LA TRISTE NIÑEZ DE LA PANDEMIA
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Lo dijo mi amiga Susana: “Cuando vemos a diario a los niños no alcanzamos a percibir cuánto ha cambiado su comportamiento. Están tristes”. Esta observación puntual me ha hecho reflexionar sobre el impacto del entorno durante la etapa más importante del desarrollo de la niñez y cómo las condiciones restrictivas -en términos económicos y sociales- se han transformado en una especie de cepo, cuya imposición ha acabado con el juego, la interacción entre pares, la diversión y el estímulo físico y psicológico propios de la libertad de movimiento. A ello, añadir la tensión implícita de una situación a la cual no estamos acostumbrados e invade todos los espacios íntimos, condicionando nuestro humor y, por ende, nuestras actitudes.
Muchas veces
medimos los acontecimientos de acuerdo con la vara más conocida. Es decir, nos
resulta mucho más fácil establecer rangos de comparación con nuestra percepción
y un específico estilo de vida. Poca, o casi nula, es la capacidad de empatía
necesaria para ponernos en el sitio de otros, menos afortunados, y tendemos a
rebajar el impacto del nuevo escenario ignorando a propósito su poder en la
vida de los demás.
Estamos ingresando
al tercer año de una realidad de la cual lo desconocemos todo. Nos atacó una
pandemia que ha puesto de cabeza todo lo conocido y de la cual no tenemos la
medida exacta. Es decir, se ha desatado una infección viral desconocida hasta
para el gremio de la salud, que se ha visto sobrepasado no solo por sus
consecuencias, también por un cúmulo de informaciones contradictorias y opacas.
Si eso sucede entre los expertos, es fácil colegir cómo ha complicado la vida
de las familias.
Pero volvamos al
tema más importante, el de una niñez triste y sin motivación. Una niñez a la
cual le han cortado las alas, le han quitado la libertad de movimiento, la han
encerrado entre cuatro paredes -una vivienda popular tiene un promedio de 60
metros cuadrados para una familia de 4 o 5 integrantes- y le han limitado la
interacción con sus pares y con el espacio público. Si a eso se añade la
tensión originada por la potencial pérdida del empleo o la carencia de recursos
económicos para afrontar la crisis, el plato está servido.
En términos
generales, estamos inmersos en una situación desconocida y, ante sus desafíos,
lo menos importante termina siendo la salud mental de la infancia. Aun cuando
esto suena extremadamente cruel, la mente del adulto promedio tiende a
considerar a los más pequeños como un material flexible que aguanta con todo.
Pocos se detienen a reflexionar sobre la trascendencia de una infancia feliz
como plataforma esencial para el desarrollo de un ser pleno, tanto física como
intelectual y psicológicamente, y esto es porque tampoco la tuvieron. Entonces,
simplemente se aplican los criterios establecidos por las autoridades
sanitarias y se deja para después el esfuerzo de compensar adecuadamente las
carencias que ello implica en la vida de los más jóvenes.
La infancia triste
será una de las peores caudas de esta situación incomprensible a la cual nos
enfrentamos sin herramientas propias. Vamos hacia adelante a ciegas, avanzando
y retrocediendo a medida que el estamento científico tantea, a ciegas, un
esquema apropiado de conducta. En medio se deslizan los miedos, las
desconfianzas y la sospecha de que ya nada volverá a ser como antes. Sin
embargo, como adultos acostumbrados a las dificultades propias de un sistema
cada vez más hostil, poseemos la capacidad de adaptación. Otra cosa es la
perspectiva para las niñas, niños y adolescentes privados de los recursos
esenciales para desarrollar todo su potencial. Vivir confinados, estudiar
frente a una pantalla -eso, para los más privilegiados- o compartir a duras
penas con sus hermanos un teléfono celular para comunicarse con su maestra
mientras se les impide jugar con sus amistades y se les mantiene privados de
los estímulos de una vida al aire libre, es una fuente constante de frustración
y tristeza. Las consecuencias de este nuevo esquema son imprevisibles.
Hay que pensar en
cómo adecuar lo de hoy para no afectar el mañana.
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