MENOS MAL QUE EXISTE SILVIO
JONATHAN
MARTÍNEZ
El rastro de Berlusconi, trufado de fascismo y telebasura, perdura igualmente más allá del espacio y el tiempo, se cuela en nuestras televisiones y nos recuerda que el dinero, pese a lo que nos gustaría creer, también puede comprar la inmortalidad de los tiranos.
En un viejo spot de Forza Italia que ahora regresa a la actualidad, personajes de distintos estratos sociales cantan a coro el himno que Andrea Vantina compuso para Silvio Berlusconi. “Somos la gente de la libertad”, dice un heladero a ritmo de karaoke. “Viva Italia”, añade un obrero de la construcción. “Presidente, estamos contigo”, apostillan los taxistas. En la campaña electoral de 2018, un corresponsal de la radiotelevisión iraní acudió a un acto de Berlusconi celebrado en Roma y capturó un instante icónico que iba a ser pasto de burlas y de memes: una señora solloza con devoción de feligresa y grita el estribillo del cántico en un éxtasis casi teresiano. “¡Menos mal que existe Silvio!”.
Los detractores del
ex presidente se han aliado con los bromistas digitales para reflotar este
fragmento, que ahora adquiere un significado nuevo, por no decir antagónico.
Silvio ya no existe, de modo que la letra de la canción ha quedado abolida de
un plumazo y todas sus consignas simples, sus eslóganes de baratillo, ya no
significan nada ni cumplen otra función que distraer a las nuevas generaciones
con su póstuma viralidad. La venganza es un plato que se degusta en diferido y
algunos llevaban muchos años en ayunas aguardando este momento. Muchos aún se
frotan los ojos de incredulidad pues existía la creencia tácita de que
Berlusconi era inmortal.
En los años
ochenta, el magnate italiano fundó un imperio mediático al calor de los
ingresos publicitarios y medró gracias a una programación de comedia ligera
aderezada con largas dosis de muslos femeninos. No es posible explicar el
acceso de Berlusconi a la jefatura de Gobierno sin reconocer el influjo de las
nuevas estrategias televisivas. Forza Italia nació de la nada en enero de 1994
y en los comicios de marzo ya era la primera fuerza del país. La desaparición
de Democrazia Cristiana facilitó la eclosión de Berlusconi, es cierto, pero los
milagros son más asequibles cuando tus propios grupos de prensa te encumbran sin
matices con adjetivos épicos y entrevistas triunfales.
En la figura de
Berlusconi quedó al descubierto sin trampas ni pudores el provechoso matrimonio
entre el poder gubernamental, el lucro empresarial y las telarañas mediáticas.
Es doloroso intuir que las adhesiones no se construyen con la materia de un
programa político, como reclamaba utópicamente Julio Anguita, sino con mimbres
más viscerales y mundanos. En el siglo XX, la televisión fue ocupando el lugar
del fuego en los hogares y muy pronto se adueñó de nuestras miradas con un
lenguaje directo y místico que nos hablaba de verdades reveladas igual que un
santo desde una hornacina.
«En la figura de
Berlusconi quedó al descubierto sin trampas ni pudores el provechoso matrimonio
entre el poder gubernamental, el lucro empresarial y las telarañas mediáticas.»
En la Italia de
1989, ese santo era un programa de Mediaset llamado Televiggiù donde las
vedettes actualizaban una melodía cantada por Nino Taranto en los cincuenta y
movían las caderas al son de “Mamá, Chicho me toca cada vez más abajo”. Dice la
pedagogía disciplinaria que la letra con sangre entra. Bajo el capitalismo del
placer, al contrario, la ideología penetra con la vaselina del entretenimiento,
con imágenes adhesivas y músicas llanas que aniquilan las defensas del
pensamiento. La política ha abandonado los informativos para disfrazarse de
infotenimiento y deslizar píldoras ideológicas camufladas bajo el jarabe de la
diversión.
Los ochenta
quedaron atrás y ahora resulta tentador pensar que Berlusconi ya no era más que
una pálida sombra de lo que fue, una caricatura ridícula, un patriarca
mitológico condenado a la eternidad innoble de los museos de cera. Los
funerales de Estado se mezclarán con los chascarrillos y las solemnidades
protocolarias competirán con la sorna irreverente de las redes sociales. El
país ha vuelto a reír con la mujer extasiada que gritaba a voz en cuello
“¡Menos mal que existe Silvio!”. Pero la muerte de un hombre poderoso es solo
un espejismo. El emporio corporativo queda en manos de sus herederos y extiende
sus raíces fuera de toda frontera. Su legado sigue vivo.
En las
manifestaciones obreras inglesas, por no hablar de irlandeses o escoceses, se
ha popularizado un lema que tiene mucho de celebración voluntariosa: “Margaret Thatcher
aún está muerta”. La realidad más cruda, sin embargo, se impone con un rastro
de privatizaciones y desmovilización sindical cuyos estragos aún perduran. El
rastro de Berlusconi, trufado de fascismo y telebasura, perdura igualmente más
allá del espacio y el tiempo, se cuela en nuestras televisiones y nos recuerda
que el dinero, pese a lo que nos gustaría creer, también puede comprar la
inmortalidad de los tiranos.
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