LOS AFECTOS INFECTOS
DE LA POLÍTICA ESPAÑOLA
SEBASTIAAN FABER
Lisboa, octubre de 2024. Un café céntrico, repleto de españoles exiliados que han colonizado el interior del local y gran parte de la terraza. Llevan allí desde septiembre del año pasado cuando, apenas acabadas las vacaciones, Santiago Abascal, el flamante ministro de Justicia del recién formado gobierno PP-Vox, ilegalizó todos los partidos “antiespañoles”: ERC, EH Bildu, Podemos, IU y demás integrantes de Sumar. Menos mal que Portugal les dio estatus de refugiados.
João, el camarero portugués, observa divertido a sus
vecinos ibéricos. Los españoles lo revuelven todo con sus partidos y
subdivisiones sutiles que sólo el tiempo se ha encargado de aclarar en la mente
nada obtusa, para estos matices, del camarero; por ejemplo: de cómo un fundador
de Podemos partidario de Iglesias no puede hablar sino mal de otro expodemita,
si es errejonista o “de Yolanda”, ni dirigirle la palabra, a menos que sean de
la misma provincia; de cómo un anticapi de cierta fracción puede tomar café con
una cupaire, pero no con un trosko de otro grupo y jamás –desde luego– con un
comunista, sea partidario de quién sea, de la región que sea. En una cosa están
de acuerdo: en hablar solo del pasado, con un acento duro, hiriente, que
trastorna.
Todos héroes. Todos seguros de que, a los seis meses,
regresarán a su país, reclamados por la calle. A menos que empiecen a echarse
la culpa, unos a otros:
–Si no es porque vetaron a Irene…
–Si no es porque los catalanes no quisieron...
–¡Qué carajo ni qué coño!
–Si no es porque Errejón...
–¡Qué joder!
–Si no es porque los comunistas...
–¡No, hombre!
–¡Mira ése!
–¿Qué te has creído?
–Ese hijo de puta...
***
Si algo nos recuerda este pequeño homenaje en clave
contemporánea a La verdadera historia de la muerte
de Francisco Franco de Max Aub –un cuento de 1960 en el
que un camarero mexicano acaba tan harto de los republicanos españoles reunidos
en su café que resuelve viajar a España para matar a Franco– es que las
divisiones en la izquierda española no son nada nuevas. Tampoco lo es la tendencia
de vivirlas, ante todo, en clave personal y moral.
Desde la primera vez que pisé tierra ibérica, a los 18
años, me ha fascinado la intensidad con que muchos españoles viven su
identificación política. No solo me refiero a la violencia de la cultura política.
(“Las élites sencillamente no aceptan la mediación política”, me dijo José Luis
Villacañas cuando le entrevisté para mi libro Franco desenterrado,
“y tienden a considerar intereses políticos distintos como intereses enemigos”
cuyos representantes “han de ser derrotados y vencidos y a ser posible
neutralizados y penalizados”.) No, me refiero al hecho de que los propios
votantes viven su afiliación política de forma diríase deportiva.
Futbolera, para entendernos. Se identifican tan plenamente con ella, y de forma
tan afectiva, que interpretan cualquier desacuerdo, cualquier crítica, como una
ofensa personal.
En su libro España, Santiago Alba Rico
afirma que los españoles tienden a confundir las “relaciones de militancia” –el
compromiso asumido de forma consciente y racional– con las
“relaciones de familia”, asumidas de forma plena y puramente afectiva.
Esa peculiar afectividad de la política española ayudaría a explicar la lealtad
de ciertos votantes a determinados partidos, por más corruptos que sean.
También explicaría el papel central que juegan el odio y la demonización del
“otro” político en las luchas inter e intrapartidistas.
“Un intelectual” –decía famosamente Max Aub
en Hablo como hombre– “es aquel para quien los problemas políticos
son ante todo morales”. El propio novelista valenciano encarnó esa moralidad en
su vida y en su obra, que a partir del golpe de 1936, y durante su largo exilio
mexicano, pondría al servicio del compromiso con el ideario de la Segunda
República. Pero ese compromiso político-literario de Aub era enfáticamente
racional: como judío nacido en París en 1903, sabía adónde llevaban los
irracionalismos. Por algo desconfiaba de los surrealistas.
En la política española actual, sin embargo, el
concepto de compromiso parece haberse confundido con el de lealtad, entendida
de forma afectiva y estrechamente moral. Desde luego, es un marco que le va muy
bien a la derecha, acostumbrada como está a combinar la invocación de la
“decencia” de la “gente de bien” con una hipocresía que, plenamente asumida
desde antiguo, se ha convertido en una segunda naturaleza.
La izquierda, en cambio, lleva las de perder cuando
cede a la tentación de los afectos infectos: cuando asume su compromiso en
clave de lealtad; cuando le da por denunciar a sus rivales como “miserables” o
“traidores”; cuando demoniza al otro; cuando se deja “ofender”; y cuando se
pone a exigir “respeto” para su partido porque sí.
Bien mirado, ¿no es una idea básica de la izquierda
que lo único que merece el respeto de forma incuestionable son las y los
ciudadanos de a pie y sus derechos? Los partidos, en cambio, no son
“respetables” en ese sentido, ni deberían serlo. Como tampoco lo son los
policías, los intelectuales públicos, los medios o los reyes.
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