MALO, MALO, MALO ERES
IRENE
ZUGASTI HERVÁS
Vosotras sois muy jóvenes y no lo recordaréis, pero hubo un tiempo en que, en España, todo el mundo era feminista. Un tiempo en el que el Presidente del Gobierno daba discursos con el lema “España Feminista” impreso sobre su atril. Un tiempo en el que se firmaban Pactos de Estado contra la violencia machista y todo el mundo celebraba con alharacas los grandes consensos. Un tiempo en el que se llevaban lemas y frases de las grandes teóricas bordadas en las camisetas y en el que en todo acto institucional se reivindicaba la igualdad en el centro para cualquier recuperación resiliente, sostenible, inclusiva y toda esa retahíla de palabras que ya tampoco están de moda y me pregunto yo si alguna vez significaron algo para quienes las decían.
Para llegar hasta
ahí hicieron falta siglos pero, por ser concisas, podemos irnos a finales de
los años 90, con las feministas peleando muy duro para que la violencia
machista fuera ley y sobre todo, fuera justicia, una vindicación medular porque
para ser iguales primero teníamos que estar vivas. Os contarán que los logros
de entonces fueron fruto de grandes acuerdos, que hubo una Ley Orgánica para
gobernarlos a todos, pero la realidad es que siempre hubo quien la vio con
reticencias, con los ojos entornados, y quien quiso dinamitarla judicialmente o
a través de un entramado de asociaciones de agraviados. Algunos hombres malos,
supongo.
Pero también hubo
millones de personas —muchas mujeres y hombres buenos, muchas buenas personas—
que la acogieron con los brazos tendidos, que la cuidaron, que la respetaron y
la hicieron crecer. Y aquellos hombres malos tuvieron que permanecer calladitos
y manteniendo el tipo en un rincón durante mucho tiempo.
Eran otros tiempos:
Andy y Lucas le cantaban a la mujer que lloraba tan prisionera de su casa en la
cocina y Bebe decía aquello de malo, malo, malo eres, aunque ni ella misma se
lo creía mucho
Eran otros tiempos:
Andy y Lucas le cantaban a la mujer que lloraba tan prisionera de su casa en la
cocina y Bebe decía aquello de malo, malo, malo eres, aunque ni ella misma se
lo creía mucho, pero sirvió para que muchas personas pusieran nombre al
maltrato, y después, a la violencia de género. También, todo sea dicho, para
que otros hicieran caja y méritos a su costa, luciendo su lacito violeta en la
solapa cuando tocaba. Mientras, las feministas seguían empujando para explicar
que ese señor malo que aparecía en casa con olor a tabaco sucio y a ginebra no
era un loco ni un borracho, era un maltratador y un machista.
Aparecieron como
setas las fundaciones, asociaciones y entidades sin ánimo de lucro que
abanderaban iniciativas contra la violencia, algunas muy nobles, otras no
tanto. Presididas por señoras que con gusto volverían a Pilar Primo de Rivera y
a tiempos de Sor Citröen, amigas de la caridad y de pasear a víctimas de ojo
morado. Mientras, las feministas seguían empujando: trabajaban para convertir
la caridad en políticas públicas, la beneficencia en sororidad y solidaridad,
la condición de víctima en un proceso de reparación y no de estigma. Muchas,
trabajando en la precariedad más absoluta. Otras, militando sin más chiringuito
que los que ellas montaban con sus propios recursos, con su tiempo y sus manos.
Algunas —pocas— desde las instituciones, allí donde podían hacer una suerte de
entrismo violeta.
Aguantamos
tropecientas cantinelas sobre que no había que maltratar a las mujeres porque
podían ser tu madre, tu hija o tu abuela, y resoplando, con paciencia,
volvíamos a explicar que no iba de eso, que iba de patriarcado, que iba de ser
mujeres. Soportamos el mantra de la “lacra” de la violencia en un sinnúmero de
discursos escritos con el piloto automático, pero ahí estaban las feministas
explicando que no, que la violencia machista no es una lacra, no es una
enfermedad, ni un vicio físico o moral, como dicen los de RAE, que es un
problema estructural, pero escuchar eso, ¡ay!, eso ya les gustaba menos.
Las feministas
continuaron empujando: se peleó cada recurso, cada centro de atención, cada
profesional, cada comida familiar, cada amiga con un novio de mierda
Y sin embargo, las
feministas continuaron empujando: pasamos del ojo morado a campañas que
señalaban a los agresores y sus causas; se peleó cada recurso, cada centro de
atención, cada profesional; cada comida familiar, cada amiga con un novio de
mierda, cada “ni machista ni feminista” que podía desmontarse con hechos.
Crecieron y brillaron profesionales maravillosas —y maravillosos también— que,
como musguito en la piedra, iban brotando allá donde podían, incluso donde
nunca nos esperaban: educación, sanidad, sindicalismo, función pública, medios
de comunicación, hasta en la judicatura. Venían con fuerza y con ganas, igual
demasiadas: dejad a las chavalas que camelen, pensarían.
Y tanto que
camelaron, tanto tanto que muchos no habían dimensionado el poder y el peligro
que ello implicaba: porque era un feminismo que impugnaba todo, que sabía
perfectamente distinguir entre táctica y estratégica (mucho mejor que mucho
viejo revolucionario), que sabía desnudar las vergüenzas del neoliberalismo hasta
dejar al conservadurismo sin calzoncillos; que sabía que los parabienes y el
purplewashing se acabarían pero quedaría todo lo construido por el camino, y lo
que viene andando.
En plena resaca por
el veto a Irene Montero en el proyecto Sumar, ampliamos el debate con este
planteamiento desde el feminismo autónomo, sabiendo que es un movimiento
diverso y con diferentes miradas sobre la deriva sociopolítica.
Por eso los
arrinconados del feminismo se han tomado la vendetta. Demasiado tiempo en
silencio, esperando su momento, teniendo que ponerse incómodas caretas, bajando
a tercera fila, mascullando entre dientes que por qué tenían ellos que aguantar
a tanta insolente y tanta mediocre, tanta tonta con ínfulas quitándoles
columnas y puestos y palabra y poder y dinerito, estando ellos. A algunos se
les veía venir, entre el paternalismo y el recelo, pasando de puntillas por el
tema. Otros han llevado siempre ese antifeminismo metido en el tuétano, al fin
y al cabo su poder y su prestigio, y el de sus padres, y el de sus abuelos, que
ganaron la guerra, se sostiene sobre eso. Y luego hay otros que echan leña al
fuego a ver si a río revuelto hay ganancia de pescadores. Decían que eran de
izquierdas, claro que eso no es garantía de mucho en este campo; también dicen
hablar por la clase trabajadora y yo no les he visto pegar un palo al agua en
su vida.
Si hay algo global
y transversal, de derecha a izquierda, eso es el discurso machista,
reaccionario y simplón que jalean entre copas o que legitiman con sutileza
Ya se sabe, se
empieza desacreditando los datos de denuncias falsas de Fiscalía, o poniendo en
duda los testimonios de las víctimas de la violencia, o cuestionando el talento
y la capacidad de las mujeres, rivales o compañeras, y se termina, no sé,
culpando a las feministas de la reacción ultraconservadora, o hasta tomando
cañas con la reacción ultraconservadora. Ellos, que tanto han criticado el
globalismo y las conspiraciones, añorando pasados que no van a volver
—antagónicos, incluso— no se dan cuenta de que si hay algo global y
transversal, de derecha a izquierda, populista en el peor sentido del término,
y financiado y teledirigido por los malos malísimos, eso es el discurso
machista, reaccionario y simplón que jalean entre copas o que legitiman con sutileza.
Tanto reprobar las cuotas, y ahora entre tanta tertulia, tuit, horizonte y
hormiguero, las están cumpliendo todas. ¿O de verdad pensábais que era vuestro
talento, y no el algoritmo, lo que os ha dado voz?
Y en esas estamos,
en la encrucijada entre proteger lo conseguido, incluso desde las discrepancias
y las diferencias que podemos y debemos tener, o volver a los tiempos en los
que se debatía hasta la lacra y el ojo morado. Algunos tienen mucho que ganar con
este retroceso, pero la gran mayoría, no os engañéis, seáis hombres de Estado o
simples mortales, vais a perder con el cambio.
Nosotras a lo
nuestro. Ya sabéis dónde estamos.
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