, presentada como marca definitivamente general, con el máximo y más entusiasta apoyo y liderado por la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. No se me ocurren alternativas con más tirón electoral.

 

Ahora bien, si Sumar va a ser simplemente una coalición de partidos, lo que tienen que hacer es ponerse de acuerdo, repartirse los puestos y los dineros, y presentarnos cuanto antes un resultado que inspire un mínimo de confianza. Lo digo desde el cariño. Entiendo que es razonable que quien va a liderar el proyecto quiera asegurarse un grupo parlamentario leal y pacífico. También entiendo que los líderes de Podemos no quieran abandonar la política tras años de arrimar el hombro y con multitud de proyectos inacabados. Incluso entiendo que los comunes exijan determinar las listas en su tierra (ojalá hubiera algo parecido en otros territorios como Andalucía) y que Más País quiera que se le reconozca el coraje de dar batalla en plazas difíciles como Madrid. Todo eso es legítimo, pero como votante no me interesa. Prefiero no saberlo.

 

Por favor, discútanlo en privado. No utilicen los medios para pelearse por liderar el proyecto ni tiren de los votantes para que apoyemos a unas personas u otras. Cuando las cosas vienen mal dadas es importante no estropearlas más. Si de lo que se trata es de rascar votos, por favor, jueguen con las armas de la política electoral. Sé que la fraternidad es imposible, pero al menos déjense de pullas, insultos y todo aquello que pueda desmovilizar a un electorado demasiado harto de los intereses personales de quienes se acuchillan por el dudoso privilegio de ser nuestros representantes.

 

Presenten cuanto antes una papeleta sensata y contarán con nuestro voto. Si lo hacen bien incluso puede que cuenten con nuestro apoyo y nuestro empuje para aumentar los resultados. Háganlo, para no regalarle nuestro futuro a los que quieren llevarnos hacia atrás.

 

Y, como siempre, de construir movimientos transformadores tendremos que hablar a partir del día después de las elecciones. Cuando no haya dinero ni puestos que repartir, sólo trabajo. Allí estaremos.

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