EL PLACER DE VIVIR (O ENAMORARSE
PARA HACER POLÍTICA)
JUAN
CARLOS MONEDERO
Con Elie Wiesel hemos recordado muchas veces que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia.
El más oriental de nuestros filósofos, Hegel, era muy amigo de ver las cosas y su contrario. Así nos ayudó a entender que, si bien el esclavo está en los sótanos de la sociedad teniendo que regalar su tiempo, esfuerzo y cuerpo al señor, éste termina encadenado al esclavo y, a su vez, esclavizándose porque tiene enormes dificultades para poder hacer nada sin la ayuda de su cautivo. Esa peculiar sumisión del señor al esclavo, sin embargo, no nos hace olvidar que, a día de hoy, hay más consenso en que es ser mejor señor que ser esclavo y que en las sociedades decentes lo mejor es que no haya ninguna de las dos cosas.
Decidido a pensar
sobre lo importante, Hegel le dedicó también su tiempo a diseccionar al amor.
Y, quizá influido por su reflexión sobre el amo y el esclavo, llegó a
habitaciones similares. ¿O es que acaso no se esclaviza quien se enamora? ¿No
es el amor la excusa más probada para tener sin tasa el cuerpo, el tiempo y el
esfuerzo de la persona enamorada? ¿No cantan los poetas desde la antigüedad
acerca de la cárcel de la pasión? Nadie puede dudar que mucha gente vive el
amor como un ansiolítico o una certeza. Y lo mismo ocurre cuando se concluye
que ese tipo de amor tiene más de mediocre que de brillante.
Algo fallaba, debió
de pensar Hegel, cuando el análisis
ponía en la misma balanza a Espartaco y a Julieta. Porque no puede ser lo mismo
vivir como esclavo que vivir enamorado. El amor, al igual que la virtud, fue
repartido por los dioses con capacidades iguales entre los seres humanos, de
manera que todos tenemos criterio suficiente como para entender que el amor no
puede ser una condena.
Una diferencia no
pequeña está en la voluntad: no escoges ser esclavo, mientras que sí puedes
escoger, incluso en los amores más desgarrados, despistar la madrugada en otros
labios. Otra diferencia reposa en que en
el amor entregas el estar enamorado, no tu vida, tu voluntad y tu destino.
Pero la más
importante de las diferencias es que en el amor, explicaba el profesor de Jena,
"dejas de ser" para ser más. Te anulas para multiplicarte. Te
disuelves para reencarnarte, te achicas para hacerte más grande. A tu vida
incorporas la de la persona amada, y lo haces para atenderla, para vivirla,
para tenerla y añorarla, de manera que
no te esclavizas sino que te replicas en una tarea que excede tu
individualidad egoísta. Algo que no le pasa al señor que usa al esclavo y que,
sin embargo, le pasa a la esclava que ama a los hijos del señor a los que
amamanta y cuida.
Desde que nos
hicimos sedentarios se rompieron bastantes cosas. La Biblia, que es la que
dicta el canon occidental y marca cómo entendemos los occidentales la vida,
despreció desde el Antiguo Testamento a los animales, puestos al servicio de
los seres humanos, igual que a las mujeres, puestas al servicio de los varones.
Esta separación entre "naturaleza" y "cultura" sirvió para
que Occidente ganara la carrera de la tecnología -sintiéndose superior a la
tierra que nos cobija-, con el terrible resultado de hemos destrozado el
planeta. Y, por supuesto, despreció a las mujeres, puestas al servicio de los
hombres, algo que, tristemente, se comparte en casi todas las culturas.
Por eso, cada vez
que ha hecho socialmente falta, a las mujeres las hemos abortado, vendido,
prostituido, esclavizado, matado, encadenado al hogar, quemado por brujas,
usado como arma en las guerras, explotado, violado en los baños de una
discoteca o entre cinco en una fiesta de esas que llamamos populares.
Las leyes
feministas son leyes que chocan contra profundos privilegios que tenemos la
mitad de la población, varones. Y, como sabemos diferenciar lo que está bien de
lo que está mal, entendemos que hacen falta leyes que terminen con ese
privilegio. Pero perder privilegios cansa, como el trabajo, y, cuando nos
juntamos los hombres, nos quejamos ante el presidente del Gobierno porque ya no
podemos relacionarnos con las mujeres como antes, qué absurdo, y es que se
ponen como locas si les tocamos el culo sin su permiso y reclaman una
sexualidad pareja a la de los hombres.
Hombres desbordados por la condición adulta de las mujeres que son
comprensibles, como el presidente del PP, y llaman "divorcio duro" a
lo que con demasiada frecuencia termina en el asesinato de la que , en ese
"endurecido divorcio", intenta
sobrevivir y ser digna.
En el desarraigo
del mundo por no amar ni nos amamos a nosotros mismos. El mundo se está yendo
al basurero de, quizá, un lugar donde ni siquiera habrá historia. Hay que
decrecer, pero es como asumir que tenemos que cortarnos una pierna gangrenada
cuando no nos damos cuenta de que ya está muerta. Los ricos se suicidan yendo en submarino al
Titanic y los desesperados se suicidan en pateras después de haberse suicidado
ya en su tierra. Y los que creen que el planeta no tiene límite nos suicidan a
los demás agotando la tierra, el aire y el agua mientras sueñan que se van a ir
a vivir a Marte. La extrema derecha, que tiene como campamento base de su
modelo de sociedad la familia tradicional, con la mujer y los hijos sin
derechos y supeditada al hombre, crece y crece en este mundo moribundo, y ya no
sirve la memoria para detener su ascenso electoral. Todo el mundo se siente
maltratado de alguna forma y en las redes sociales escupen su dolor poniéndolo
a competir con los dolores de los demás, una humanidad que se despliega en la
nada de las redes y a la que desprecian a no ser que tomen sus mismas
medicinas.
Hay un club de
agraviados que suma y suma: los que siempre han querido cagarse en el convento
porque no ven otro adentro que su ombligo, los que creen que follan menos de lo
que merecen, los que quieren consumir sin que nadie les recuerde que el planeta
es finito, los que quieren abusar de niños y, al tiempo, ser reconocidos como
los campeones de la moralidad y la familia, los que quieren torturar animales y
que se lo reconozcan como arte, los que no quieren tener dudas de que su
sexualidad es la única y su dios el verdadero, los que tienen miedo y necesitan
creerse el cuento de la patria, los que quieren alquilar vientres, los
trajeados que ganan el salario mínimo, se comen todos los días un sándwich al
mediodía y quieren creerse lobos de Wall Street, los que quieren gente migrante
haciendo el trabajo sucio pero no quieren leyes que les obliguen a
respetarles... A todos ellos, la nueva derecha les dice: ¡yo os autorizo!
De la Segunda
Guerra Mundial salimos, por su horror, queriéndonos un poco más. La Declaración
Universal de los Derechos Humanos es una declaración de amor a la humanidad.
El contrato social
de la democracia se asienta en un principio moral de reciprocidad que, a su
vez, reposa sobre un principio ético, esto es, de amor al prójimo. No es mera
conveniencia, sino un sentimiento que implica que con los demás estás dispuesto
a hacer algo que desborda lo que marcan las leyes. Se ve evidentemente en el
futbol, en las catástrofes, ante un abuso evidente, pero no se ve en la política,
en la defensa de las políticas públicas, en la asunción decidida del
decrecimiento, en la defensa política de las mujeres. No son canallas todos los
que votan a la extrema derecha. Pero se vuelven cómplices de su maldad
apoyándoles en las urnas. Casi siempre a los patriotas les sobran la mitad de
sus compatriotas. Curiosa forma de sentir la patria.
Una sociedad sin
sentido es una sociedad moribunda que termina mordiéndose sus propias heridas.
Si los supervivientes de los campos de concentración fueron capaces de
encontrarle sentido a nuestro paso por la Tierra, ¿no vamos a ser capaces
nosotros? Y la clave estaba ahí: en volver a aprender a amar. Algo de lo que
nunca habla la política. ¿Somos capaces de imaginar una campaña política que
descanse en el amor? Adam Smith, tantas veces esgrimido para justificar la
lucha de todos contra todos, hoy puede parecer un bolchevique enamorado cuando
afirma en su Teoría de los sentimientos morales:
Por más egoísta que
quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su
naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que
la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el
placer de presenciarla.
Amar como el
principal sentido para el placer de vivir. Amar para dejar de mirarte el
ombligo y dejar de confundir tu egoísmo con el dolor del mundo. Amar para salir
de la trampa del narcisismo. Amar para saber que tienes que hacer el esfuerzo
de votar. Amar para hacer la revolución bailando con una música que vuelva a
convocarnos. Amor que cada cual debe resolver atreviéndose a amar. Que no
es necesariamente lo mismo que una
balada de Alejandro Sanz, un desagravio de Shakira o Rosalía o un
recalentamiento antes de salir de Bad Bunny.
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