DETRACCIÓN
(París,
hacia 1967)
José Rivero Vivas
Del libro inédito:
TEXTOS DIVERSOS
Distintas Fechas
Obra: E.21 (a.109)
José Rivero Vivas
Enero de 2016
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José
Rivero Vivas
DETRACCIÓN
(París, hacia 1967)
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La historia de Saltamontes se remonta al mismo día en que, por ese azar que concierne a todo ser viviente, hubo de claudicar y desvanecerse de la escena rutinaria de su diario acontecer. Nunca antes se supo de su existencia; pero, después de este suceso, todo el mundo empezó a mencionar su nombre, al tiempo de alabar su conducta, dando lugar a que al instante principiara su fama, que amigos y conocidos se encargaron de propagar, según incidentes y acaeceres que pudieron recoger verbalmente, luego de mucho rumiar en torno a su semblanza y su efímera andadura en la tierra.
Saltamontes no fue importante para la gente de su calle, situada en un lejano barrio, allá en las cercanías de la líquida arteria que divide la ciudad. Los vecinos lo veían pasar sin que por asomo despertara su curiosidad ni nadie se preguntara el porqué de su mote, que alguno achacó a que daba saltitos al andar, cosa que el propio Saltamontes desoía. Lo cierto es que, al margen de todos, se perdía en la humana vorágine tan pronto alcanzaba aquella avenida cuajada de tránsito, donde un autobús lo llevaba hasta el trabajo para consumir energías menoscabando su temple. En su propia casa, en la cual ocupaba una habitación de alquiler, no lo conocía ni el portero del edificio, y apenas sabían de su estancia en el piso gracias a una radio que tenía siempre conectada con lecturas y conciertos. Puertas y ventanas eran abiertas y cerradas indiferentemente a su paso, sin que ni una sola persona fuera consciente de que, en ese preciso momento, cruzara Saltamontes delante de su cara. Era individuo obviado en su misma presencia y no había forma de que la comunidad hiciera hueco, brindándole sitio en su seno.
Los
jardines del lugar florecían y se marchitaban, siguiendo el compás habitual,
sin que su ritmo fuese alterado por las casuales visitas de Saltamontes, cuya
imagen no quebraba la natural armonía de las plantas en su proceso de brote y
rebrote hasta fenecer. Tampoco las tiendas cerraban, si se acercaba, ni se
regocijaban los bares si lo veían aparecer. Saltamontes no era bien ni mal
recibido, pues, para el vecindario en general, no suponía siquiera un hombre
plenamente definido, y, a la sazón, estaba conceptuado como bicho raro que
acostumbraba surgir de entre las esquinas, sorteando rumboso los adoquines y el
encintado.
A
Saltamontes no le preocupó mucho la falta de interés que suscitara, en opinión
de la gente, ni tuvo propósito de causar ningún tipo de impresión por cuyo
medio inspirara respeto a los demás. Andaba algo decepcionado por la apatía causada,
pero no era fenómeno que le afectase en realidad. A tanto aislamiento intuía
sosiego en la contemplación du fleuve,
frente a cuyo caudal pronunciaba sus incoherentes discursos, con ansias de mitigar
su acusada soledad. ¿Qué diría hoy, en esta era de redes sociales, donde todos
sobran? Hasta el usuario del mágico aparato, sin duda embrujado, parece sujeto
al peculiar designio del innominado hechicero, tras efectiva función del
maravilloso instrumento.
Fastidiaba,
empero, a Saltamontes; lo irritaba, y aun lo enfurecía, la actitud de quien se
estimaba apto para enjuiciar su talante, sin poner asunto a su labor, con
desdén soslayada. Esto sí que lo hacía rabiar y lo enajenaba. Qué se creía tal
presuntuoso. Ni que fuera excelso sacerdote de un tribunal inquisitorial.
Saltamontes
pasaba el tiempo, durante sus horas de asueto, en alada meditación, por no
bastarle la lectura, según confesaba, para apaciguar su espíritu. A este tenor,
desarrolló mucho esfuerzo en expresar sus ansias y angustias, tratando de hacer
partícipe a todo aquel que pudiera tener afinidad con su estado. Por lo cual,
ante la injuria, Saltamontes reaccionó violento; pero, hubo de callar
enronquecido, puesto que su voz no traspasaba las fronteras susceptibles de dar
eco a su grito, ahogado que fue por el viento del anonimato. Entonces comenzó a
utilizar un cuaderno de apuntes, hallado entre los papeles que colmaban su
cuarto, revuelto al día siguiente de su partida. Con su letra totalmente
ilegible, Saltamontes dejó escrito:
Brotan
a porrillo las palabras cuando pienso, pero no cuando escribo. Una traba
intensa me consterna al advertir mi carencia de método en mi trabajo, y, de
esta guisa, vivo ineficaz en medio de turba agitada que, obstinado en la
indecisión, arrolla mi cordura, y es posible que acabe exangüe, presa total de esta
abulia perniciosa. Por ello he de poner punto final a la realidad presente,
puesto que la aberración constante me somete a un proceso catalizador de disensión
y agravio. Si avanzo por sacros derroteros, mi vocación se pierde en el
laberinto de mi sentir; si, en cambio, me detengo en el paisaje laico, la
fecundidad de mi pensamiento es similar al flujo marino, cuando baña el arenal
de mi nacimiento. Considero, en consecuencia, que lo más sensato sería obviar
temas escabrosos, ya que divagar está prohibido, y, en la continuidad de los
años, paso absorto, sin percibir resquicio que me permita correr
imaginativamente a través de campos baldíos y andar a lo largo de remotos
senderos.
Estos
cambios de humor son, sin duda, imprevistos de corazón abatido, por falta de
cocción suficiente que equilibre su consuelo. De aquí que la inanición haya minado
esta capacidad creativa, envuelta en fragoso rumor de agua torrencial, que
provoca asombro en mis oídos, por vivir atemorizado desde el día aciago en que
decidí lanzarme al río, para remontar la corriente, y, agotado descender hasta
la formación de los pantanos. Ahora, mojado y seco a la vez, no encuentro
manera de concebir luz ni guía que me señale el camino a seguir en la búsqueda
de oportuna luminaria para mi obsesiva oscuridad; luego, será difícil
concentrarme nuevamente en esta tarea desalentadora. Ando, por ende, sin tino
desde aquel instante infortunado en que, sin conocer la dicha, desapareció mi
numen extrañamente: una musa no vino y la otra huyó; aquella no salió a mi
encuentro y ésta se esfumó, sin conseguir aclarar la situación que me fustiga.
Estoy descontento de mi suerte. Naufrago en un sinfín de codicia y yago
maltrecho al pie de la ingente muralla, circundante y paralizadora. No hay
grietas ni rajaduras; las piedras son lisas, y sin accidentes abruptos se hace
difícil la ascensión, para otear al otro lado de la montaña, hasta vislumbrar
el horizonte. Residiendo en éste, poco puedo apreciar del variado discurrir
atrayente. He de pechar contra... no sé qué, por ver de auparme sobre mis
hombros y contemplar el panorama desde un lugar dominante. Pero no, que mi
desasosiego aumenta. Mi desconcierto también. Estoy calumniado en mí mismo, y a
la mentira piadosa respondo con la verdad cruel que me flagela. Mi cuerpo está
lacerado y mi mente trilla afanosa la vereda apisonada por el incesante uso de
tantos años. La costumbre se ha convertido en mórbido enfrentamiento a la ociosidad
que anteriormente me caracterizaba. No soy ya sombra de aquel que fui, sino
otro tipo, más confuso que nunca, afianzado en sí mismo para indagar aflicto la
verdad que lo mina y derruye. Por eso hago caso omiso a mi promesa, y persevero
en la búsqueda de mi entera posesión, como si en lo ajeno a mi entorno
residiera la propiedad de mi deseo.
Estoy
desorientado, y no hará falta repetir que adolezco de flojedad; por ello, los
denominados expertos y sus términos me aplanan, y cada día siento menos ganas
de hablar en voz alta, pese a suponer mi total animación y mi actividad
primera. Es inútil querer decir lo que se siente, porque no hay forma de
conocer su valor. Unos declaran bello lo que leído resulta tan usual como
sencilla carta familiar; otros elogian versos que suenan a ripio y melancolía,
y todos comentan maravillas del actor encumbrado, como si de ello dependiera su
cena, su cama y su portal. Seres aduladores nunca me han gustado, que
suelen lamer los pies del poderoso mientras ladran y muerden al débil
desamparado. Me cansan las lisonjas que se leen en la prensa, estándar y
especializada, cuando los juicios no van emitidos con mesura y ecuanimidad. A
Juan se le considera malo por cuanto a Pedro se le califica de bueno, y es el
mismo individuo quien dirá lo contrario tal vez mañana.
Así, pues,
he llegado a la conclusión de que será preciso precipitarse ventana afuera, con
mira a rescindir el proyecto y dormir al arrullo de la vera paz fluvial.
*
No
había más borrones en el cuaderno; sin embargo, a las autoridades les bastó
para reconocer que Saltamontes ejerció libre uso de su albedrío. ¿Cuál fue el
motivo? Al instante confluyeron múltiples y aun dispares conjeturas.
A
Saltamontes le fallaron las fuerzas un día, y cayó redondo al suelo. El cielo
estaba encapotado y de pronto empezó a despejarse: las nubes corrían veloces,
alzó la temperatura su manto, y el sol lució esplendoroso, irradiando fulgor y
contento. Medio barrio se sintió feliz, y el otro medio no le fue a la zaga; de
modo que, en conciencia, no se pudo apreciar qué evento precedía a su oponente
en la alegría incomparable de la radiante mañana.
Saltamontes,
extenuado, yacía inmóvil en mitad de la calzada, sin medios ni vía para llegar
a su casa. Tuvo miedo, de repente, y su imaginación empezó a jugarle tremenda
pasada, en forma de desventuras y pesadillas crueles, como de grandes piedras
que lo atropellaban, impidiéndole proseguir su marcha, y se vio tendido inerte,
con una roca gigantesca sobre el vientre. Pobre Saltamontes. ¿Cómo escapar al
horroroso aplastamiento? De ninguna manera. No le quedaban fuerzas para
respirar, ni mucho menos para librarse de aquel peso descomunal que lo
paralizaba y vencía. Cualquier intento sería vano, aparte que no era bueno
derrochar energías inútilmente. Mejor esperar, y, más tarde, vería. Pero, ¿cómo
echar la desmesurada peña a un lado, si carecía de pujanza y vigor? Aunque no
procedía esperar, Saltamontes hubo de mantenerse en su incómoda horizontal,
renunciando por el momento a la vertical, común a todos, aunque a él le exigía
un esfuerzo inaudito, cuya débil contextura era incapaz de realizar.
Pasaron
años en idéntica postura, sin que Saltamontes hallara medio de desasirse de la
fría losa, que lo trituraba lentamente y lo tenía anquilosado y casi yerto.
Pidió auxilio un día, y no hubo mano amiga que acudiese al clamor de su voz.
Años más tarde volvió a quejarse, y tampoco ahora hubo quien prestara atención
al plañido lastimero del hombre, que moría víctima de inhumano pesar. Ya no
gritó más Saltamontes, y sin recurso a su alcance, sucumbió bajo el voluminoso
canto, que oprimía cada día más su esmirriada naturaleza.
Nadie
supo de su muerte hasta pasadas varias semanas, cuando el cuerpo en corrupción
contaminó el aire y los vecinos se vieron obligados a librarlo de aquel intempestivo
sillar sobre el interfecto, con objeto de arrojarlo al río, para que el suave
deslizamiento lo arrastrara a la mar alta y permaneciera en el fondo abisal
hasta que las olas lo devolvieran a cualquier lugar remoto.
*
Aquí
comienza lo curioso de Saltamontes, un hombre sin historia, que murió sin
repercusión alguna, y, apenas fallecido, empieza a ser historiado. Paradoja del
destino: de no haber sido visto bajo un risco enorme, putrefacto y
descompuesto, Saltamontes continuaría ignorado para el morador de su localidad.
Pero, la circunstancia de morir estrujado, bajo un imponente peñasco, dio
realce a su figura, y hoy se yergue como mole granítica que repentinamente
surge en la planicie. Su propio término, llano y perfecto, conocido de todos y
hasta la fecha excluido de plan urbano, fue trastrocado en ancha meseta donde
la estatua de Saltamontes se exhibe impoluta en el centro del malogrado
escenario. Puertas y ventanas se abren simultáneamente y a sus huecos asoma la
muchedumbre dispuesta a asumir, en testimonio atroz, la demostración palpable
que representa el flagrante olvido a su prójimo, de inusitado gesto inconforme.
Los
niños juegan a la rueda-rueda y los hombres van dóciles camino del bar,
mientras las chicas pasean encandilando a los muchachos, que corren en pos de
ellas con ansias irreprimibles de arrumacos y achuchones; las mujeres trajinan
en casa, mientras las viejas introducen la nariz en las rendijas de sus
ventanas. Entre tanto, Saltamontes, con su desnuda lápida encima, escucha el
comentario de quienes nunca asistieron indulgentes su dolencia, aunque en la
actualidad alaban elocuentes su extravío. Así comienza su leyenda, cuando acaba
su odisea, y la gente se explica de esta suerte:
Muerto
una tarde cualquiera, Saltamontes se pasea ahora por prados de la posteridad
como antes luciera su imagen sobre la faz de la Tierra. Despreocupado
totalmente del instante supremo de su fenecimiento, no se queja ya, y se
mantiene estirado y crujiente, como rama achicharrada bajo el sol. La nada
absoluta lo arropa y el mutismo pleno lo define, al par que allá, en la oquedad
de su ausencia, se esfuma el añorado recuerdo, fomentado tras su reciente defunción.
Saltamontes
fue hombre pletórico de ansias y anhelos, angustias y desazones, que no le
aportaron un vivir cómodo y feliz. Lejos hoy de una existencia de disgusto y
decepción, tal vez sea dichoso en su deceso, aun cuando no se le haya conferido
la inmortalidad que, por su desvelo, sin dubitación merece.
No
obstante la desolada quietud, el detrimento deviene al cabo hondo misterio, que
en torno evoca el silencio.
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José
Rivero Vivas
DETRACCIÓN
(París, hacia 1967)
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José
Rivero Vivas
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Islas Canarias
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