TRABAJAR DESPUÉS DE MUERTA
DAVID
TORRES
Flores y mensajes de recuerdo en el
puesto de trabajo de la trabajadora que falleció en un 'call center' de Madrid.
TWITTER CGT
Morirse es uno de los pocos derechos laborales que nos van quedando en esta época de neoliberalismo atroz y servicio exclusivo a la empresa. O al menos, eso pensábamos, hasta que la semana pasada una teleoperadora de Konecta, una empresa de call center, murió de un infarto en su silla y los responsables ordenaron a sus compañeras que siguieran trabajando para no perder comba. Durante más de dos horas, desde antes de la una, cuando la pobre mujer cayó al suelo, hasta las tres de la tarde en que desalojaron la oficina, las teleoperadoras estuvieron atendiendo llamadas con el cadáver de una compañera tirado en el suelo.
A la una y cuarto
los médicos del Samur ya habían certificado la defunción, pero se conoce que la
labor que cumplían las abnegadas teleoperadoras aquel mediodía era demasiado
importante como para abandonarla por la minucia de una compañera caída en
combate. Por lo visto, alguien (un jefazo, un secretario, un pelota) repetía
sin cesar: "Somos un servicio esencial, somos un servicio esencial",
recordando a las empleadas la obligación de seguir al pie del cañón pasase lo
que pasase. Como si aquella jornada decisiva Konecta estuviera coordinando
desde unas oficinas de San Blas las operaciones aerotransportadas del
Desembarco de Normandía, lanzando a las ondas unos versos de Verlaine que
cifraban el ataque aliado contra el Muro del Atlántico.
Pero qué va, se
trataba sólo de reclamaciones de clientes quejándose de la falta de suministro
de una compañía eléctrica. Iberdrola, para ser exactos. Los responsables de la
empresa y los representantes sindicales no acaban de ponerse de acuerdo sobre
lo que ocurrió realmente. Que nadie obligó a las trabajadoras a seguir cogiendo
llamadas, que nadie se atrevió a levantarse e irse en señal de duelo por una
compañera fallecida, que nadie esto, que nadie lo otro: una perfecta recreación
de aquel episodio mitológico en el que Odiseo deja ciego al Cíclope y luego le
dice que se llama Nadie.
En la oficina de
Konecta en Valladolid, hace unos años, un tipo colocó una cámara oculta en uno
de los baños femeninos, concretamente en el dispensador de papel, y los jefes
le pidieron a la mujer que encontró la cámara que mejor se callase para no
alarmar al personal. Se ve que Konecta es una empresa que se preocupa mucho por
tranquilizar a sus empleadas, así les saquen un primer plano del culo o se les
muera una colega en mitad de una ofensiva telefónica. Se entiende que con estos
métodos paramilitares, con horarios que hay que cumplir a rajatabla aunque la
compañera de al lado reviente, Konecta haya obtenido más de 300 millones de
euros de beneficios en el último año.
Siempre me he
preguntado para qué están los inspectores de Trabajo y si existen realmente o
son una invención, pura literatura fantástica, como el Ratoncito Pérez, el
republicanismo del PSOE o el coño de la Bernarda. Me lo pregunto siempre que
entro en un comercio y veo a un menor de edad atendiendo detrás del mostrador y
vuelvo a preguntármelo al pensar en esas oficinas de empresas decimonónicas con
docenas de teleoperadoras amarradas a sus teléfonos como niñas esclavas en un
sótano de Bangladesh cosiendo camisetas por un euro y pico diario. Quizá el
inspector de Trabajo esté muy ocupado en La Zarzuela, secando el sudor a
nuestro monarca y a toda su atareada familia. Quizá este verano el inspector
que no existe se compre una camiseta made in Bangladesh con el lema:
"Inmaculada murió en su silla de un infarto con 56 años".
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