TODO VA DE MARAVILLA
EDWARD SNWODEN
Edward Snwoden explica por qué la decisión del Tribunal Supremo británico de extraditar a Assange podría sentar un precedente extremadamente peligroso para la profesión del periodismo. Y el denunciante no perdona a todos los “periodistas” que han optado por condenar a Assange, cavando la tumba de su propia profesión.
Evangelio, una palabra del inglés antiguo, es un concepto que significa “buenas noticias”. Y es el evangelio lo que ha escaseado al adentrarnos en la temporada navideña. Cada vez que este hecho me deprime, recuerdo que encontrar el mal, la fechoría e incluso el sufrimiento en los titulares, es sólo una señal de que la prensa está haciendo su trabajo. No creo que ninguno de nosotros quiera despertarse por la mañana y leer “¡Todo va de maravilla!” sobre nuestro cóctel de ponche de huevo, aunque incluso si lo hacemos, sabemos que un titular así es sólo una indicación de todo lo que no se informa.
Al entrar en esta
época navideña, me siento acosado por extraños sentimientos religiosos; digo
extraños porque no soy muy creyente, ni en Dios, ni en los gobiernos, ni en las
instituciones en general. Trato de reservar mi fe para las personas y los
principios, pero eso puede llevar a algunos años de escasez en el
apaciguamiento de la sed espiritual. Puedo encontrar una forma de atribuir mis
impulsos al ritualismo del Covid-19 –las abluciones de desinfección y
enmascaramiento, el aislamiento penitente, el ¿qué significa todo esto? que
surge de la confrontación con la impotencia y el capricho de la enfermedad–,
pero una fuente más convincente podría ser la novedad de la paternidad: siendo
la religión un sustituto de la tradición en general, me pregunto: ¿qué voy a
dejar a mi hijo? ¿Qué herencia intelectual y emocional?
Junto con las
“buenas noticias”, he estado pensando en la “mala fe”, una frase que siempre me
recuerda el chiste de Thomas Pynchon, en el que todo lo malo se convierte en un
balneario alemán: Bad Kissingen, Bad Kreuznach, Baden-Baden… Bad Karma.
Conocía la frase
sobre todo por su cosecha jurídica, pero empecé a notar que se aplicaba cada
vez más a la política durante los ciclos de la historia de Bush-Obama: los
republicanos siempre estaban “negociando de mala fe”, u “operando de mala fe”,
y sólo empeoró después de eso: la frase se hizo más frecuente una vez que Trump
asumió el cargo. Así que me sorprendió descubrir que “mala fe” tiene raíces
mucho más profundas que nuestro derecho consuetudinario: male fides, del latín.
Su uso, que es fascinante explorar, era originalmente literal: se utilizaba
para caracterizar a alguien que practicaba la religión equivocada. De ahí pasó
a la contradicción Whitmaniana, pero muy anterior a ella. Alguien que estaba
“en mala fe” estaba en contradicción consigo mismo; tenía dos corazones, o dos
mentes, o más. En este sentido, incluso Jesús podría decirse que estaba en mala
fe, siendo en parte humano y en parte divino.
Me impresiona
profundamente la generosidad de esta definición primitiva: hay una simpatía
–una simpatía con “una casa dividida contra sí misma”– que falta por completo
en el sentido contemporáneo, en el que la “mala fe” es una fechoría
intencionada. Esto sigue siendo, al menos para mí, una historia cautivadora que
hay que descifrar: cómo una frase que significaba, a grandes rasgos, “mentirse
a uno mismo sin saberlo” llegó a significar, a grandes rasgos, “mentir a otros
a sabiendas”.
Estoy seguro de que
todos tenemos nuestros ejemplos favoritos (o menos favoritos) de esta práctica
doble (o múltiple) –esta condición que sólo luego se convirtió en práctica–,
pero para mí, la categoría de mala fe que se lleva el premio siempre ha sido el
legalismo burocrático que me resulta más familiar. Tal vez una mejor manera de
decirlo sería: aquellas situaciones en las que el derecho se opone a la
justicia.
Estoy seguro de que
conocemos bien este fenómeno: el representante del seguro médico o el empleado
del instituto de transporte que dice “tengo las manos atadas”; el oficial de
policía o el soldado que invoca sin ironía ciertas de las fuerzas del orden más
malvadas del siglo pasado cuando se encogen de hombros y dicen: “Sólo estoy
cumpliendo órdenes, amigo”; o incluso aquellos que salen en la televisión para
sugerir que los denunciantes (whistleblowers) podrían estar protegidos, si sólo
se sometieran a los “canales adecuados”, que es el código para estar en una
parte muy particular del suelo suspendido por encima de un tanque con la
etiqueta: ¡PELIGRO! PIRAÑAS.
Fue Jesús el que
pidió perdón a sus crucificadores diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen”, pero estos insoportables practicantes de la mala fe invierten la
fórmula: saben exactamente lo que hacen, y sin embargo lo hacen. Me pregunto si
pueden incluso perdonarse a sí mismos.
Esta Navidad puede
ser la última que el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, pase fuera de la
custodia de Estados Unidos. El 10 de diciembre, el Tribunal Superior británico
falló a favor de la extradición de Assange a Estados Unidos, donde será
procesado en virtud de la Ley de Espionaje (de 1917) por publicar información
veraz. Para mí está claro que los cargos contra Assange son infundados y
peligrosos, en desigual medida: infundados en el caso personal de Assange, y
peligrosos para todos.
Al tratar de
procesar a Assange, el gobierno de EE.UU. pretende extender su soberanía a la
escena mundial y hacer que los editores extranjeros sean responsables de las
leyes de secreto de EE.UU. Al hacerlo, el gobierno de EE.UU. establecerá un
precedente para procesar a todas las organizaciones de noticias en todas partes
–todos los periodistas en todos los países– que se basan en documentos
clasificados para informar sobre, por ejemplo, los crímenes de guerra de
EE.UU., o el programa de aviones no tripulados de EE.UU., o cualquier otra
actividad gubernamental o militar o de inteligencia que el Departamento de
Estado, o la CIA, o la NSA, preferiría mantener encerrado en la oscuridad
clasificada, lejos de la vista del público, e incluso de la supervisión del
Congreso.
Estoy de acuerdo
con mis amigos (y abogados) de la ACLU: la acusación del gobierno
estadounidense contra Assange equivale a la criminalización del periodismo de
investigación. Y estoy de acuerdo con innumerables amigos (y abogados) de todo
el mundo en que en el centro de esta criminalización se encuentra una paradoja
cruel e insólita: a saber, el hecho de que muchas de las actividades que el
gobierno de Estados Unidos preferiría silenciar se perpetran en países
extranjeros, cuyo periodismo será ahora responsable ante el sistema judicial
estadounidense. Y el precedente establecido aquí será explotado por todo tipo
de líderes autoritarios en todo el mundo. ¿Cuál será la respuesta del
Departamento de Estado cuando la República de Irán exija la extradición de los
reporteros del New York Times por violar las leyes de confidencialidad iraníes?
¿Cómo responderá el Reino Unido cuando Viktor Orban o Recep Erdogan pidan la
extradición de los reporteros de The Guardian? No se trata de que Estados
Unidos o el Reino Unido vayan a acceder a esas demandas –por supuesto que no lo
harían–, sino de que carecerían de cualquier base de principios para su
negativa.
Estados Unidos
intenta distinguir la conducta de Assange de la del periodismo más convencional
calificándola de “conspiración”. ¿Pero qué significa eso en este contexto?
¿Significa animar a alguien a descubrir información (algo que hacen a diario
los redactores que trabajan para los antiguos socios de WikiLeaks, The New York
Times y The Guardian)? ¿O significa dar a alguien las herramientas y técnicas
para descubrir esa información (lo que, dependiendo de las herramientas y
técnicas implicadas, también puede interpretarse como una parte típica del
trabajo de un editor)? La verdad es que todo el periodismo de investigación
sobre seguridad nacional puede ser tachado de conspiración: el objetivo de la
empresa es que los periodistas persuadan a las fuentes para que violen la ley
en interés del público. E insistir en que Assange de alguna manera “no es un
periodista” no hace nada para quitarle fuerza a este precedente cuando las
actividades por las que ha sido acusado son indistinguibles de las actividades
que nuestros periodistas de investigación más condecorados realizan
rutinariamente.
Cualquiera que haya
visto las malas noticias esta última semana, seguro se ha encontrado con una
versión precisamente de esta pregunta, ¿es Assange un X o un periodista? En
esta fórmula absurda, X puede ser cualquier cosa: hacktivista, terrorista,
reptiliano. No importa qué pieza se coloque para completar el rompecabezas,
porque el ejercicio no tiene sentido.
Este tipo de
indagación sincera, crédula, petulante y complaciente, es sólo el ejemplo más
reciente –justo a tiempo para Navidad–, de la mala fe en la carne y en la
palabra, presentada por profesionales de los medios de comunicación que nunca
tienen peor fe que cuando informan –o juzgan– a otros medios.
La ocultación, la
retención, la manipulación del significado, la negación del significado, estas
son sólo algunas de las formas en que algunos periodistas, –y no sólo los
periodistas estadounidenses–, han conspirado, sí, conspirado para condenar a
Assange en ausencia, y, por extensión, para condenar a su propia profesión,
para condenarse a sí mismos. O tal vez no debería llamar “periodistas” a los
autómatas de Fox, o a Bill Maher, porque ¿cuántas veces han hecho el duro
trabajo de cultivar una fuente, o de proteger la identidad de una fuente, o de
comunicarse de forma segura con una fuente, o de almacenar el material sensible
de una fuente de forma segura? Todas esas actividades constituyen el alma del
buen periodismo y, sin embargo, son precisamente las actividades que el
gobierno estadounidense acaba de intentar redefinir como actos de conspiración
criminal atroz.
Criaturas de dos
corazones y dos mentes: los medios de comunicación están llenos de ellos. Y
demasiados se han contentado con aceptar la determinación del gobierno de
Estados Unidos de que lo que debería ser el propósito más elevado de los medios
de comunicación –la revelación de la verdad, frente a los intentos de
ocultarla– está súbitamente en duda y muy posiblemente sea ilegal.
¿Ese escalofrío en
el aire en esta temporada navideña? Si se permite que la persecución de Assange
continúe, se convertirá en una helada.
A abrigarse.
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