SIMEONE SÍ, PERO…
El técnico argentino es víctima de su propio éxito,
verdugo y ajusticiado a la vez
FELIPE DE LUIS MANERO
Tras la semifinal de la Supercopa ante el Athletic tuve la oportunidad de departir con un futbolista profesional en torno a la profunda sima –lo que empezó siendo un bache crece cada vez más deprisa– que atraviesa el Atlético. Hablamos del balón parado. “Fíjate, antes era imposible rematarles en su área y ellos te llegaban una vez y te marcaban, y ahora mira…”, me decía con asombro.
Unas semanas antes
debatí sobre el tema con un aficionado, antiguo socio, al que en realidad nunca
le hizo mucha gracia Simeone. Me decía que el equipo jugaba muy mal, que él ya
apagaba la televisión antes de que terminase el partido, que el cholismo le
producía un profundo hartazgo, que han sido diez años geniales, sí, pero que
hasta aquí hemos llegado. Me puso como ejemplo positivo al Real Madrid de
Ancelotti. “Pero si eso es lo que durante años ha hecho el Cholo”, repuse yo.
“Pues que juegue a lo que sea, pero que juegue a algo, no a lo de ahora”,
obtuve como respuesta final.
A ambos –al
futbolista y a mi amigo– les expuse mi teoría: se trata de una cuestión de
desgaste emocional. Da la sensación de que el título de Liga conseguido la
campaña pasada ha causado estragos en la plantilla, incluso a los recién
llegados, que se han visto contagiados por una atmósfera de grave bloqueo
físico y mental. Es como si todos estuvieran fundidos, como si lo hubieran
dejado todo hace unos meses, como si se hubieran vaciado hasta quedarse en los
huesos, intuyendo tal vez que no habría una oportunidad igual en el futuro.
Resulta tan difícil
como legítimo criticar la labor de un entrenador que acaba de ganar una Liga y
que ha restaurado la historia y la dignidad de un club
Terminó exhausto
también el propio Simeone, que consiguió, a mi modo de ver, su mayor logro
futbolístico desde que llegó al Atlético: ganar una Liga plagada de
dificultades (covid, lesiones…), con un estilo diferente al que venía
utilizando durante todo este tiempo. Porque ese Atlético era alegre, atrevido,
eléctrico. Y el dibujo que usaba en el campo era el 5-3-2. Lo digo para rebatir
enérgicamente esa corriente que asegura que el Atleti, para dejar de ser
conservador, debe de volver al 4-4-2, precisamente el esquema sobre el que se
instauró el cholismo de alto voltaje defensivo y cero grietas entre líneas.
No, no creo que sea
una cuestión táctica, ni siquiera de trabajo. Cuesta creer que el equipo, de
pronto, haya dejado de entrenar las jugadas de estrategia, o se haya olvidado
del modo correcto de hacerlo. Hay un intangible que todos han advertido, pero
nadie logra resolver. Tal vez el mayor ejemplo sea Oblak, un portero que es
capaz de parar un penalti y fallar en un blocaje sencillo en el mismo partido.
Eso antes no pasaba.
Y empieza el
murmullo. Resulta tan difícil como legítimo criticar la labor de un entrenador
que acaba de ganar una Liga y que, más allá de eso, ha restaurado la historia y
la dignidad de un club. La crítica es precisamente una consecuencia directa de
eso: el técnico argentino es víctima de su propio éxito, verdugo y ajusticiado
a la vez.
A este Atlético no
hay por dónde cogerlo, su manta es tan exigua que ni tapa la cabeza ni cubre
los pies. Y aunque algunos medios publiquen titulares tendenciosos, la realidad
es que, por primera vez en diez años, existe cierto debate en torno a la
continuidad del entrenador en parte de la afición. Después, el plebiscito del
Metropolitano dictará sentencia como siempre a su favor, porque sus acólitos
más acérrimos son muchos y ruidosos, él se lo ha ganado. Como también la
capacidad para decidir cómo y cuándo marcharse. Si algo tengo claro, es que a
Simeone no lo van a echar, será él quien ponga punto y final a su etapa como
entrenador rojiblanco.
Diez años son
muchos, hasta para el tipo elegante con porte de sobrio enterrador que sigue
desgañitándose en la banda
Pero pienso en el
tiempo y me entra cierta sensación de agobio. Diez años son muchos, hasta para
el tipo elegante con porte de sobrio enterrador que sigue desgañitándose en la
banda. Ya no solo es la última Liga: es también la de 2014, es esa mágica
remontada en la final de Copa de 2013 ante el Real Madrid, son las dos finales
perdidas de Champions, es el equipo compitiendo con los mejores una y otra vez,
una y otra vez… Son muchas cosas.
Lo expone
perfectamente en su novela Los días perfectos Jacobo Bergareche: el tiempo es
un monstruo sin escrúpulos capaz de aniquilarlo todo, sobre todo los asuntos
relacionados con la pasión. Después de leer el libro y mirar la fecha de mi
alianza, me entró un canguelo importante, acrecentado sobremanera tras la
confesión que me hizo L. Había tenido un sueño en el que pasábamos de ser
pareja a convertirnos en trío, al parecer con la inclusión de un corpulento
policía, muy ducho además en el montaje de muebles. O sea, no era algo –solo–
sexual, éramos un trío formal. También es verdad que en esa época acabábamos de
ver la última temporada de Élite y andábamos un poco alterados.
Pero lo cierto es
que yo me acojoné y, no sé bien por qué, pensé en Simeone (aún estábamos en
pretemporada): si él podía continuar tantos años a ese ritmo, yo también. De mi
ensoñación me sacó la misma L., al reflexionar en voz alta sobre el sueño:
–Supongo que eso es
algo que no puede pasar en una pareja como la nuestra.
–¿Una pareja cómo?
Su mirada se
perdió, triste, en el horizonte, y dijo con voz lánguida:
–Una pareja tan
estable.
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