GUANTÁNAMO: LA CÁRCEL MÁS INFAME DEL MUNDO
POR LUZ MARINA LÓPEZ ESPINOSA
No es populista ni infundada la calificación. Se la ha ganado en franca lid en un mundo donde a través de las grandes productoras de televisión nos hemos podido enterar casi en vivo y en directo de la abisal crueldad a la que puede llegar el ser humano. Son esos documentales -verdaderos “realitys”, sobre las prisiones más tenebrosas del mundo. Claro que hay que reconocerlo, en ellos nunca ha aparecido Guantánamo. Pero es que en Guantánamo no se pueden hacer documentales, ni entrevistas, ni filmaciones. Pero sí: tiene bien ganado el título, uno que deshonra a la nación que hace méritos para ello. Como lo afirmó Stephanie Savell, codirectora del Costs of War Project una investigación de la Universidad de Brown que suministró insumos a la ONG de derechos humanos
Human Rights Watch (HRW) para el Informe que hizo sobre el aberrante historial -prontuario- de esa prisión en sus veinte años de existencia: “Es un fracaso moral de proporciones épicas, una mancha en el historial de derechos humanos del país, un error estratégico y una horrenda perpetuación de la islamofobia y el racismo”.Guantánamo es una
Base Naval instalada por los Estados Unidos en la bahía del mismo nombre en
territorio indiscutidamente cubano en el marco de la invasión a este país
-¿nos son familiares estas palabras?- con ocasión de la guerra que
sostenía con España entonces potencia imperial, en 1898. Independizada Cuba de
España en 1902, la base siguió allí invocando ahora la Enmienda Platt. Pero
siendo insostenible esta razón, Estados Unidos nueva potencia imperial y
militar, presionó en 1904 a la naciente república a firmar
un contrato de arriendo “a perpetuidad” de la base, cosa que repugna cualquier criterio y precepto
jurídico, y que Cuba con razón rechaza.
Tal es la base de la “legitimidad” de la ocupación norteamericana de ese territorio cubano.
Y con motivo de los
atentados del 11 de septiembre del 2001 y la histérica e histriónica “guerra
contra el terrorismo” declarada por el presidente norteamericano George W.
Bush, el 11 de enero de 2002 convirtió la Base Naval en prisión militar de alta
seguridad, entronizándola como símbolo de esa guerra que como todas las
declaradas y llevadas a cabo por esa metrópoli, prometía ganarían. Entre otras, por una demoledora razón: “porque Dios está con
nosotros”. ¡Vaya pelea tan desigual! De
ello se están cumpliendo veinte años en estos días.
El propósito
específico de establecer esa prisión era
recluir allí a todo sospechoso de ser Yihadista, militante de Al Qaeda, o
Talibán. Ello, ajeno a cualquier prueba o procedimiento judicial, a todo el que
por su religión -sobre todo esto-, aunado a su nacionalidad y convicciones
ideológicas, se le pudiera endilgar algún tipo de responsabilidad así sea sólo
moral por el 11 de septiembre. Y es que Bush lo dijo claramente ante el mundo:
“En esta guerra, el que no está con nosotros, está contra nosotros”. Tal el
lenguaje despótico de los imperios. Y había que ver cómo los Estados que
giraban en su órbita, entre más clientelares, más salieron alborozados a apoyar
esas palabras. Consecuencia de esta decisión, 800 personas han pasado por allí.
Todos fatalmente musulmanes, lo que evidencia un caso escandaloso de
islamofobia que no ha merecido reproche de ninguno de los organismos
internacionales cuyo mandato primero es combatir el racismo y el odio por
razones culturales o religiosas. Y casi todos esos presos, naturales de países
invadidos o a lo menos bombardeados por los Estados Unidos: Afganistán, Irak,
Siria y Yemen. Y pakistaníes. Pero el problema, y el oprobio -la prisión más
infame del mudo recordemos-, no es por el hecho de que una base militar se haya
convertido en cárcel. Ni porque ella se destine a recluir terroristas.
La mancilla de
Guantánamo comienza con el hecho de que las capturas -ilegales bajo cualquier
parámetro jurídico universal, en realidad secuestros- se hacen por fuera de
cualquier procedimiento judicial o
investigación policial autorizada. Son cacerías a instancia de particulares y
mercenarios que atendían la oferta del gobierno norteamericano de pagar cinco mil dólares por cada
“terrorista” entregado. Y claro,
voluntarios para ganarse esa alta suma en países sumidos en el hambre y la
miseria por cuenta de la guerra que los mismos Estados Unidos les hacían -Irak,
Siria, Libia, Afganistán-, sobraban. Bastaba señalarle el escogido -enemigo
político, personal o rival de clan, qué mejor oportunidad- al ejército ocupante
o a sus lacayos nacionales. Y cuándo la
víctima reparaba en su situación, ya estaba en Guantánamo graduado de
terrorista y responsable de los ataques del 11- S.
Lo anterior ya es
demasiado. Sin embargo, era sólo el comienzo. La categoría de vergüenza y mancha que Guantánamo significa para la historia de los Estados
Unidos la dan otras circunstancias. El
tiempo, juez implacable, ya mostró el balance de esos veinte años. De
ochocientos recluidos, sólo han sido condenados nueve, con sentencias aún
inciertas. Otros nueve han muerto en prisión. Diez y siete detenidos eran
menores de edad, habiéndose suicidado uno de ellos. Los cinco supuestamente
responsables del ataque llevan muchos años presos sin ser juzgados. Ahmed Ghailan, único preso juzgado en
territorio de los Estados Unidos y por
la justicia civil, no militar, fue absuelto de 284 de los 285 cargos que se le
hicieron, incluido el de terrorismo. El autor del engendro carcelario, el
presidente Bush, tuvo que liberar o transferir a cárceles de otros países a 540
presos; Barack Obama a 200, y Trump a uno. ¿Por qué? ¿Por humanitarismo? No.
Porque eran inocentes. Hoy sólo hay en Guantánamo 39 presos. Pero ese reducido
número no le quita ni la quitará a esa prisión el baldón de haberse hecho
acreedora a la incriminación que es
título de esta nota.
Pero falta más. Y
ese más es mucho peor. Ya por tirios y troyanos admitido, incluyendo el propio
gobierno norteamericano, el Congreso, la ONU y todas las organizaciones de
derechos humanos que han estudiado el
tema y pásmese Ud. cosa insólita, a la corte militar que condenó a un
prisionero, la tortura, las tácticas más
extremas y perversas de causar dolor, ha sido
el procedimiento “judicial” que
se ha surtido con los cautivos de Guantánamo. La forma como han cobrado los
atentados del 11-S a presuntos responsables y a inocentes. Documentándose que
las confesiones conseguidas como gran trofeo judicial, todas han sido con base
en la tortura. La monumental gravedad de
esta constatación para una nación que se reclama adalid de los derechos humanos
y del estado de derecho, arrogándose la facultad de ser su juez y policía
certificando o no países según la
conducta que a su juicio tengan en esta materia, es tanto mayor cuanto fue una
política de Estado. Es decir, adoptada
conscientemente por el presidente Busch
para ser ejecutada por la CIA en todos los países del mundo donde fuese
necesario, y por los militares en el terreno. Inclusive, se le adjudicó
oficialmente nombre: “Técnicas de interrogatorio mejoradas”. Cínico y burlesco
eufemismo para una sola verdad que se quería y asumía, mas no su nombre:
tortura. Si ese Estado llegó al extremo
de contratar a dos sicólogos, James E. Mitchell y Bruce Jessen, para diseñar e
instruir a la CIA en las más sofisticadas técnicas de tortura: ahogamiento,
privación del sueño, ruido ensordecedor durante 24 horas, encierro por días en
diminutos cuartos sin luz ni comunicación con el exterior, extremos frío y
calor e introducción de objetos por el recto. Para salvar el honor de la
profesión, la Asociación de Psicólogos de los Estados Unidos repudió la
conducta de Mitchell y Jessen y los excluyó del gremio.
Por eso Guantánamo
es una más -después de Hiroshima, Nagasaki, Corea, Vietnam, Camboya, Irak,
Afganistán y casi todas las naciones de
América Latina, no se puede decir “la
que más”– demostración del desprecio de los Estados Unidos por los más
caros valores de la civilización, y
de la degradación a la que puede llegar
cuando invoca como un santo y seña que
todo lo permite y dispensa, “los intereses de esta gran nación”. Es el “fracaso
moral de proporciones épicas” de que habla el Informe de HRW.
Y ¿cuál es el
entrampamiento que la cárcel de Guantánamo significa para el sistema judicial y
político de los Estados Unidos? ¿Por qué paradójicamente este sistema quedó
preso de Guantánamo? Ese es que los Estados Unidos no pueden aplicar sus leyes
ni su Constitución a los presos de Guantánamo. Porque si lo hicieren, todos
serían absueltos según su severo sistema judicial. No hay pruebas. Sólo
confesiones…. y estas -la reina de las pruebas-… fueron obtenidas a base de
torturas, lo cual esa institucionalidad
repudia. Luego todos serían declarados inocentes. Vergüenza mayor después de
veinte años y como único fruto palpable y podrido de “la guerra contra el
terrorismo”. Por eso mismo el presidente que creó esa cárcel y los tres que lo
han sucedido, han jurado en todos los tonos cerrarla. Y ninguno ha cumplido.
¿Qué hacer con esos prisioneros?
De ahí la grosera y
torpe razón que el presidente G. W. Bush aventuró pretendiendo responder al
reclamo general de por qué esos cautivos no tenían proceso, ni estaban a cargo
de los jueces y cortes que ordenan las leyes del país, no gozaban del derecho
de defensa ni de garantías procesales, permaneciendo por décadas en un limbo jurídico donde no rige la
constitución norteamericana, la Declaración Universal de DD.HH., el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos ni los Convenios de Ginebra. Dijo
que lo que pasaba es que esos presos eran “Combatientes enemigos ilegales”.
Categoría inexistente en el derecho nacional e internacional, y que según Bush
-no explicó cómo ni por qué-, permitía las aberraciones denunciadas. Algo
similar a las “Técnicas de interrogatorio mejoradas”.
Esos son los
Estados Unidos. Tener la cárcel más infame del mundo -en territorio ilegalmente
ocupado a otra nación que admiten no les pertenece-, es consistente con la
hipocresía de su discurso sobre los derechos humanos y sobre “esta gran nación”
como campeona de la justicia y la libertad en el mundo. De ello hablan también
el horror de Abu Ghraib, el bombardeo de Faluya con fósforo blanco, el
secuestro del colombiano Alex Saab bajo
cargos de un delito inexistente en el mundo -incluido los Estados Unidos-,
“testaferro de Nicolás Maduro”, por fungir como diplomático de un gobierno
legítimo, y el atroz encarcelamiento que lleva quince años ya del comandante
guerrillero colombiano Ricardo Palmera,
el legendario “Simón Trinidad”,
porque las FARC, en una operación militar en la que él no participó,
capturó a cuatro mercenarios norteamericanos cuando estaban en actividades ídem
en zonas de combate.
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